Un bosque flotante

Jorge F. Hernández

Fragmento

Un bosque flotante

Conozco el bosque de memoria. En inglés, diría que me lo sé de corazón. Las dos formas ayudan a decir lo que intento escribir en estas líneas: juntar palabras que incluso en otro idioma recuerden lo que recuerdo y recorran lo que veo si cierro los ojos. Como sueño, me sé de memoria el bosque de mi infancia. La geografía de otro idioma. Un lugar que se ubica perfectamente en los mapas. El lente sale del satélite y baja según el vértigo que le quiera imprimir con las yemas de los dedos hasta el punto exacto donde permanecen intactos los recuerdos de una vida.

La mancha se llama Mantua, condado de Fairfax, en el norte del estado de Virginia, cerca del límite con Maryland, a pocas millas de Washington, D. C. Vuelvo en sueños y despierto con los ojos cerrados; si volviera hoy mismo hay maneras de confirmar que el bosque que llevo en el recuerdo es el mismo que ha cambiado al paso de medio siglo. Se ha reducido el manto verde de todos los tonos que se observaban desde el cielo, han construido una línea del metro de D. C. que llega a las inmediaciones, ya no hay tantos arroyos ni riachuelos que lo crucen como líneas de la palma de mi mano, quedarán algunas ardillas y mapaches, volarán siempre por allí los pájaros azules y cardenales rojos, las aves amarillas y unas mariposas como pétalos, todas las flores sueltas, los prados amplios, aunque quizá ya no haya venados, ni colonias enteras de liebres y conejos y quizá han cerrado la granja de caballos.

Cierro los ojos. Mantua es memoria. El bosque que me sé de corazón. Los pronombres de los árboles. Las manchas de bosque que se abrían en claros, los senderos asfaltados que no deberían llamarse calles porque no era ciudad, sino precisamente bosque con casas aisladas, quizá ahora más cercanas unas de otras con el paso del tiempo. Me sé la sinfonía de miles de hojas aplaudiendo con el viento, las ramas desnudas en cuanto llegaba la primera helada; los ocres, amarillos y naranjas de las hojas anchas que en otoño parecían desencuadernarse como libros al suelo; la húmeda pereza del verano, los caminos secretos que se llenaban de insectos, los puentes que quién sabe quién colocó en estrechos pasadizos de hierba para sortear arroyos y riachuelos sin nombre, el montón de piedras donde siguen guardados en cajas de hojalata los recados para un futuro que parece que no quería alcanzarnos.

Me sé de memoria los atajos que nada tienen que ver con el mapa que repartían en la escuela, la primaria construida justo en el corazón de Mantua como ombligo de toda la comunidad, las iglesias de diferentes credos en los límites del bosque donde las carreteras que iban y venían del mundo demarcaban otra civilización. Círculos concéntricos, comercios a las afueras, gasolineras de carretera, la pista de hielo y la cancha de beisbol; millas en bicicleta para llegar al primer mall de lo moderno y de vuelta al bosque sin semáforos, regaderas de primavera sobre el césped, patinetas de verano, trineos de invierno, papalotes que un mismo idioma llama también cometas en marzo, las flores de mayo, los corazones de febrero; cinturones de naranja fosforescente para las señoras que ayudaban a cruzar los pasos a la escuela, amarillos camiones escolares, el camioncito blanco del Good Humor Man, el arcángel que hacía sonar las campanillas que anunciaban la llegada de helados, paletas y golosinas de todos los sabores en los meses que no fueran resbalosos de hielo y nieve.

Me acuerdo de las hectáreas tupidas de altísimos árboles sin nombre, pedazos del mundo que llaman woods y no forest, maderos que no bosque. Parecía hundirse la geografía y cruzaba ese manto anónimo un camino que llevaba a la alberca de Mantua, la piscina de la comunidad del bosque donde ahora se hablan todos los idiomas mientras cierro los ojos y recorro una época donde casi nadie hablaba español. Hoy la escuela tiene letreros bilingües en los baños para niños, a la entrada de la biblioteca y en el gimnasio que parece que han modernizado, pero el bosque de mi infancia era también espejismo del tiempo, de muchos tiempos que se confundían como psicodelia con luz morada, camisetas que se teñían con ligas para que parecieran diseños de hippies al tiempo que los libros de la escuela seguían enseñándonos ilustraciones de la posguerra. Juntos al mismo tiempo Bill Haley y Jimi Hendrix, calcetas al tobillo con faldita de french poodles y gafitas azuladas con la greña de John Lennon a solas en New York; el corte a rape de niños soldaditos y las barbas de oso con sombrero de vaquero de un loco que andaba perdido en una moto de manubrio elevadísimo con la llanta delantera a dos metros del asiento y el tanque de gasolina pintado con la bandera de la Confederación del Sur.

Cada casa tenía su olor y el color correspondiente a un apellido, cada cabaña una historia que se reinventaba en Halloween, cada mascota un linaje tradicional de razas y nombres de perro que se heredaban con números romanos en las familias que los añoran hasta la fecha. Había una mayoría ocasional de banderas ondeando según el decurso de la guerra de Vietnam, las estrellas en las ventanas de los padres que esperaban que sus hijos volvieran del combate cuando apenas empezaba la moda de los moños amarillos. Los reclutas rasurados, con bolsas verdes al hombro que volvían de Da Nang envueltos en bolsas negras de plástico y acomodados en ataúdes de pino rasurado que alineaban en la pista al pie de los inmensos aviones grises.

Las sirenas del tornado, el silencio de las tardes, la música de mil grillos, las noches de luciérnagas, los inmensos postes de madera con las líneas colgantes de todos los teléfonos, la única antena de un radioaficionado que todos los niños sabíamos que era un espía soviético. Los refugios antinucleares de los vecinos que llegaron al bosque en plena Guerra Fría, los mismos búnkeres convertidos en cavas, bodegas y salas de juego en las casas donde ya se había descongelado el peligro ruso. Los carteros de pantalón corto y casco de explorador de pirámides egipcias al volante de pequeños jeeps, los coches nuevos que estrenaba alguna familia y convocaban una caravana de bicicletas para seguirlos hasta la salida del bosque. El mundo de afuera y el bosque que se aprendía de memoria todos los días de ida y vuelta del colegio…

Vietnam…

soñando precisamente entre senderos de helechos y ramas bajas que nadie jamás había despejado para allanar un camino a quién sabe dónde. Llegar a un prado más largo que una cancha profesional de cualquier deporte y seguir hasta otra cortina de verdes, otro telón de árboles alineados como persianas. Entrábamos a Sherwood y todos éramos Robin Hood, salíamos al campo de Gettysburg todos de gris o azul cantando “Dixie” y recitando el discurso de Abraham Lincoln memorizado en blanco en el Partenón de la ciudad blanca que visitábamos de excursión. A floating forest, un bosque flotante que oscilaba siempre por encima del tiempo. El bosque encantado de Hansel y Gretel donde ninguno de los niños teníamos que ir dejando migajas para volver a casa, porque lo sabíamos leer de memoria, lo llevamos grabado en los párpados. Lo intento escribir en dos idiomas, lo pienso porque lo recuerdo, porque no

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