1000 años de alegrías y penas

Ai Weiwei

Fragmento

1. Noche diáfana

1

Noche diáfana

Una risa escandalosa estalla en el camino.

Una panda de borrachos sale del pueblo dormido,

Armando jaleo, hacia los campos dormidos

En esta noche, esta noche diáfana.

Versos de «Noche diáfana», escritos por

mi padre en la cárcel de Shanghái, en 1932

Nací en 1957, ocho años después de que se fundara la «Nueva China». Mi padre tenía cuarenta y siete. Durante mi niñez, mi padre casi nunca hablaba del pasado, porque todo lo envolvía la espesa niebla del discurso político dominante y cualquier indagación de los hechos podía provocar represalias demasiado terribles; no merecía la pena correr el riesgo. Cuando el pueblo chino se plegó a las exigencias del régimen lo pagó con la muerte de su espíritu y de la capacidad para contar las cosas tal como en verdad ocurrieron.

Tardé medio siglo en empezar a pensar seriamente en estas cosas. El 3 de abril de 2011, cuando estaba a punto de tomar un vuelo en el aeropuerto internacional de Pekín, un enjambre de policías de paisano se me echó encima. Pasé los siguientes ochenta y un días desaparecido en un agujero negro. Fue ahí, en mi encierro, cuando me puse a reflexionar sobre el pasado: pensaba, sobre todo, en mi padre, intentaba imaginarme cómo fue su vida entre rejas, ochenta años antes, en una prisión nacionalista.[1] Caí en la cuenta de que apenas sabía nada de aquel calvario suyo, de que nunca me había interesado de verdad por su vida. En mi niñez, el adoctrinamiento ideológico proyectaba sobre nosotros una luz tan invasiva e intensa que nuestros recuerdos se esfumaron como sombras. Los recuerdos eran un fardo del que convenía deshacerse. La gente no tardó en perder no solo la voluntad, sino también la facultad de recordar. Cuando el ayer, el mañana y el hoy se diluyen en un borrón informe, la memoria —salvo por su peligro potencial— no significa nada.

Muchos de mis recuerdos más tempranos están fracturados. El mundo para mí, de niño, era una gran pantalla dividida en dos: a un lado, los imperialistas estadounidenses pavoneándose con sus esmóquines, sus sombreros de copa y sus bastones en mano, seguidos de cerca por sus perrillos falderos —los británicos, franceses, alemanes, italianos y japoneses, sin olvidar a los reaccionarios del Partido Nacionalista Chino que se atrincheraban en Taiwán—. Al otro lado, Mao Zedong y sus girasoles, esto es, los pueblos de Asia, África y Latinoamérica que perseguían la independencia y la liberación del yugo imperialista y colonialista. Nosotros éramos la luz, el futuro. Ahí estaba el «abuelito» Ho Chi-Minh, líder de Vietnam, en las imágenes de propaganda, rodeado de jóvenes valientes con sombreros de bambú que apuntaban con sus fusiles a los cielos para derribar un avión militar estadounidense. Cada día nos agasajaban con los relatos heroicos de sus victorias sobre los bandidos yanquis. Entre un lado y otro, un abismo infranqueable.

En aquel tiempo carente de información las elecciones personales carecían, a su vez, de fundamento, de consistencia: eran como plantas flotando en un estanque. La búsqueda de la realización individual y los apegos perdieron su razón de ser, dejaron de cultivarse, y la memoria se fue secando hasta resquebrajarse y colapsar. «Es el deber inexcusable del proletariado liberar a la humanidad antes de liberarse a sí mismo», tal era la consigna. Las muchas convulsiones que sufrió China hicieron añicos las emociones genuinas y la memoria personal. Suplantarlas con el mito de la lucha y la incesante revolución fue fácil.

Lo bueno es que mi padre era escritor y gracias a la poesía sacaba a la luz sentimientos guardados en lo más profundo de sí, aunque esos regueros de honestidad y decencia dejaran de fluir cada vez que las aguas de la política se desbordaban y arramblaban con todo, cosa que sucedió a menudo. Lo que me queda, hoy en día, es recoger los pedazos que sobrevivieron e intentar componer con ellos una imagen, por incompleta que sea.

El año en que nací, Mao Zedong desató una tempestad con su «campaña antiderechista». Su objetivo era purgar a los intelectuales «derechistas» críticos con el Gobierno. El torbellino que puso patas arriba la vida de mi padre también afectó a la mía y me marcó para siempre. A él lo condenaron, por ser el más destacado de los escritores derechistas, al exilio y a someterse a un proceso de «reeducación mediante el trabajo». La vida más o menos cómoda que había llevado desde la instauración, en 1949, del nuevo régimen, acabó abruptamente. Nos mandaron primero a los desiertos helados del noroeste y, más tarde, a la ciudad de Shihezi, al pie de las montañas Tianshan de Xinjiang. Allí nos quedamos, como una barquita a resguardo de un tifón, hasta que los vientos cambiaron de nuevo.

Entonces, en 1967, la «Revolución Cultural» de Mao entró en una nueva etapa. A mi padre lo acusaron de suministrar al pueblo arte y literatura burgueses y de nuevo lo metieron en una lista negra, junto con otros trotskistas, renegados y desafectos al partido. Yo estaba a punto de cumplir diez años y lo que vino después no he podido quitármelo nunca de la cabeza.

Ese mismo año, en mayo, uno de los radicales revolucionarios más conocidos de Shihezi nos visitó en nuestra casa. Por lo visto, según dijo, mi padre había llevado hasta el momento una vida demasiado fácil, de manera que se disponían a mandarlo a una remota unidad de producción paramilitar con el objetivo de «reformarlo».

Padre no contestó.

El tipo le espetó entonces, con desprecio: «¿A qué esperas, a que te organicemos una fiesta de despedida?».

Al poco, una camioneta del Ejército Popular de Liberación se detuvo frente a nuestra casa. Cargamos en ella unos cuantos enseres y una pila de carbón, y echamos encima nuestros sacos de dormir. Era casi todo lo que teníamos. Empezó a lloviznar y padre se sentó en la cabina. Mi hermanastro Gao Jian y yo subimos al remolque y nos acuclillamos bajo la lona. El sitio al que íbamos estaba junto al desierto de Gurbantünggüt y en la zona se lo conocía como «la Pequeña Siberia».

Mi madre no nos acompañó. Decidió regresar a Pekín con mi hermano pequeño, Ai Dan. Los diez años de exilio le habían pasado factura. Ya no era joven, no tenía cuerpo para afrontar la perspectiva de vivir en condiciones aún más primitivas. Shihezi era lo más lejos que estaba dispuesta a llegar. No le supliqué a mi madre que viniera con nosotros ni que se fuera sin mi hermano pequeño. No había forma de mantener a la familia unida. Así que me mordí la lengua. Ni le dije adiós ni le pregunté si volvería. No recuerdo cuánto tardaron en desaparecer por el horizonte mientras nos alejábamos. Para mí, quedarse o irse era lo mismo, puesto que carecíamos de libertad para decidir.

La camioneta daba violentos tumbos mientras avanzaba como podía por un camino de tierra lleno de baches y zanjas que parecía interminable. Tuve que agarrarme con fuerza para que el viento no me llevara. Una estera salió

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