Diez años de destierro (Los mejores clásicos)

Madame de Staël

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

LA ESCENA DEL DESTIERRO

… la patria nos brinda mil placeres habituales que nosotros mismos desconocemos antes de haberlos perdido.

Corina o Italia

Las memorias de madame de Staël comienzan con un designio y una advertencia: «Me propongo narrar lo que he vivido durante diez años de destierro. No lo hago para que se hable de mí»; y se podría decir que las páginas que siguen se encargan, afortunadamente, de cumplir y de infringir esta regla. Pues si, por un lado, la escritora procura dar cuenta a través de sus recuerdos de los vaivenes sociales, políticos y militares de Francia y de gran parte de Europa durante el ascenso y reinado de Napoleón, no deja, por otro, de ceder a la confesión íntima ni a su inconfundible percepción de esos personajes y acontecimientos cuyo nombre pertenece al territorio de la Historia con mayúsculas. Esa tensión entre la Historia y su historia personal, cuya inevitable y compleja vinculación madame de Staël deja entrever desde sus primeras palabras, es esencial en este libro, que es, al mismo tiempo, una autobiografía, un documento histórico y un panfleto político, que puede ser leído como una novela, como un ensayo cultural o como un relato de viajes.

Pero hay más. A esta riqueza de discursos y perspectivas se suma un elemento que, de modo soterrado, gravita notablemente sobre su composición: la impronta del género teatral. En su meticuloso retrato de madame de Staël, Sainte-Beuve[1] cuenta que la pequeña Anne-Louise pasaba horas recortando en papel figuras de reyes y reinas a los que luego hacía representar tragedias. Un poco mayor, se aficionó a la lectura y la composición de dramas y comedias que, según relata su prima y biógrafa madame Necker de Saussure,[2] ella misma protagonizaba, y con apenas doce años compuso la comedia Les Inconvénients de la vie de Paris, a la que siguieron varias tragedias de tema histórico, como Jane Grey, Rosemonde, Montmorency o Thamar. Pero su pasión por la escena no se limitó al juego y a la lectura y escritura de textos dramáticos. Si se observan detenidamente, gran parte de sus escritos registra la presencia de una percepción teatral de los acontecimientos en la cual la conversación constituye el verdadero centro de la acción, ya se trate de una obra de ficción, de un ensayo político o de una carta. En Diez años de destierro esto es muy ostensible: a lo largo de la narración los decorados cambian vertiginosamente —París y sus alrededores, Coppet, Viena, Moscú, San Petersburgo—, también el vestuario y los rostros de la gente, la música de los idiomas, los sabores de los vinos y las comidas; los personajes secundarios entran y salen continuamente de escena —sus hijos, Benjamin Constant, monsieur Necker, madame Récamier, Lucien Bonaparte, John Rocca, funcionarios de toda Europa, campesinas, milicias anónimas—; todo se transforma. Sin embargo, el núcleo de la acción, su verdadera motivación, está enraizada en los diálogos —incluidos directa o indirectamente en el relato—, en los secretos, los chismes, las cartas, las órdenes oficiales, en fin, en todo lo que los personajes se dicen o dicen de otros y que madame de Staël administra magistralmente para dosificar mejor la intriga. Porque estas memorias contienen también una novela de espionaje en la que el relato de la persecución de su narradora es enlazado magistralmente con la narración de la conquista bonapartista. Y hacia el final del libro es posible comprobar que en la salvación de su protagonista está cifrada la salvación de Europa.

Esta deslumbrante capacidad de dejar leer en el trazado de la propia experiencia el complejo entramado de la vida social de su tiempo es, por supuesto, producto de una sensibilidad excepcional, pero también, indudablemente, de las singulares condiciones de su formación. Nacida en París en 1766, hija del matrimonio formado por Suzanne Curchod, proveniente de una humilde familia suiza protestante, y Jacques Necker, banquero ginebrino y ministro de Finanzas de Luis XVI en los albores de la revolución, Anne-Louise-Germaine Necker recibió desde pequeña una educación en lenguas, ciencias y literatura que sobrepasaba con mucho la que se daba a las niñas de su entorno y que, tutelada por su madre con un rigor casi militar, la convirtió rápidamente en una niña brillante y extrovertida. Sentada en un taburete del salón de madame Necker, oía discutir a hombres de la talla de Diderot, D’Alembert, Helvétius, Jefferson o Buffon, y percibía que ellos eran, pese a las distancias, sus iguales. En efecto, tiempo después, su propio salón de la rue du Bac se convirtió en el punto de encuentro de los políticos e intelectuales más importantes de la época; allí se reunían los reformadores, los constitucionales, los liberales, todos los propugnadores de un gobierno parlamentario moderado. Pero los acontecimientos de la Revolución francesa rebasaron los propósitos del círculo de la rue du Bac y algunos de sus integrantes optaron por cambiar de posición; otros se vieron obligados a partir al exilio. El discurso dado por Benjamin Constant —su amigo y amante durante décadas— ante el Tribunado marca un importante punto de inflexión, pues determinó el inicio del destierro de ambos. El suceso es referido por madame de Staël con sutil ironía: «Fouché, ministro de Policía, me llamó para decirme que el primer cónsul sospechaba que yo había animado a uno de mis amigos para que hablara en el Tribunado. Respondí que, ciertamente, este amigo era un hombre de un entendimiento muy elevado para atribuir sus opiniones a una mujer». Lejos de infravalorar sus opiniones, madame de Staël tenía clara conciencia del lugar que, por su brillantez y posición social, ocupaba en Francia; pero también sabía que había un territorio político que en la práctica le estaba vedado. Esa posición ambivalente se manifiesta en estas memorias como un doble juego que consiste en esgrimir como defensa, según las circunstancias, su importante estatus social o su situación de mujer desamparada; y que va acompañado de las pertinentes modulaciones en el tono, algunas veces trágico, otras solemne, melodramático, frívolo o sarcástico. Un verdadero despliegue de recursos escénicos.

En esos años posrevolucionarios se inicia el relato de Diez años de destierro, pero madame de Staël apenas se refiere al período; promete hacerlo en otro libro que, ciertamente, escribió en sus últimos años de vida: las Considérations sur les principaux événements de la Révolution française. Diez años de destierro comienza cuando el joven Napoleón entra en escena; esa irrupción, que madame de Staël reconoce que la fascinó en un primer momento, devino primero desconcierto ante la fría indiferencia del general, luego desconfianza, para acabar en un profundo desprecio que, por lo demás, era correspondido. Napoleón no estaba dispuesto a discutir sus planes en la rue du Bac ni a preocuparse por los intereses económicos de los Necker. Aquello que deslumbró a muchos de sus contemporáneos —pensemos si no en el primer libro de Stendhal sobre Napoleón—,[3] esa victoria del hombre de genio sobre sus condicionamientos sociales, es precisamente lo que horrorizaba a madame de Staël, quien, portavoz de los intereses de su clase, veía en el ascenso napoleónico la intromisión de lo espurio en el ámbito más «puro»: el de los valores morales de la nación. Irónicamente,

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