Vivir la lucidez

Albert Camus

Fragmento

Mayo de 1935

Lo que quiero decir:

Que no se puede tener —sin romanticismo— nostalgia de una pobreza perdida. Cierta suma de años vividos miserablemente bastan para construir una sensibilidad. En ese caso particular, el sentimiento extraño que el hijo tiene por su madre constituye toda su sensibilidad.[1] Las manifestaciones de esa sensibilidad en los dominios más diversos se explican suficientemente por el recuerdo latente, material de su infancia (una viscosidad que se pega al alma).

De ahí, para quien repara en ello, un reconocimiento y por consiguiente una conciencia culpable. De ahí aun y por comparación, si se ha cambiado de ambiente, el sentimiento de bienes perdidos. A la gente rica el cielo, dado por añadidura, parece un don natural; para la gente pobre, su carácter de gracia infinita le es restituido.

A una conciencia culpable, confesión necesaria. Debo dar testimonio: la obra es una confesión. Pensándolo bien, no tengo sino una cosa que decir. Es en esta vida de pobreza, entre estas gentes humildes o vanidosas, donde he alcanzado con más seguridad lo que me parece el verdadero sentido de la vida. Las obras de arte nunca bastarán. El arte no es todo para mí. Que al menos sea un medio.

Lo que también cuentan son las vergüenzas culpables, las pequeñas cobardías, la consideración que se otorga al otro mundo (al del dinero). Creo que el mundo de los pobres es, si no uno de los pocos, el único que está replegado en sí mismo, que sea una isla en la sociedad. Con pocos gastos se puede jugar a los Robinsones. Para quien se asoma hay que decir «allá abajo», hablando del apartamento del médico que se encuentra a dos pasos.

Todo aquello debería expresarse por intermedio de la madre y del hijo.

Eso, en general.

Al precisar todo se complica.

1) Un decorado. El barrio y sus habitantes.

2) La madre y sus actos.

3) La relación del hijo con la madre.

¿Qué solución? ¿La madre? Último capítulo: ¿el valor simbólico realizado por nostalgia del hijo?

Grenier:[2] nos menospreciamos siempre. Pero debido a la pobreza, a la enfermedad, a la soledad, tomamos consciencia de nuestra eternidad. «Debemos ser llevados hasta nuestras últimas defensas.»

Es exactamente eso, ni más ni menos.

Vanidad de la palabra experiencia. La experiencia no es experimental. No se la provoca, se la sufre. Más bien paciencia, que experiencia. Esperamos con paciencia, mejor dicho, padecemos.

Muy práctico: al salir de la experiencia, no se es sabio, se es experto. Pero ¿en qué?

Dos amigas: la una y la otra muy enfermas. Pero la una de los nervios; una resurrección es siempre posible. La otra, tuberculosis avanzada. Ninguna esperanza.

Una tarde. La tuberculosa, a la cabecera de su amiga. Esta:

«¿Ves? Hasta aquí, y aun en mis peores crisis, algo me quedaba». Una esperanza de vida muy tenaz. Hoy me parece que no hay ya nada que esperar. Estoy tan débil que creo que nunca me levantaré.

Entonces la otra, con un relámpago de alegría salvaje en los ojos, y tomándola de la mano, le dice: «¡Oh! Haremos juntas el gran viaje».

Las mismas: la tuberculosa moribunda, la otra casi curada. Para eso hizo un viaje a Francia, para ensayar un nuevo método.

Y la otra se lo reprocha. Aparentemente le reprocha haberla abandonado. En verdad, sufre de verla sana. Había tenido esa loca esperanza de no morir sola, de arrastrar con ella a su amiga más querida. Va a morir sola y saberlo alimenta su amistad de un odio terrible.

Cielo de tormenta en agosto. Aire abrasador. Nubes negras. Al este, sin embargo, una banda azul, delicada, transparente. Imposible mirarla. Su presencia es una molestia para los ojos y para el alma, porque la belleza es insoportable. Nos desespera, eternidad de un minuto que querríamos sin embargo estirar a lo largo del tiempo.

A sus anchas en la sinceridad. Poco común.

Importante también el tema de la comedia. Lo que nos salva de nuestros peores dolores es ese sentimiento de estar abandonados y solos, no lo bastante sin embargo para que «los otros» no nos «consideren» en nuestra desgracia. Es en ese sentido en el que nuestros minutos de felicidad son a veces aquellos en que el sentimiento de nuestro abandono nos enorgullece y suscita en nosotros una tristeza sin fin. Es en ese sentido también en el que la felicidad a menudo no es sino el sentimiento apiadado de nuestra desgracia.

Sorprendente en los pobres; Dios puso la complacencia al lado de la desesperación, como el remedio al lado del mal.

Joven, pedía a los seres más de lo que podían darme: una amistad continua, una emoción permanente.

Sé pedirles ahora menos de lo que pueden darme: una compañía sin frases. Y sus emociones, su amistad, sus gestos nobles conservan a mis ojos su entero valor de milagro: un entero efecto de la gracia.

... Habían bebido demasiado y querían comer. Pero era Nochevieja y no quedaban ya lugares. Habiéndoseles negado lo que pedían, insistieron. Los echaron. En ese momento golpearon a patadas a la patrona, que estaba encinta. Y el patrón, un joven frágil y rubio, había tomado un arma y había disparado. La bala se había alojado en la sien derecha del hombre y la cabeza se había vuelto sobre la herida y ahora reposaba. Ebrio de alcohol y de espanto, su amigo se puso a bailar alrededor de su cuerpo.

La aventura era simple y acabaría mañana en un artículo periodístico. Pero, por el momento, en ese rincón apartado del barrio, la luz escasa sobre el pavimento grasoso de lluvia, las lentas patinadas de los automóviles, la llegada espaciada de los tranvías sonoros e iluminados, daban un relieve inquietante a esa escena de otro mundo: imagen empalagosa e insistente de ese barrio cuando el fin del día puebla de sombras sus calles; cuando, más bien, una sola sombra, anónima, señalada por un pataleo sordo y un ruido confuso de voces, surge a veces inundada de gloria sangrienta en la luz roja de un foco de farmacia.

Enero de 1936

De ese jardín, del otro lado de la ventana, no veo más que los muros y esos pocos follajes por donde se desliza la luz. Más arriba, más follajes aún. Más arriba, el cielo. Y de todo ese júbilo del aire que se siente afuera, de toda esa dicha esparcida sobre el mundo, no percibo más que las sombras de los follajes que juegan sobre las cortinas blancas. Cinco rayos de sol también, que derraman pacientemente en la habitación un perfume de hierbas secas. Una brisa, y las sombras se animan sobre la cortina. Que una nube cubra, luego descubra al sol, y he aquí que de la sombra surge el resplandor amarillo de ese florero de mimosas. Basta ese solo resplandor naciente y heme aquí inundado de una dicha confusa que me aturde.

Prisionero de la caverna, heme aquí solo frente a la sombra del mundo. Tarde de enero, pero el frío permanece en el fondo del aire. Por todas partes una pelícu

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