Mi hermano

Daniel Pennac

Fragmento

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1

La idea de montar en el teatro el Bartleby de Melville se me ocurrió un día pensando en mi hermano Bernard. Iba conduciendo por la autopista del sur, entre Niza y Aviñón, cuando me adelantó un bólido, uno de esos proyectiles de lujo que tanto abundan en esa parte de la autopista. Puede que un Ferrari, en cualquier caso rojo, y nuevo. Yo era un hombre de edad madura y no me había comprado un coche nuevo en la vida.

—No querrás incrementar la entropía…

Uno de los principios de mi hermano muerto.

—¿Usamos lo usado?

—Eso es, no hay que abusar, usemos lo usado.

Llevaba muerto dieciséis meses. Yo echaba de menos su presencia. Vivíamos a setecientos kilómetros el uno del otro, no nos veíamos demasiado, pero nos telefoneábamos a menudo. En las primeras semanas que siguieron a su muerte, hubo veces en que cogí el teléfono para llamarlo. Basta. No hagas el loco. Estás sufriendo mucho, pero no estás loco de dolor. Colgué sin marcar su número, acusándome de haberme montado un numerito de luto fraterno.

Dieciséis meses después, aún lo echaba de menos en mi día a día. Aunque, a menudo, él mismo se me hacía presente. Con tacto, debo decir. Se instalaba discretamente en mí. Mi corazón había dejado de acusar el golpe. Ya no se me saltaban las lágrimas. Mi hermano aparecía a quemarropa y yo, a pesar del dolor, empecé a dejar de rechazarlo. La emoción se tornaba acogedora. La aceptaba tal como venía. Aquel coche que me adelantó en la autopista del sur a toda velocidad me confirmó su presencia. Esa llama que me roza, ese punto rojo tan rápido en el horizonte, el eco tenaz de su tubo de escape; me acababa de adelantar la antítesis exacta de mi hermano. Fue en ese preciso instante cuando me entraron ganas de releer el Bartleby de Melville, montarlo en el teatro, e interpretarlo. Una de mis frustraciones —pero eso por supuesto no quiere decir nada— es que Bernard no haya visto el espectáculo.

—Bartleby… Ahí tienes a uno que no incrementa la entropía.

Eso habría dicho él, no hay duda.

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En respuesta a mi anuncio, una mañana apareció en el umbral de mi oficina (era verano y la puerta estaba abierta) un joven impasible. ¡Todavía recuerdo aquella figura pálidamente pulcra, patéticamente respetable, irremediablemente desamparada! Era Bartleby.

Tras una breve charla acerca de sus habilidades, lo contraté, satisfecho de incorporar a mi equipo a un hombre tan singularmente pacífico que, a buen seguro, pensé, iba a ejercer una influencia beneficiosa en el temperamento voluble de Dindon y el espíritu ardiente de Nippers. Tales eran los motes que mis otros dos escribientes se habían puesto mutuamente, y que supuestamente los definirían tanto a ellos como a su carácter.

Dindon era un inglés menudo y barrigón que, por la mañana, era el más considerado, campechano y respetuoso de los hombres, pero que pasada la hora del almuerzo hacía manchurrones, destrozaba sus plumas y traspapelaba los documentos con una inconveniencia muy triste de observar en un hombre que tenía más o menos mi misma edad, es decir, que rondaba los sesenta.

Nippers era un joven que debía de andar por los veinticinco, probablemente un poco más, pero en quien la naturaleza había hecho las veces de viticultora, tocándolo desde que nació con un temperamento tan profundamente irritable y como alcohólico que toda libación resultaba inútil. Afortunadamente para mí, su nerviosismo irascible y su intolerancia socarrona se manifestaban principalmente por la mañana. De modo que nunca tuve que soportar al mismo tiempo las excentricidades de mis dos empleados.

Ginger Nut, el tercero, era un chaval de unos doce años cuya función consistía esencialmente en proveer a Dindon y Nippers de pasteles y manzanas.

En cuanto a mí, soy uno de esos hombres de ley sin ambiciones, que nunca interpelan a un jurado ni suscitan en modo alguno los aplausos del público, pero que, en Wall Street, en la serenidad tranquila de un cómodo retiro, se afana cómodamente entre los bonos, las hipotecas y los títulos de propiedad de los ricos.

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Por la forma en que describe su oficio, el narrador de Melville, efímero «consejero del Tribunal de la Cancillería» según él mismo confiesa, para nosotros sería más bien un notario. Así que monté Bartleby, el escribiente en forma de monólogo, me adjudiqué el papel de ese notario, y, solo en escena, lo interpreté unas cien veces. Dos versiones sucesivas: una primera con director de escena, música, decorado y desplazamientos, y luego la mía, sin director, ni música, ni decorado; una silla, una papelera volcada y algunas hojas arrugadas esparcidas por el escenario.

Lo que aquí reproduzco es mi versión. He descartado numerosos pasajes (el espectáculo no duraba más que una hora y cuarto), lo cual supone una amputación importante del texto, que no puede sino invitar a leer el relato en su versión íntegra.

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Olvidé decir que mi despacho estaba dividido en dos compartimentos por una puerta de doble hoja de cristal esmerilado: uno de ellos lo ocupaban mis escribientes, y el otro yo mismo. Resolví asignarle a Bartleby un rincón cerca de la puerta, pero en mi lado, para poder llamar fácilmente a ese hombre tranquilo en caso de que surgiera alguna menudencia que mandarle hacer. Puse pues su escritorio en esa parte de la estancia, contra una ventana que, debido a una edificación reciente, ya no ofrecía vista alguna aunque sí daba un poco de luz. Con el fin de que el arreglo resultara aún más satisfactorio, coloqué un gran biombo verde que protegería a Bartleby de mi mirada, al tiempo que lo dejaba al alcance de mi voz. Así, de algún modo, estaríamos unidos, pero al mismo tiempo, con una cierta privacidad.

Al principio, Bartleby sacó adelante una extraordinaria cantidad de escrituras. Como si llevara mucho tiempo hambriento de copiar y se atiborrara con mis documentos. No se detenía en digerirlos, sino que seguía día y noche y línea a línea, copiando tanto a la luz del sol como a la de las velas. Si hubiera sido alegremente industrioso, semejante aplicación me habría encantado. Pero escribía siempre en silencio, mortecinamente, de forma maquinal.

Huelga decir que una parte indispensable del trabajo del escribiente consiste en comprobar, palabra por palabra, la exactitud de su copia. Cuando en un bufete hay dos o más escribientes, s

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