Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito

Cristina Piña
Patricia Venti

Fragmento

Palabras preliminares

Cristina Piña

Cuando en 1990 empecé la investigación que culminaría en la biografía de Alejandra Pizarnik publicada en la colección Mujeres Argentinas de Editorial Planeta, dirigida e inspirada por Félix Luna, tenía, a la vez, muchos recursos y una carencia casi absoluta de material.

En efecto, todavía estaban vivos muchos de los amigos y conocidos de Alejandra, a partir de cuyos testimonios armé la biografía, y contaba con una pequeña pero importante cantidad de material: la parte de su biblioteca que había quedado en la casa paterna de Montes de Oca —en ese momento en manos de Pablo Ingberg— y algunas cartas enviadas a sus amigos, reveladoras, tanto por su contenido como por sus aspectos gráfico-estéticos. Y, tal vez lo fundamental, el nítido recuerdo de su presencia en muchas personas que no habían pertenecido a su círculo más estrecho, lo que demostraba su peso en el ámbito de la literatura argentina de los años cincuenta a los setenta.

Sin embargo, me faltaban elementos capitales: los diarios, la correspondencia, sus “papeles” —cuadernos, borradores, cartas, anotaciones, dibujitos, etc.—; la parte sin duda fundamental de la biblioteca que tenía en su departamento de Montevideo 980 y, factor central, el testimonio de su familia, tanto argentina como francesa.

Aclaremos: no es que en su momento no haya hablado con su hermana, Myriam Pizarnik de Nesis, pero hubo una lógica reticencia de su parte, en tanto yo era alguien que, si bien no había conocido personalmente a su hermana —según, en cambio, era el caso de escritores como Olga Orozco, Ivonne Bordelois o Antonio Requeni—, venía a husmear en la vida poco convencional de Alejandra. Por cierto que Myriam gentilmente respondió a mis preguntas, pero sin facilitarme demasiados datos que ya no tuviera.

Felizmente, el paso del tiempo no deja solo las marcas del “ultraje de los años” del que hablaba Borges, sino que además aporta nuevas realidades. En el caso de Alejandra, esas realidades fueron, ante todo, una auténtica catarata de documentos tanto propios como de otros autores que, desde la década de los noventa, comenzaron a surgir. Para simplificar las cosas, me referiré primero a los de su autoría, que, por orden de aparición, comprenden la correspondencia que recogió su amiga Ivonne Bordelois en 1998; la edición de sus mal llamadas Poesía completa y Prosa completa en la editorial Lumen, así como de la exigua selección de sus Diarios —aparecidos entre 2000 y 2003, todos a cargo de Ana Becciu—; el depósito en la Biblioteca Nacional de Maestros de Buenos Aires de la parte de su biblioteca que estuvo en Montevideo 980 y que le habría dado la madre de Alejandra, Rejla (Rosa) Bromiker de Pizarnik, a Ana Becciu tras la muerte de la poeta; la ulterior publicación de la Nueva correspondencia Pizarnik que compilamos Ivonne Bordelois y yo (2012); las cartas intercambiadas entre ella y su analista, el Dr. León Ostrov, editadas ese mismo año por su hija Andrea Ostrov; y, finalmente, la versión 2013 de sus Diarios, con más del doble de páginas que la versión anterior, sin por ello llegar a ser completa, también realizada por Becciu.

Pero lo más importante es que si pudieron aparecer las ediciones a las que me refiero, se debió a que su familia depositó en la Biblioteca de la Universidad de Princeton la totalidad de sus “papeles”—diarios, cuadernos, borradores, inéditos, correspondencia, etc.— que estaban en manos de Aurora Bernárdez, en su carácter de albacea literaria de Julio Cortázar. Este, como es sabido, era un buen amigo de Alejandra y a él le llegaron en la década de los noventa. La historia de cómo terminaron esos papeles en manos de Cortázar está —como muchas circunstancias en la vida de Alejandra— enredada en versiones contradictorias donde no voy a detenerme: valga saber que, tras salir del país —donde estuvieron a cargo de Olga Orozco varios años—, quien los tenía terminó entregándoselos a Cortázar para que se depositaran en la Fundación Guggenheim, de la cual ambos escritores habían sido becarios. Pero la muerte le llegó a Cortázar antes de realizar ese traspaso, por lo cual tuvo que encargarse de ellos Aurora Bernárdez.

Esto en cuanto a los documentos de los que Pizarnik es autora; a los que es preciso sumar, en primer término, las diversas referencias a su persona que fueron surgiendo en textos de ficción, diarios y correspondencia de escritores de la época, entre los cuales cabe citar los diarios de Julio Cortázar, las novelas Inés, de Elena Garro, y La muerte me da, de Cristina Rivera Garza, un libro de poemas de Inés Malinow y una carta de Silvina Ocampo depositada también en Princeton.

En segundo —y capital— lugar, los libros y artículos de especialistas que visitaron Princeton y escribieron a partir de dicho material, como es el caso de la coautora de este libro, Patricia Venti, la especialista inglesa Fiona Mackintosh y Mariana Di Ció, argentina, doctorada en París, entre las más importantes.

Si ahora nos centramos en el aspecto más estrictamente personal del transcurso del tiempo, mi relación con Myriam Pizarnik se fue consolidando a partir de la mutua confianza, lo cual permitió, por un lado, que en largas conversaciones durante el verano de 2016 fuéramos completando múltiples aspectos desconocidos de la familia Pizarnik/Pozarnik (forma que adoptó en Francia el apellido de origen ucraniano). Y por el otro, que, junto con la fundamental intervención de Patricia Venti, llegáramos a conectarnos con la familia Pozarnik instalada en Francia y con la cual Alejandra residió alrededor de unos meses o un año1 durante su viaje a Francia de 1960-1964.

En este punto es imprescindible que señale el papel decisivo que tuvo y tiene Patricia Venti en esta biografía. Con ella nos conocemos desde hace largos años, cuando viajó a la Argentina para investigar sobre Alejandra a fin de redactar la tesis doctoral que preparaba para la Universidad Complutense de Madrid —que primero defendió con la máxima nota y luego publicó en forma de libro, uno de los más importantes dentro de la bibliografía crítica sobre Pizarnik—. Desde el comienzo, Patricia, que había investigado como una auténtica Sherlock Holmes en Europa y aquí, me manifestó su voluntad de hacer una nueva biografía: ella había estado dos veces en Princeton y se había quedado un mes en cada ocasión, motivo por el cual manejaba todo el material allí depositado así como el que recabó en revistas europeas. Tal empeño era absolutamente legítimo ya que mi biografía tenía —como yo bien lo sabía— falencias por desconocimiento de material y condicionamientos espacio-temporales, entre ellos el fundamental de no haber podido viajar a Europa antes de escribirla, por razones económicas obvias para la Argentina de fines de los ochenta, comienzos de los noventa.

Yo le manifesté mi total acuerdo porque no quería saber nada más con las cuestiones biográficas de Alejandra, que tantos dolores de cabeza me habían traído en su momento (no v

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