Cuadernos

Andrés di Tella

Fragmento

Belgrano R / Jorge Luis Borges / Norah Lange

Dibujo un mapita para James Benning y escribo estos apuntes en mi cuaderno, desde la mesa de un café en la esquina de La Pampa y Heredia, en el límite técnico entre Belgrano R y Villa Ortúzar. El sol se filtra por las hojas de los árboles y dibuja sombras que vibran sobre la mesa de mármol. A una cuadra y media de acá, sobre la calle Sucre entre Estomba y Naón, quedaba la casa de mi infancia, que tiraron abajo hace unos años. Sucre 3829, la dirección exacta. Uno de los números de mi vida que siempre recordaré. Ahí murió mamá, a los sesenta y cuatro años. Un infarto mientras se duchaba, después de un partido de tenis en el Club Belgrano. Yo estaba fuera del país en ese momento, pero si cierro los ojos puedo visualizar perfectamente ese baño de azulejos amarillos e imaginar a mamá desplomada en la bañera, detrás de la cortina. Una escena que no vi pero que me acompaña hace años como si fuera un recuerdo, con la fuerza de un recuerdo que no quiero recordar. A dos cuadras de casa (que es también a dos cuadras de donde estoy escribiendo), vivían Mike Sweet y Mariana Biro, amigos de mis padres y fundadores de la Escuela del Sol. La Escuela del Sol era una escuela de vanguardia en los años setenta: los chicos íbamos sin uniforme ni guardapolvos, les hablábamos a los profesores de igual a igual, en un tiempo en que en otros colegios de la Argentina se los trataba respetuosamente de «usted» y hasta los alumnos se llamaban entre sí sólo por el apellido. Llorar en clase por no haber estudiado la lección era considerado un aprendizaje valioso y, si querías, podías retirarte del aula e ir a conversar una hora entera con Mike, el director, un norteamericano utopista en el molde (roto) de Thoreau, pienso ahora. De hecho, reconozco en palabras de Thoreau lo que se sentía al conversar con él: «El mayor elogio que puedo recibir es cuando alguien me pregunta lo que pienso y escucha atento mi respuesta. Me sorprendo y emociono en igual medida cuando esto ocurre. Es un uso tan raro que el otro hace de mí, como si me reconociera como herramienta». Mariana, por su parte, también era una presencia importante en la escuela, tratando de poner un poco de orden en el caos, con una sonrisa resignada. Ella tenía —tiene, porque vive aún— su propio linaje: era la hija de Ladislao Biro, el inmigrante húngaro que inventó la birome, que también vivía a pocas cuadras, en Conde y Avenida de los Incas.

Hace poco, en un viaje a Oxford, conocí a Edwin Williams, biógrafo de Jorge Luis Borges, que me descubrió, casi sin querer, otra historia del barrio, que tuvo lugar justo en la esquina de enfrente del depto de Mike y Mariana, en La Pampa y Tronador. Ahí mismo quedaba la casa de Norah Lange: Borges solía arrimarse hasta allí a fines de los años veinte para cortejar a su amada imposible, presunto modelo de la Beatriz Viterbo de «El Aleph». Esta mañana fui a sacarle una foto con el celular: es una casona de estilo mock Tudor (¿será?), con techo a dos aguas de tejas rojas y ventanitas como de castillo. Debe ser una de las casas más viejas todavía en pie de un barrio que en aquellos tiempos habrá sido un arrabal lejano, lindante con el campo; y la casa con jardín habrá sido una quinta, que abarcaba toda la manzana. Borges hacía largas caminatas por la ciudad y le gustaba descubrir barrios remotos. No era nada raro en él venir caminando desde el centro hasta Belgrano, un trayecto de casi dos horas a pie. En un poema de esos años, «Último sol de Villa Ortúzar», Borges describe la impresión de llegar hasta el límite de la ciudad: «Cuántos países a la vez: el campo, el cielo, las afueras».

La casa, aunque grande, tuvo que ser hipotecada después de la muerte del padre de Norah, cuando la familia pasaba estrecheces. Así y todo, las hermanas Lange empezaron a recibir todos los sábados, en la casa de La Pampa y Tronador, a los amigos poetas y pintores, como Borges, Paco Luis Bernárdez y Xul Solar, en un ritual que incluía lecturas, tangos al piano y conversaciones hasta altas horas. Norah Lange también escribía muy bien, desde muy joven, y Borges le prologó su primer poemario, a los veinte años. «Mi vida es la espera dichosa del libro que saldrá y otra más: la de vivir toda la semana la lenta pregustación del sábado, cuya tarde se ilumina con las presencias de Georgie, Paco y Xul», escribe Norah en Exposición de la actual poesía argentina, una antología de 1927. «Me gustaba su compañía», recordó muchos años después. «Me gustaba tanto que aceptaba el sacrificio de largas caminatas (con lo poco que me gusta caminar) con tal de poder conversar con él.» Borges y Norah llegaron a estar muy cerca: Borges la arrastraba a pegar afiches con poesía de vanguardia por las paredes de la ciudad; Norah, por su parte, se subía al techo de la casa para recitar a los gritos, ante el desconcierto de los vecinos. Borges era su «único maestro». Y, para él, Norah era su musa o «ángel», que le inspiraba una lírica rapsódica, inédita. Ella también le dedicó unos versos, medio eróticos: «Con el corazón presintiendo / una fiesta en tus labios / voy a ti, sufrida de dicha. / Hoy estás tú en mí/ sencillo / como está la luna en la noche callada».

Todo cambió el sábado que Oliverio Girondo llegó a la reunión de la casona de Villa Ortúzar. El mismo Borges se lo había presentado a Norah, ingenuamente, y ella se enamoró al instante del autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Girondo no era menos feo que Borges, pero Borges era muy tímido y Girondo parece que muy carismático. A Borges le llevó años recuperarse de ese revés amoroso, para colmo frente a un poeta al que en el fondo despreciaba. La señal más contundente del efecto que tuvo el rechazo de Norah fue que, desde ese día y durante catorce años, Borges no escribió un solo poema. Es posible que el nacimiento del Borges prosista, el de los ensayos y relatos magistrales, se lo debamos en parte al desencanto que sufrió a manos de Norah. Colmo de los colmos, Norah escribió poco después una reseña del último libro de Borges (tal vez influida por Girondo) con el cruel título de: «Jorge Luis Borges pensando en algo que no alcanza a ser poema». «El Aleph», su famoso relato escrito catorce años después, es una suerte de venganza, donde Borges se burla de Girondo en la figura del ridículo poeta Carlos Argentino Daneri, y donde su amada Beatriz Viterbo ha muerto en «la candente mañana de febrero de 1929», que fue exactamente cuando Norah cortó definitivamente con Borges y eligió a Girondo.

Me gusta pensar que esa escena fundacional tuvo lugar en mi barrio, en una casa que aún existe, a pocas cuadras de donde yo pasé mi infancia y del café donde estoy dibujando ahora este mapita. En su famosa «Fundación mítica de Buenos Aires», Borges alega que la fundación de la ciudad no ocurrió, como dicen los libros de historia, en la ribera del Río de la Plata sino en su barrio, Palermo, y con mayor precisión, en la manzana donde él mismo se crio: la de Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga (el gobierno municipal se encargó de arruinarle el poema al rebautiz

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