Queridos camaradas

Javier Reverte

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Un sábado de noviembre de 1964, estaba sentado a la caída de la tarde en el velador de un café de Madrid que ya no existe, junto a una chica que me gustaba mucho y que tenía diecinueve años, uno menos que yo. Me armé de valor y le pregunté si quería ser mi novia. Dijo que sí. Añadí que lo decía en serio y ella respondió que le sucedía lo mismo. Cuando la acompañé a su casa, acerqué con timidez mis labios a los suyos. Fue un beso leve, pero lleno de calor. Todavía puedo recuperar la sensación de esa tibieza algo húmeda que me transmitió. En los años siguientes, hemos ido a menudo y siempre juntos, más allá de los labios.

La noche del día de Navidad de 1970, el suelo del parquecillo que daba frente a la casa de mis padres, en la madrileña calle del General Perón, aparecía cubierto por una fina capa de nieve y yo paseaba con mi padre. Tan sólo diez horas antes había nacido mi primer hijo, Ismael, que ahora se movía como una rana junto a su madre, la chica del café, en la clínica en donde se produjo el parto. Yo cumplía dos años de casado y me confortaba encontrarme junto a mi padre, hablarle de mis sentimientos, intentar saber si eran los mismos que él tuvo cuando yo nací, el primero de seis hermanos. Porque yo percibía que, de pronto, estaba de verdad en la tierra, que formaba parte de una suerte de sinfonía, que era semejante a los árboles, como la nieve, como el frío, y que, antes de ese día, mi existencia había transcurrido igual que un sueño, como si cabalgara en los aires sin pisar el suelo. Creí entonces que comenzaba a pertenecer a la vida. Mi padre me dijo que él había notado, cuando vine al mundo, algo parecido, pero quizá más intenso todavía: tres años antes había regresado indemne de la segunda de las dos guerras en las que combatió y tener un hijo significaba para él apartarse de la obsesión de la muerte y creer un poco más en la existencia. Me confortó escucharle. Yo guardaba la impresión de que ese pequeño ser que acababa de nacer movía el universo entero y lo explicaba, al tiempo que me convertía en un hombre responsable de alguien. Cuando nació mi segundo hijo, Álvaro, regresó con él la misma emoción y revivió el mismo amor; pero el sentimiento ya era reconocible.

En abril de 1991, mi madre, que llevaba varios meses enferma de un cáncer incurable, gritó desde la cama de su habitación y todos sus hijos acudimos a su alrededor. Sentada en la penumbra, sabiendo que iba a morir, buscaba en el aire las manos de alguno de nosotros y balbuceaba el nombre de mi hermano José Manuel, el que me sigue en edad. Después de apretar la de él entre las suyas, se calmó, volvió a tenderse y a dormir otra vez, doblegada por la morfina. Unas pocas horas más tarde, expiraba sin haber recuperado la conciencia. Yo percibí entonces que pertenecía a la muerte, que haber vivido al margen de esa conciencia durante tantos años era algo así como abrazar el vacío. ¿Por qué pasamos parte de la existencia conscientes de que vamos a morir y, sin embargo, cabalgando sobre una absurda sensación de eternidad? Cuando mi padre falleció, cuatro años más tarde, sentí igual dolor; pero ya conocía esa pavorosa emoción.

Esos tres instantes, que me dieron la conciencia del amor, de la vida y de la muerte, han esculpido una buena parte de lo que soy. Creo que ahora sigo aquí, en cierta medida, porque hay otros que necesitan de mí: los que me aman, quiero decir. Existo porque ellos están a mi lado, de otro modo quizá me iría, pues a veces, pocas, detesto la existencia con la misma pasión con que casi siempre la venero. Y no encuentro otra razón mejor para quedarme que el cariño a los míos. Ni siquiera amo tanto la literatura, que he considerado la más hermosa de las ocupaciones desde que tengo uso de razón.

Hay, sin embargo, algo importante que agregar a lo anterior. Con nueve años de edad, en el instituto al que me enviaron mis padres a estudiar, me hice amigo de mi compañero de pupitre en los primeros días del curso. A partir de ahí, durante los recreos jugábamos juntos, peleábamos unidos contra otros chavales, queríamos siempre integrarnos en el mismo equipo de baloncesto o de fútbol e imaginábamos que corríamos grandes aventuras en selvas y mares lejanos. ¡Qué bonita palabra esa de «recreo»! Definía el espacio entre clases, por lo general de una hora de duración, en que los chicos podíamos salir al patio a correr, jugar, gritar, zurrarnos formando bandas y comernos el apetitoso pedazo de pan untado en aceite que nos habían preparado en casa. Los profesores nos controlaban poco o nada en esa hora y recuperábamos el estado de salvajismo que es la esencia natural de la infancia.

Mi amigo y yo éramos inseparables, tanto en los recreos como al salir del colegio. Creo recordar que habíamos hecho una especie de juramento de confraternidad eterna y siempre caminábamos con los hombros cogidos, bien apretados el del uno contra el del otro. Era una manera, para la chavalería, de exhibir nuestra camaradería. Pensaba entonces que Juan Antonio Madrigal Parrilla —mi amigo del Instituto Ramiro de Maeztu— y yo habríamos dado la vida el uno por el otro, unidos frente a lo adverso.

Apenas compartimos pupitre dos años. A mí me echaron del instituto, como casi siempre me sucedía fuera cual fuese el colegio al que me enviaran mis padres, y nos perdimos de vista para siempre: no sé qué habrá sido de él. Pero con Madrigal descubrí la amistad, uno de los más limpios de todos los sentimientos que podemos alimentar los humanos. Porque es gratuita, no exige obligaciones de ninguna clase, se expresa como un estado de ánimo más próximo a la alegría y excluye el aburrimiento, lo que más detesto junto con la disciplina impuesta por otros.

Un par de años después, en otro colegio, en este caso un centro de religiosos, hice amistad en parecida emoción con otro chaval de mi curso. A los pocos meses de iniciarse nuestra fraternidad, sentí que me utilizaba para sus propios fines, que se reía de mí a mis espaldas, haciendo ver que yo era como una suerte de escudero suyo, confundiendo fidelidad con vasallaje. Dejé de ser su amigo y sufrí entonces la inmensidad del dolor que produce el engaño de alguien a quien quieres. Ya hablaré de ello con más detalle.

Desde aquel día, siempre he pensado que el valor opuesto a la lealtad no es la enemistad, sino la traición. No hay mayor perfidia que la que cometes contra un camarada o él comete contra ti. Nunca he cerrado la puerta a la amistad, pero he aprendido a detectar a los impostores. Dar la lista a estas alturas me parece banal y una pérdida de tiempo y energías, porque detestar a la gente fatiga mucho. Además, estoy envejeciendo tan deprisa que se me olvida a quiénes tengo que odiar. Pero no he arrinconado el recuerdo de aquellos a los que quise, muchos de los cuales ya están muertos..., mis queridos camaradas...

Es probable que esta suerte de autobiografía se publique cuando yo ya haya dejado este mundo. Pero no he querido aprovechar la ocasión para hacer daño a quien no lo merezca sobradamente.

Y ahora empe

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