Crímenes sorprendentes en el Vaticano

Ricardo Canaletti

Fragmento

Nomen feminæ
(CDXV)
El nombre de la mujer
(415)

Sola sobrevive, inmutable, eterna; / la muerte tal vez disperse los universos temblorosos, / pero la Belleza resplandece, y en ella todo renace, / ¡y los mundos todavía giran bajo sus blancos pies!

CHARLES LECONTE DE LISLE publicó dos versiones de

un poema titulado Hypatie, una en 1847 y otra en 1874

Pars prima
Primera parte

—¡No puedo…! ¡Confieso que te amo! —los discípulos miraron a su compañero, un muchacho rubicundo, entre sonrientes y nerviosos. Nadie se había atrevido a hablarle jamás de esa manera a Hipatia. ¿Cómo lo tomaría la maestra de filosofía, como un halago o como una ofensa? Lo tomó con filosofía.

Hipatia se acercó al muchacho y comenzó a recitar a Plotino: “Cuando un hombre ve la belleza en los cuerpos no debe correr tras ellos; debemos saber que son imágenes, huellas, sombras, y apresurarnos en busca de aquello que representan”. Sin dejar de mirarlo, se acuclilló a su frente. Buscó entre los pliegues de su quitón y hasta dejó ver parte de uno de sus muslos. Nadie entendía por qué recitaba a Plotino en esas circunstancias, es decir, acuclillada frente a un alumno que le había declarado su amor. Ella permanecía impávida mientras continuaba con la cita del gran filósofo, con los ojos puestos en los del muchacho. “Porque si un hombre corre hacia la imagen y quiere capturarla como si fuera la realidad, entonces se apega a los cuerpos hermosos y no quiere separarse de ellos, se hunde en las más oscuras profundidades donde el intelecto no se deleita, y permanece ciego en el Hades, conviviendo con sombras tanto allí como aquí”. Al terminar ya había corrido su subligaculum, un taparrabos básico que cubría los genitales.

—¿Entendés ahora? —Entonces levantó su mano derecha y le mostró “la materialidad del cuerpo femenino”, un paño con sangre menstrual—. Esto es lo que amás en realidad, jovencito, y no la belleza por sí misma. Si esto es lo que buscás, aquí no tenés nada que hacer. Andá a encontrar a una de las felatrices (prostitutas especializadas en sexo oral). No hace falta que te diga que las reconocerás por sus bocas pintadas de intenso rojo, o esperá un año que lleguen las lupercales, si antes los cristianos no se encargaron de eliminarlas. —Hipatia se dio media vuelta y salió por un momento del peristylum. El muchacho, más colorado que de costumbre, se sentó y colocó su cabeza entre las rodillas flexionadas mientras los murmullos subían de volumen cada vez más. Nadie se acercó a decirle nada. Hipatia volvió ya sin el paño ensangrentado y se dirigió otra vez al jovencito.

—Tu voluntad está conmocionada y todos entendemos —comenzó con voz tranquila, como una consejera—. Cualquiera puede verse sugestionado por este mundo engañoso —él no la miraba —, pero esta experiencia radical que tuviste tal vez te aparte con repugnancia del mundo de los objetos y te provoque esa transformación espiritual que enseñaba nuestro divino Platón. No te dejes engañar. Mirá hacia adentro, no hacia fuera, y lo que vas a obtener es la virtud del dominio de vos mismo, la sofrosyne; y empezá a comportarte de acuerdo con sus preceptos. Ahora sigamos.

Hipatia acostumbraba disertar con tranquila certidumbre frente a un auditorio cautivado, esta vez de una decena de alumnos veinteañeros que ocupaban casi todo el atrium corinthium, una arquitectura inspirada en los griegos con más columnas y luz que los atrios que caracterizaban a las casas romanas. La de Hipatia, la maestra de filosofía, era mejor, una villa grecorromana con algún giro egipcio, es decir, una mezcla de estilos y edificaciones de piedra, argamasa y adobe (utilizado en las construcciones destinadas a la servidumbre o a los colonos), de paredes decoradas con exquisitos mosaicos pintados con escenas de la vida cotidiana, de colores fuertes y trazos admirables. La villa tenía, además, una gran construcción separada de las otras, iluminada con pequeñas ventanas, con una bodega y recipientes de cerámica. Era un lugar que rompía del todo con la armonía helénica. Estaba destinado a comedor y de vez en cuando al ocio y a la adivinación. Esta estancia sí era típicamente egipcia, aunque le faltaran dibujos en las paredes porque a Hipatia no le gustaban los dioses con cabeza de animal. Solo podía haber una ciudad, magníficamente irrepetible, donde se cruzaran las culturas griega, romana y egipcia. La casa de Hipatia estaba emplazada sobre ciento treinta metros cuadrados cubiertos, más grande que las casas populares e incluso lujosas de Egipto, pero menos que las residencias faraónicas. Una villa singular en la ciudad de Alejandría, que desde su frente y en línea recta daba directo al puerto y al mar Mediterráneo, y desde sus espaldas, hacia el sudeste, a un canal que derivaba en el Nilo. Mantenía los jardines con árboles, rodeados por un muro, fuentes, graneros, un corral y talleres para las necesidades de la casa. La cómoda villa se hallaba en el barrio Bruchium, entre el más popular de Racotis al oeste y el barrio de los judíos al este.

Hipatia vivía con su padre, Teón o Theón, un reconocido matemático y astrónomo estudioso de Euclides (el padre de la geometría, que dio clases en la propia Alejandría). Teón también se inclinaba al análisis de la literatura religiosa pagana y a los ejercicios griegos de adivinación, ya sea por medio de la nigromancia o por el uso del fuego o del agua. Padre e hija habían nacido en Alejandría pero cultivaban con fervor la cultura griega. Nada se sabe de la madre de Hipatia, y es una incógnita su propia fecha de su nacimiento. Ella recordaba, siendo apenas una nena, tal vez de diez años, correr de la mano de su papá ese 21 de julio de 365, cuando un terremoto mató a miles de alejandrinos. Fue educada por Teón en matemática y filosofía, y se inclinó por las ideas de los pensadores griegos, especialmente Platón y Plotino, cuyas enseñanzas siguió incondicionalmente. Cuando era una mujer joven, la describían atractiva sin ningún tipo de afeites (todo lo contrario a lo que acostumbraban hacer hasta el ridículo las mujeres romanas), de amable seriedad y abrumadora modestia, con conocimientos asombrosos sobre cualquier asunto. No le gustaba polemizar ni levantar la voz, y así, a media voz, rechazó a decenas de pretendientes. Decidió que su vida estaría ocupada por la enseñanza y dio clases tanto en Atenas como en Alejandría. No le importó nunca el sexo. Ignoraba las comunes venturas de la gente. Pensaba, Hipatia, que su función en este mundo era irreconciliable con procrear o tener placer físico más allá de lo indispensable para subsistir, como alimentarse o darse un baño, caminar y sentir el viento en su túnica, en su rostro, mirar el mar, admirar el faro o el templo. Su control era tal que apagó ese deseo a favor del de enseñar. Era una actitud extraordinaria para cualquier época.

Hipatia cuidaba con dedicación de su villa. Los días

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