Memorias

Camilo José Cela

Fragmento

Nota sobre esta edición

Nota sobre esta edición

Camilo José Cela se adentraba en la treintena cuando resolvió emprender la escritura de sus memorias. Decía que, para titularlas, barajó la posibilidad de emplear el famoso verso con que arranca la Divina Comedia: «En medio del camino de la vida...». Con estas palabras daba a entender Dante que los sucesos que se proponía narrar tuvieron lugar cuando él tenía treinta y cinco años. Por la época de Dante, a la luz siempre de los textos clásicos y bíblicos, se estimaba que la duración ideal de la vida del hombre era de setenta años. Hoy ese plazo se ha estirado, pero se sigue considerando que más o menos a los treinta y cinco años el hombre llega a la plenitud de su vida. En cualquier caso, son numerosos los escritores que, alrededor de esa edad, se sienten llamados a volver la mirada a su pasado. Fue el caso de Cela, que tenía treinta y cuatro años cuando comenzó a escribir sus memorias. Desde un principio supo que había de escribirlas muy parsimoniosamente, «a medida que me acordaba de las cosas y tenía sosiego para irlas apuntando». Y así lo demuestra la historia de su publicación.

Lo primero que debe decirse a propósito de La rosa es que se trata de unas memorias de infancia, pues se ciñen a la primera década de la vida del autor. Las memorias de infancia conforman, dentro del género de las memorias, una provincia muy caracterizada, que ha dado lugar a un buen puñado de obras maestras, entre las que se encuentran títulos como Allá lejos y hace tiempo de Guillermo Enrique Hudson, Las palabras de Jean-Paul Sartre, o La lengua salvada de Elias Canetti. La rosa bien puede alinearse sin complejos junto a estos y otros títulos igualmente notables. Es, valga decirlo de partida, un libro extraordinario. Lo es por sí solo, y lo es también en el marco de la obra de Cela, en la que ocupa una posición muy particular, desde la que emite notas muy propias, de una delicadeza y de una ternura infrecuentes en el autor.

En la «breve nota» que antepuso a la edición de La rosa de 1979, declaraba Cela: «Pueden creerme lo que en estas páginas les digo casi en secreto. Yo fui como aquí cuento que era, cuando no estaba tan lejos de ser como había sido y, pese a tantas zurras, sigo siendo: un niño que se creía diferente y que incluso encontraba meritorio el no saber subirse a los árboles».

Lo cierto es que cuesta reconocer en el niño mimado, remilgado, debilucho y bueno que protagoniza estas páginas al hombre grandullón, ceñudo, atrabiliario y socarrón comúnmente asociado al recuerdo de Cela. Sólo sus lectores más atentos y asiduos alcanzarán a percibir la relación íntima que existe entre aquel niño frágil y el bronco hombretón, entre la esencial cordialidad que emanan estas memorias de infancia y los acentos procaces y el nihilismo existencial que impregnan el estilo más característico de Cela. Sólo ellos estarán en condiciones de percatarse de hasta qué punto, en Cela, el impasible registro de la violencia que rige las relaciones humanas, del papel que en ellas juegan el sexo y las bajas pasiones —con el humor convertido en el último expediente de la piedad—, encuentra su explicación ultimísima, remota, en el edénico bucolismo de estas páginas.

La rosa —que el mismo Cela calificaba retrospectivamente como «un librillo sentimental y quizás ingenuo»— contiene algunas claves importantes sobre Cela. A su luz, por otro lado, se explica el importante relieve que Galicia fue adquiriendo en el tramo más tardío de su obra, en el que parecen emerger, profundamente reelaborados, no sólo algunos de los escenarios en que discurre la infancia del escritor y los tipos humanos que la poblaron, sino también la amestizada lengua en la que se educó su fino oído. Quien acuda al volumen de esta «Biblioteca Camilo José Cela» en Debolsillo titulado Tres novelas gallegas (en el que se recogen Mazurca para dos muertos, de 1983, La cruz de San Andrés, de 1994, y Madera de boj, de 1999) encontrará allí no pocas resonancias de La rosa, libro que, sin embargo, considerado en el conjunto de la trayectoria de Cela, permanece como encerrado en una campana de cristal, absorto en su propia e incontaminada atmósfera.

Treinta y cuatro años —la misma cantidad de años que tenía Cela al iniciar la escritura de La rosa— transcurrieron antes de que el proyecto memorialístico emprendido con este libro tuviera continuidad. Publicado en 1993, cuatro años después de haber sido distinguido su autor con el Premio Nobel de Literatura (1989), Memorias, entendimientos y voluntades retoma el relato que Cela hace de su vida allí donde lo abandonó tanto tiempo atrás. Pero lo que retoma —conviene precisar— es solo el hilo del relato, no su fibra, ni mucho menos su tan delicada tonalidad. Y es que la evocación sentimental es remplazada ahora por una crónica bastante mecánica de datos celosamente exhumados de los archivos personales del autor, que parece más preocupado en armar una cronología precisa de sus pasos —con la vista puesta en sus eventuales biógrafos y en los fondos de su entonces flamante Casa-Museo de Iria Flavia— que de revivirlos.

Se diría que Cela ya anticipó este peligro. En el prólogo de La rosa dice que es una «mala costumbre» la de escribir los libros de memorias en edad avanzada, cuando se ha perdido la frescura del recuerdo. Pero eso es lo que parece ocurrir en Memorias, entendimientos y voluntades, libro escrito por él cuando contaba ya más de setenta y cinco años. La subrayada excepcionalidad de La rosa reside en la manera en que Cela pone su inconfundible estilo al servicio de la intensa y radiante evocación en que se halla embarcado. En Memorias, entendimientos y voluntades, en cambio, es la virtuosa mano del novelista la que anima el recuento de unos hechos carentes por sí mismos de vivacidad, aunque casi nunca de interés ni, por supuesto, de gracia.

La segunda y última entrega de las memorias de Cela abarca desde la llegada de la familia a Madrid, en 1925, hasta la publicación de La familia de Pascual Duarte, en 1942. Casi dos terceras partes del relato, sin embargo, se centran en los años de la Guerra Civil. Ahora bien, la Guerra Civil es el tema vertebral de la narrativa de Cela, al menos del Cela novelista. En los años que transcurren entre la publicación de La rosa y la de Memorias, entendimientos y voluntades Cela publica sus dos grandes novelas sobre el conflicto —y para muchos las dos cimas de su narrativa—: San Camilo, 1936 (1969) y Mazurca para dos muertos. Cuando reemprende sus memorias, pues, Cela ya ha exprimido su experiencia de la guerra, su vivencia de la misma, y quien lee aquéllas teniendo en mente esas dos novelas reconocerá no pocos episodios ya empleados en ellas. Más que eso: Cela adopta para sus memorias de adolescencia y primera juventud la misma técnica de collage empleada con fortuna en San Camilo, 1936, consistente en interpolar en el relato textos de anuncios, de titulares de periódicos, de esquelas, etc.

Ce

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