Deep in a dream

James Gavin

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

Sábado, 21 de mayo de 1988

Inglewood, California

Había varios entierros en las onduladas colinas del cementerio de Inglewood Park, en un barrio residencial para negros a las afueras de Los Ángeles. Unos toldos blancos protegían del sol a los asistentes, pero no podían cortar el paso al rugido de los aviones que aterrizaban y despegaban en el cercano aeropuerto internacional de Los Ángeles. En todo el cementerio, el mal olor de los tubos de escape de los reactores tapaba el aroma de la hierba recién segada.

Dos días antes, un vuelo de pasajeros procedente de Holanda había traído el cuerpo ya descompuesto de un trompetista al que se recordaba como uno de los hombres más atractivos de los años cincuenta. Chet Baker había fallecido en Amsterdam el viernes 13, en circunstancias misteriosas pero relacionadas con las drogas. Ahora, tras haber pasado años en Europa, estaba de regreso en el sur de California, donde había conocido por primera vez la gloria, para ser enterrado junto a su padre. Baker, nacido en una granja de Oklahoma, había llenado de fantasías la cabeza de la gente desde el día en que nació. Todo en él estaba abierto a la especulación: su toque cool de trompeta, tan vulnerable pero tan distanciado; su enigmática media sonrisa; la androginia de su dulce voz al cantar; un rostro que era a la vez infantil y siniestro. La melodía que surgía de su instrumento había hecho que sus fans italianos llamaran a Baker l’angelo («el ángel») y tromba d’oro («trompeta de oro»). Marc Danval, un escritor belga, dijo que su música era «uno de los lamentos más hermosos del siglo XX»,[1] y lo comparó con Baudelaire, Rilke y Edgar Allan Poe. En Europa, incluso su larga adicción a la heroína actuó a su favor, haciéndole parecer aún más frágil y adorable.

Pero en Estados Unidos su muerte no despertó muchas simpatías. La necrológica del New York Times, que atribuía a Baker una edad equivocada (cincuenta y nueve años en lugar de cincuenta y ocho), lo presentaba como un sensiblero marchito, cuya «fenomenal suerte» se había «echado a perder» por culpa de las drogas.[2] «Algunos críticos dijeron que tal vez se le había sobreestimado al principio», comentaba el periódico acerca de un músico considerado en otro tiempo la Gran Esperanza Blanca de los trompetistas de jazz. A pesar de los anuncios publicados en Los Angeles Times y en Hollywood Reporter, solo unas treinta y cinco personas asistieron al entierro. «Fue triste, no fue una celebración —dijo el clarinetista Bernie Fleischer, compañero de Baker en la banda del instituto—. Pero nadie esperaba que Chet fuera a durar tanto, la verdad.»

Pocos de los allí reunidos sabían gran cosa sobre su vida en el extranjero; y ahora, mientras miraban el ataúd cerrado, estaban aún más intrigados por su muerte. Aproximadamente a las 3.10 de la madrugada, la policía holandesa había retirado su cadáver de una acera, bajo la ventana de su habitación de hotel, en un tercer piso, cerca de la Estación Central de Amsterdam. A unos pasos estaba la Zeedijk, una tortuosa callejuela famosa por el trapicheo de drogas, el más descarado de toda Holanda. Los agentes dejaron el cuerpo anónimo en el depósito de cadáveres, suponiendo que habían encontrado un drogadicto más que había tenido mala suerte. Al día siguiente, Peter Huijts, el road manager holandés de Baker, identificó el cadáver. La muerte se atribuyó a suicidio o accidente causado por la droga.

Pero abundaban las evidencias contradictorias. La ventana de su habitación del hotel solo se abría unos treinta centímetros, lo que hacía imposible que hubiera caído involuntariamente. Había parafernalia de drogadicto por toda la habitación y, sin embargo, un portavoz de la policía declaró que en la sangre de Baker no se habían encontrado rastros de heroína. Durante los meses anteriores, Baker había dicho a varias personas que alguien iba a por él. Su viuda inglesa, Carol, que vivía en Oklahoma con sus tres hijos, compartía esta misma idea: «No fue suicidio; fue una mala faena», insistía.[3] El pianista Frank Strazzeri, que había tocado poco antes con Baker, llevó más allá las sospechas: «Miro el ataúd y me digo: ¿Qué demonios pasó, tío? ¿Qué hiciste? Serás idiota, tío, le birlaste la pasta a otro fulano. Y por fin te mataron».[4]

Era muy propio de Baker hacer que todo el mundo se planteara preguntas, incluso después de muerto. Fue un hombre de tan pocas palabras —y notas— que cada una de ellas parecía misteriosa y cargada de significado. El escritor británico Colin Butler había observado una cualidad similar en Jeri Southern, una melancólica cantante-pianista de los años cincuenta cuyas neurosis la habían llevado a una crisis nerviosa y a negarse a volver a cantar. «Era como si hubiera mirado el corazón de algún sueño americano y hubiera visto los contornos de una pesadilla de la que jamás se debía hablar», escribió Butler.[5] Baker había vivido dentro de algún tormento propio que no tenía nombre, y de él había sacado una música tan exquisitamente triste, tan lírica, que la gente se aferró a él durante años, empeñada en descubrir su secreto. Para Hito Kawashima, un joven trompetista japonés, Baker era como Buda: «Me enseñó cosas de la vida misma, y yo le considero el “maestro de la vida”, por decirlo de algún modo». La cantante Ruth Young, que fue amante de Baker durante diez años, estaba tan fascinada por su «Picasso», como ella le llamaba, que pasó droga por las fronteras para él, e incluso una vez, en Europa, le ayudó a sacar un cadáver de un piso y a deshacerse de él.

Baker había provocado una simpatía similar en el fotógrafo Bruce Weber, que pagó el entierro. Se dice que entre 1986 y 1989 Weber gastó un millón de dólares de su propio dinero en realizar el documental Let’s Get Lost, una fantasía orgásmica acerca de un hombre cuya imagen de los años cincuenta había contribuido a inspirar los anuncios homoeróticos de Weber para la ropa interior de Calvin Klein. Su cámara se recreaba con igual arrebato en el Baker de finales de los ochenta, una figura a la que los críticos de cine llamaron «cadáver que canta» (J. Hoberman, Village Voice),[6] «cabra marchita» (Julie Salamon, Wall Street Journal),[7] «reliquia demacrada, desdentada y balbuceante, al borde de la muerte cerebral» (Charles Champlin, Los Angeles Times),[8] «heroinómano indigno de confianza que se hace el tonto» (Lee Jeske, New York Post),[9] «chupasangre» y «espectro estragado por las drogas» (Chip Stern, Rolling Stone).[10] Todo esto sobre un hombre cuyos solos estuvieron considerados como modelos de expresión sincera, tan elegantes como poemas.

Cada una de las personas que asistieron al entierro sentía su propia fascinación por Baker. A eso de las dos de la tarde, los asistentes a la ceremonia empezaron a llegar al cementerio. Pasaron ante el ataúd, que estaba colocado en un soporte junto a la tumba, y se sentaron en unas sillas plegables. Todo había sido organizado por Emie Amemiya, la joven que había coordinado el rodaje de Let’s Get Lost. Allí, en el cementerio, Amemiya vio por primera y única vez a la segunda esposa del trompetista, Halema Alli, que se había negado a participar en la película. En 1956, Alli había posado tímidamente —junto a un Baker con el torso desnudo

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