Las damas de Oriente

Cristina Morató

Fragmento

El viaje a Oriente

[...] ¿no es encantadoramente igual que en Las mil y una noches? A veces cuando abro un tarro nuevo de agua de rosas me da la impresión que en vez de un olor perfumado saldrá el humo de uno de los geniecillos de Suleiman.

GERTRUDE BELL, 1915

El palacio de Topkapi Sarayi, rodeado de jardines y pabellones, se levanta sobre una colina desde donde se divisa una extraordinaria panorámica del Bósforo, el Cuerno de Oro y el mar de Mármara. En 1453 el sultán Mehmet II el Conquistador tomó Constantinopla y la convirtió, tras cambiar su nombre por Estambul, en la capital del Imperio Otomano. No pudo encontrar un emplazamiento más hermoso y privilegiado para construir su residencia imperial sobre las ruinas de la acrópolis de la antigua Bizancio. Durante los cuatro primeros siglos de dominio otomano, este gran palacio rodeado de murallas fue el centro de poder de los sultanes, el lugar donde vivían alejados del mundo exterior y entregados a sus placeres cuando no se encontraban de campaña. Ningún europeo, salvo los embajadores acreditados ante la Sublime Puerta —como era conocido el gobierno otomano— que eran recibidos en audiencia por el sultán, podía acceder más allá de la Puerta de la Felicidad, contigua al Salón del Trono. En aquel laberinto de patios, quioscos, salones ricamente decorados, corredores y pasillos había un lugar que hacía volar la imaginación de los viajeros: el harén. Tras sus inaccesibles puertas, se encontraban las estancias donde vivían la sultana valide —la madre del sultán— que gobernaba el harén, las esposas y las concubinas, atendidas por una corte de esclavas y eunucos negros. En el siglo XVIII el harén imperial llegó a albergar hasta ochocientas mujeres distribuidas en sus trescientas habitaciones.

Lady Mary Wortley Montagu, esposa del embajador inglés ante el Imperio Otomano en 1717, fue la primera persona europea que accedió a las habitaciones secretas de los harenes del sultán otomano. La dama visitó durante su estancia en Estambul los interiores de cuatro harenes de importantes damas turcas, entre ellos el de la sultana Hafise, viuda de Mustafá II. En las cartas que la embajadora envió a sus amigos de Inglaterra describía con detalle estos espacios prohibidos a los hombres —salvo al esposo, los bufones y los eunucos negros—, donde era recibida por mujeres ricamente ataviadas en habitaciones de techos dorados y paredes revestidas de nácar y marfil, e invitada a comer con cuchillos de oro y mango de diamantes en manteles de seda. Las cartas de lady Montagu recordaban los relatos de Las mil y una noches, obra traducida al francés por Jean Antoine Galland entre 1704 y 1717, que causó un gran impacto en Europa a pesar de que su autor eliminó las descripciones más eróticas para no escandalizar a las damas de Versalles. A partir de la lectura de las Mille et une nuits de Galland todo en Oriente tenía que ser tan exótico y sensual como en los relatos que inventó la princesa Sherezade para entretener a su señor, el rey Sahriyar de Bagdad, a fin de que no la hiciera matar.

El harén imperial otomano despertó la fascinación de los viajeros europeos e inspiró los cuadros orientalistas. Pintores como Ingres, Delacroix o Matisse llenaron sus harenes de bellas odaliscas cautivas, en su mayoría desnudas, fumando en narguile, tocando el laúd y esperando la visita del sultán. Poco tenía que ver este harén imaginario con la realidad, como pudieron comprobar las viajeras europeas que a principios del XIX recorrieron los países árabes. Hacia 1840 la visita a un harén formaba parte del itinerario turístico por Oriente. La inglesa Margaret Fountaine, en su viaje a Estambul, descubrió algo decepcionada que el harén no era más que el espacio de la casa donde vivían las esposas y donde casi nunca pasaba nada interesante. Esta excéntrica victoriana lo describía como un lugar aburrido y terrible: «Estas mujeres no salen de los estrechos confines del hogar de su esposo, nunca ven las montañas y los árboles, pues los muros exteriores no tienen ventanas, y nunca ven la divina luz del sol, salvo la que se filtra en el patio cuadrado de su prisión».

En el siglo XIX un buen número de aristócratas británicas, cultas y aventureras abandonaron el confort de sus mansiones inglesas atraídas por las lecturas prohibidas de Las mil y una noches. En una Inglaterra victoriana marcada por una rígida moralidad, el Oriente de los harenes, los coloristas bazares, los mercados de esclavos, las caravanas de camellos y los beduinos del desierto les cautivó poderosamente. Hacia 1850 Egipto se convirtió en un destino de moda y para muchas de ellas Alejandría y El Cairo fue su primer contacto con Oriente. Medio siglo después de que Napoleón invadiera Egipto en 1798 y desvelara al mundo sus fascinantes misterios, la agencia Thomas Cook inició los viajes turísticos por el país de los faraones. El Cairo atraía a los británicos no sólo por sus monumentales pirámides sino por su clima cálido y saludable, a donde se acudía a curar las enfermedades lejos de la fría y brumosa Inglaterra. Las guías turísticas advertían a las damas protegerse del sol con sombrillas y cascos coloniales cubiertos por un largo velo, evitar las excursiones temerarias a lo alto de las pirámides y no intimar demasiado con los dragomanes o guías locales. Lady Jane Digby no hizo mucho caso a estos consejos y en Siria vivió un apasionado romance con un jefe beduino. En un tiempo en que los árabes eran considerados, sin distinción, «unos salvajes», el matrimonio de esta aristócrata con Abdul Medjuel provocó un tremendo escándalo. En comparación con sus flemáticos y estirados acompañantes británicos, la romántica visión de un beduino vestido como un príncipe del desierto con su blanca túnica y un pañuelo alrededor de su cabeza, a caballo de un magnífico pura sangre, desataba entre las damas ardientes sentimientos.

Más allá del «todo incluido» que ofrecía la agencia Cook con estancias en espléndidos hoteles, bailes hasta el amanecer y la navegación por el Nilo en confortables barcos de vapor, algunas viajeras se aventuraron por los áridos desiertos, atraídas por la vida de las tribus nómadas. En aquel tiempo muy pocos europeos conocían las ruinas de Palmira en Siria o Petra en Jordania, tampoco el interior de la península Arábiga y sus ciudades santas, La Meca y Medina. Era una tierra inexplorada donde era posible la aventura más romántica para unas mujeres ansiosas por recorrer regiones inhóspitas, conocer a fondo la cultura árabe, explorar las ruinas de sus míticas ciudades enterradas en la arena o simplemente vivir sin ningún tipo de ataduras.

A comienzos del siglo XIX viajar por Oriente Próximo más allá de El Cairo o Estambul era una aventura muy temeraria de la que no era fácil salir con vida. El que quisiera recorrer las tierras de Siria, Mesopotamia o los escenarios bíblicos de Tierra Santa necesitaba un permiso de las autoridades otomanas y pagar a las tribus beduinas un «peaje» por atravesar el desierto y contar con su

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