Operación marea negra

Javier Romero

Fragmento

Travesía suicida

Travesía suicida

Seis ventanucos rectangulares de vidrio reforzado y enmohecido fueron su único balcón al mundo durante casi un mes. Dentro del casco, en el espacio hueco que hacía de cabina, un mísero hilo de luz proyectaba sus sombras en penumbra.

Al adentrarse en el Atlántico —semisumergido, silencioso, avanzando igual que un caimán sobre el agua, ganando millas lentamente para dejar atrás la primera escena del delito, Brasil—, los mismos portillos impedían dimensionar en su vasta totalidad la balsa de agua que rodeaba, y zarandeaba, a la embarcación y sus tripulantes. Tampoco se intuía, por los mismos tragaluces, el final del horizonte.

Había demasiada mugre acumulada en el río Amazonas, el primer tramo de una historia real, hasta entonces nunca vista. Dejaron el astillero para navegar río abajo durante doce horas, abriéndose paso entre la humedad, los mosquitos, los manglares y la vegetación descontrolada. Al final del caudal, en la desembocadura, les esperaba ese mare nostrum que implica el océano Atlántico para el narcoeje España-Colombia.

A partir de ahí, todo fue ruido permanente, recelo, más oscuridad, hedor, posibles traiciones, angustia, goteras, humedad, grasa, miedo, sudores fríos, comunicaciones que no llegan y otras que, tal vez, son interceptadas. Establecieron un sistema rotatorio de cama caliente sobre un lecho de fardos para dormir a ratos. Mientras tanto, más ruido y olas imposibles. Ni letrina ni bacinilla, una bolsa. Gases tóxicos, Nolotil, filtraciones, malcomer, ibuprofeno, sudor, humo y más humo, incontables averías, correos electrónicos sin respuesta y el riesgo de pasar unos trece años entre rejas por los 3.068 kg de cocaína alojados en la bodega. Era la enésima bala blanca enviada a España y la primera interceptada a bordo de un narcosubmarino en el Viejo Continente. Un alarde tecnológico artesano, bautizado Che y financiado y concebido por el gran holding del crimen organizado en Colombia: el Clan del Golfo.

Aquel metro y medio cuadrado servía de salón y cocina al mismo tiempo. También de recibidor si los abordaba alguna patrullera y descendían los captores por la escotilla. En la popa latía el corazón motorizado de este Frankenstein de la navegación, articulado a base de retales y codicia. En el salpicadero, el volante se encartaba centrado en chapas de acero forjadas a modo de caja torácica. Una brújula, un compás náutico y un GPS hacían posible mantener el rumbo acordado. Por encima, a modo de cornisa presidida por dos ventanucos, casi de mirada felina, una artesanal bandeja de madera sostenía los teléfonos convencionales y satelitales que conectaban a la tripulación con el mundo exterior. Al fondo, en el siguiente compartimento de sus 21,47 m de eslora, aún más en penumbra, 3.068 kg repartidos en 153 fardos de perico, listos para ser esnifados en discotecas de Occidente.

La responsabilidad de la misión fue asumida a contrarreloj por el piloto gallego Agustín Álvarez. Junto a él, a ambos lados del puente de mando estaban los otros dos tripulantes, ecuatorianos y primos: Luis Tomás Benítez Manzaba y Pedro Roberto Delgado Manzaba, expertos en llevar a buen puerto alijos a través del océano Pacífico. Pero el Atlántico es otra cosa, de ahí que sobrevivieran milagrosamente a tres temporales y sin nada más que llevarse a la boca que latas de sardinas, galletas, arroz o aceite de oliva. Ellos son la mejor evidencia de la dureza y miseria del viaje que aceptaron a cambio de un buen puñado de euros y dólares. El precio considerado justo por jugársela a la ruleta rusa del narcotráfico.

El dinero lo compra casi todo y la hoja de ruta trazada no tenía vuelta atrás. Las consignas eran precisas y situaban frente a las costas de la península ibérica, a la altura de Lisboa, el primer y único punto elegido por los dueños de la mercancía para que esta fuese trasvasada a dos planeadoras y llegara así a tierra. Pero eso nunca se oficializó, ni se juzgará, al no figurar en el procedimiento judicial ni en las diligencias policiales; aunque sí consta en informes de inteligencia.

En algún punto a 270 millas de la Península, Agustín y los Manzaba se quedaron solos y esperando, durante tres días, el auxilio que nunca llegó. Una avería en uno de los motores que iban adosados a las lanchas rápidas aplazó la descarga y, a partir de ahí, el plan hizo aguas. Los nervios se agudizaron y el uso de teléfonos satelitales se intensificó. Hasta el punto de que las señales emitidas sirvieron, en días posteriores, para reconstruir la estela de sus movimientos. Agustín recibió, al fin, instrucciones: subir a la altura de Galicia y esperar a que le concretaran dónde y cuándo hacer la descarga. Él, por su cuenta, buscó un plan C forjado a partir de antiguas lealtades: enredó a tres amigos vigueses de la infancia para que salieran a su encuentro. A los seis días se produjo en Galicia el asombroso desenlace de una travesía de veintisiete jornadas tras 1.166 leguas de viaje en narcosubmarino.

Vigo

Vigo

Agustín Álvarez llegó al mundo en octubre de 1990, en Vigo, cuatro meses después de saltar por los aires la operación Nécora. Aquella fue la primera gran investigación judicializada en España contra los pioneros en la importación de cocaína sudamericana, todos de pura cepa gallega. Supuso el big bang policial y judicial de la lucha contra esta pandémica modalidad de crimen organizado, que ya entonces se valía de los mejores servicios de lavandería contable internacional para clarear sus ganancias. La historia se contó al detalle en la prensa de la época: capos del tabaco que, al superar el ecuador de los años ochenta, se mancharon las manos con el polvo más rentable de la historia. Blanco y en fardos: cocaína cocinada en laderas boscosas de la selva colombiana que acaba esnifándose a hurtadillas en cualquier garito de copas del Viejo Continente.

Iago Serantes —escrito con «I» para galleguizar su nombre— fue el siguiente en nacer, en 1991 y también en Vigo, al igual que el benjamín, Rodrigo Hermida, apodado Roi y nacido en 1993. El tercer amigo vigués de Agus que no dudó en arrastrarse por el fango, Yago Rego, era el mayor de todos, de la quinta de 1986.

Los orígenes en su ciudad de los cuatro camaradas no van asociados necesariamente con las zonas nobles peatonales y ajardinadas de Vigo, sino que algunos proceden de parroquias

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