365 relojes

Pura Fernández

Fragmento

libro-2

INTRODUCCIÓN

Hablar mucho de uno mismo es una manera de ocultarse.

FRIEDICH NIETZSCHE,
Más allá del bien y del mal

365 relojes, un vago título nobiliario y algunos libros en el desván. Ese era el recuerdo persistente que el escritor Agustí Bartra rescataba de su infancia en la modesta pensión de sus padres en la Barcelona de principios del siglo XX. La imagen de una dama octogenaria —que, en momentos de dificultad, se valía de su colección de relojes para pagar el alquiler de su habitación— dominaba la memoria personal de un exiliado de la guerra civil española en los últimos años de su azarosa vida. Bartra, que deambuló por Francia, República Dominicana, Cuba y México, recuperaba la figura singular de la Baronesa de Wilson como el icono de una época diluida en la convulsión de la Gran Guerra europea de 1914.

La vida errante de Emilia Serrano, Baronesa de Wilson, llenó miles de páginas en la segunda mitad del siglo XIX y en las primeras décadas del XX. Sus peripecias la convirtieron, en palabras de sus coetáneos, en «la mujer más célebre de América»; y esos 365 relojes la acompañaban en cada travesía como la metáfora perfecta de una exploradora impenitente que cartografió y midió los mundos conectados cuando aún no se habían consensuado los meridianos.

El trazo de la viajera que transitó y circundó el nuevo continente desde el lago Ontario hasta el cabo de Hornos se dibujó a pie, a lomos de caballo, en canoa, carruaje, vapor, tren, chalupa, tarabita o baldaquín. Entre 1864 y 1914, la Baronesa recorrió distancias fabulosas por caminos propios de ardillas y vicuñas; se abrió paso en la exuberante vegetación americana; remontó alturas insondables a bordo de colosos ferroviarios; cruzó sendas escarpadas y agitados ríos con la ayuda de los pobladores originarios y surcó los mares en barquichuelas y transatlánticos bajo estremecedoras tempestades. Ni la enfermedad ni la falta de recursos ni los muchos años apagaron la sed de conocimiento y de libertad que solo saciaba en tierras americanas y que la acompañaba desde antes de que su figura hiciese aparición en el bullente París del Segundo Imperio.

Envuelta en los ecos glamurosos de la boda entre Eugenia de Montijo y Napoleón III, su vida se entrecruzó con la de la emperatriz granadina en la capital del mundo; y sus trayectorias mostraron curiosas analogías y confluencias, hasta en la muerte oscura que las alcanzó, a una en Madrid en 1920, y a otra en Barcelona en 1923. El reinado de Eugenia de Montijo inauguró un periodo de magnificencia para el París del lujo, de la moda y de la etiqueta, y entre esas calles redibujadas por la imponente reforma urbanística de Georges-Eugène Haussmann surgió la joven Emilia Serrano como poderosa empresaria de revistas femeninas destinadas a las lectoras de la América de habla hispana.

En la era de las crinolinas, como bautizan Lapierre y Mouchard el gran periodo de auge de las exploradoras occidentales, una joven de orígenes inciertos pero refinada cultura y buen manejo de lenguas irrumpió de manera fulgurante en una Ciudad de la Luz en la que todo parecía posible: desde trabar una estrecha relación con Alejandro Dumas y convertirse en su representante y traductora para el ámbito hispánico, hasta protagonizar una polémica con Lamartine y George Sand en pro de la defensa de su derecho de propiedad intelectual, o forjar su gran proyecto americanista. Y al tiempo que promocionaba sus triunfos personales, la Baronesa disfrazaba su fascinante vida.

La autora de centenares de artículos, cuentos, leyendas, poemas, dramas, traducciones, novelas, biografías y libros de viajes fue, a la vez, la gran impostora de las Letras decimonónicas; la impostora que logró conquistar el reconocimiento en España y en los países americanos con un férreo control de su imagen pública, en tanto que su vida privada basculaba entre el escándalo acallado y la gozosa exploración del mundo más allá de los límites impuestos a su género, supeditado a la singladura de un nombre de varón (padre, esposo, hermano o hijo) que la redimiera del anonimato.

En el siglo que alumbró la tradición de los grandes viajes y de las descripciones de mundos exóticos como antídotos frente al ennui y el spleen de las clases ociosas europeas, Emilia Serrano fantaseó sobre sus orígenes familiares y su turbio pasado como hicieron tantos buscadores de fortuna y de mejores vidas en el Nuevo Mundo, e impuso su relato personal frente a la mudez de los registros eclesiásticos y civiles que oscurecían las biografías femeninas: fabuló así impunemente con matrimonios falsos, imposibles viudeces y aun ocultó el alumbramiento en París de una niña ilegítima que falleció de manera temprana.

Su intensa biografía se resguardó tras las relaciones de amistad con la sociedad más destacada de la época, ante la cual se mostraba solo con el nombre y la historia de la Baronesa de Wilson, anulando así a la joven Emilia Serrano que, con apenas diecinueve años, desembarcó sola en Londres, o a la que huyó a París en 1853 seguida de su madre y de un amante, el escritor José Zorrilla, autor del célebre drama Don Juan Tenorio, a quien su esposa abandonada persiguió a través de las embajadas y consulados europeos y americanos.

Las muchas vidas e identidades de Emilia Serrano se desdoblaron en fábulas propagadas por ella misma como salvaguarda de esos «secretos» que alimentaban su personaje. La Baronesa podía ser una cosa y la contraria; una farsante que difundía manuales de educación moral y doméstica femenina y una defensora de la formación profesional y de la independencia de la mujer; la autora de un ambicioso proyecto intelectual, su Historia general de América en veinte volúmenes, o la urdidora de un negocio de suscripción que bien pudo ser un fraude. Su vida conceptualiza el mapa de una centuria en la que se produjo la gran transformación del mundo que prefigura el actual, con sus tensiones, contradicciones y hallazgos.

Empresaria cosmopolita, recorrió Europa de extremo a extremo y fue autora de las primeras guías turísticas de viaje para americanos por Francia, Bélgica, Inglaterra, Irlanda y Escocia. Flâneuse de la ciudad moderna en su juventud, admiradora de la new woman en las grandes urbes norteamericanas en su madurez, su figura parece guiada por una pulsión de movimiento propia de un siglo poseído por la fiebre de progreso, de novedad y de cambio.

Fue esa pulsión la que la llevó a cruzar en seis ocasiones el camino de ida y vuelta hasta América, donde manejó hábilmente su vinculación con la masonería para favorecer su triunfal recibimiento como dama célebre. Agasajos, veladas poéticas en su honor, banquetes celebratorios, autorizaciones para consultar archivos gubernamentales no abiertos antes a los investigadores, comisiones de bienvenida al pie del tren o del buque… La Baronesa de Wilson, entrevistada hasta en la prensa norteamericana, fue recogiendo en sus cuadernos de viaje —impresionistas, caóticos y coloristas— pinceladas de esta vida pública que la entronizaba como la creadora de un diálogo transatlántico entre América y España. Precursora de las aventuras americanas de Ramón María del Valle-Inclán, Vicente Blasco Ibáñez o Belén de Sárraga, la Baronesa siguió los pasos de Humboldt e inventó su propia América, en la que la naturaleza prodigiosa, las civilizaciones antiguas y sus mujeres contemporáne

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