Javier Krahe. Ni feo, ni católico, ni sentimental

Federico de Haro

Fragmento

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Parece que fue ayer, pero ya han pasado más de cinco años desde la repentina muerte de Javier Krahe en Zahara de los Atunes, que nos sorprendió a muchos de vacaciones. Por eso, hay gente que no se acaba de creer que el cantante no siga en su refugio veraniego gaditano, de donde podría volver en cualquier momento.

Pero Krahe no va a volver. Por lo menos no en carne mortal. Eso sí, sus canciones siguen sonando y, mientras sus canciones suenen, Krahe seguirá vivo contándonos esas historias que le hemos escuchado tantas veces con esa voz carrasposa y llena de toses que le acompañara siempre tanto en los escenarios como en los bares, que para él venían a ser lo mismo. La invención de la cuarta pared, tan teatral, para él era eso: una invención, acostumbrado a tocar pegado al público y con el vaso de whisky cerca, como solía cuando había dejado de cantar. Para Krahe el mundo entero era un escenario en el que no había actores y espectadores, sino que todos éramos actores y espectadores a la vez. Y quien dice actores dice músicos.

Queda por ver que él se considerara músico y no juglar y poeta, aunque también rechazaría seguramente estas dos calificaciones. En realidad, Krahe no se consideraba nada, si bien hiciera de todo tanto para sobrevivir como para cantar, tan poco dotado como estaba para ambas cosas. Y, sin embargo, triunfó en las dos, no tanto porque lograra grandes éxitos, sino porque siempre hizo lo que quiso y consiguió vivir de ello, cosa que poca gente puede decir. Al final va a ser verdad que la libertad es el éxito y no la fama o el dinero, contra lo que muchos piensan.

Quizá por todo eso Javier Krahe, más de cinco años después de su desaparición, sigue tan vivo entre sus admiradores como cuando estaba aquí dando conciertos en clubes y bares y compartiendo las noches, después de ellos, con los que le habían escuchado cantar. Porque para Javier Krahe tan importante como la música era la conversación y tan importante como la conversación la noche. Música, conversación y noche fueron los tres pilares de su existencia junto con el tabaco y el whisky, como el lector de este libro comprobará, si bien ya lo habrá imaginado escuchando sus canciones.

Federico de Haro, el autor de esta biografía krahiana, llegó a mí en busca de información, sabedor de que durante algunos años compartí con Krahe conversaciones y copas y partidas de ajedrez en un café de Madrid que se convirtió para ambos en una referencia. Y en nuestro punto de encuentro las noches de los lunes junto a otros varios amigos aficionados como nosotros al ajedrez y a la conversación, cada uno de su padre y de su madre. Federico de Haro buscaba anécdotas, pero también una definición de Krahe que le ayudara a formarse una idea certera del personaje al que por su admiración veía desfigurado y difuso. Por su admiración y por la personalidad de Krahe, difícil de definir y mucho menos de adscribir a ninguna clasificación humana. Y es que Krahe era a la vez un caballero y un pícaro, un seductor y un misántropo, un ácrata y un burgués, un sentimental y un duro. Y todo ello en dosis cambiantes según el día y la hora y el «humor» del que estuviera.

«Ni feo, ni católico, ni sentimental» es la definición a la que Federico de Haro llegó, parafraseando al propio Krahe, quien a su vez la copió de Valle-Inclán, eso sí, dándole la vuelta a su retrato del Marqués de Bradomín, su alter ego, con el que tendría algún parecido físico. La barba, la silueta, la elegancia en el decir y la afición a la noche y a la bohemia le acercarían al personaje valleinclanesco, aunque le separarían de él su laicismo y acracia y, sobre todo, su irreverencia. Porque, si de alguna manera hay que definir a Krahe, es como un perpetuo irreverente, algo muy poco común en este país de solemnidades y de gente que cuida las formas. Krahe también cuidaba las formas, pero las hacía saltar por los aires cuando le parecía. Y lo hacía en sus canciones, que en principio se ajustaban a los cánones más clásicos de la versificación (hasta la rima en consonante cuidaba), pero que de repente desintegraba sin avisar, provocando un efecto de sorpresa y cachondeo en el oyente, pero también en la vida diaria, en la que no había mucha diferencia con las historias que nos contaba con sus canciones y con sus monólogos de presentación de estas. En esta hagiografía se puede comprobar, en la selección que de algunos versos de las canciones y los poemas de Krahe se nos ofrecen como demostración.

La vida de Javier Krahe, que está en sus canciones pero también oculta detrás de ellas (hay que saber cuándo dice la verdad y cuándo miente), está contada por Federico de Haro con tanta inteligencia y admiración que ni una ni otra se notan apenas, que es lo mismo que pasa con las canciones del cantante madrileño. La virtud del biógrafo es haber sabido entender al biografiado y no pretender descubrir la pólvora, pues la pólvora ya la descubrió quien tenía que descubrirla, que no es otro que el personaje del que se nos habla. Al entender su manera de vivir, de pensar y de cantar, hasta de toser y de apoyarse en las barras de los bares, el biógrafo no ha tenido otra cosa que hacer que dejarse llevar y guiar por el personaje Krahe, que no se distinguía del Krahe persona, como todos los que lo tratamos sabemos, y, la verdad, lo ha hecho con tanta elegancia y respeto que a veces hasta cuesta saber si es Krahe o el biógrafo el que habla, tal ha sido la simbiosis de pensamiento y de palabra entre los dos. Lo mejor que se puede decir de esta biografía, evangelio o recensión apócrifa es que a Krahe le habría gustado mucho leerla. Eso sí, jamás le habría dicho al autor lo que yo le estoy diciendo ahora. Como buen juglar anarquista, émulo de Valle-Inclán y discípulo de Georges Brassens, Javier Krahe no admitía los elogios. Si acaso, los aceptaba con displicencia, siempre y cuando no supusieran tener que devolver un cumplido a su autor. Javier Krahe era un caballero, pero también un pícaro en la más arraigada tradición española, esa que nos demostró que el éxito es una vulgaridad si no va acompañado de compasión, escepticismo y cierta ironía. He aquí su autorretrato como muestra: «Y hoy que pensaba, describiendo algún enredo, / ir con mis letras tras la gloria de Cervantes, / héteme aquí, tras la glorieta de Quevedo».

Va por Krahe y por su sombra.

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Su frente prolongaba casi hasta la coronilla un rostro seco y afilado al que le asomaba ya la calavera. La mirada puntiaguda, los labios nítidos y la boca huérfana de dientes anticipaban su magnética personalidad y remataban una imagen que él mismo describió como nadie: «Soy un viejo prematuro, / sin dientes y sin cabello, / pero me queda un destello / de niño sencillo y puro». No se trataba de Javier Krahe, sino de Chicho Sánchez Ferlosio.

Chicho era menos conocido que sus canciones, consideradas durante mucho tiempo anónimas porque tuvieron que e

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