1
Uruguayos campeones
El empeine derecho del veloz puntero celeste se hunde en el pulmón de la pelota, que se comprime y expande inmediatamente, haciendo que la redonda ilusión de dos millones y medio de almas salga despedida rumbo a la base del palo izquierdo de Barbosa. Va potente y directa hacia un destino fatal y glorioso, fugaz y eterno, hermoso y terrible: la red del arco que quedará marcado para siempre; para unos, como el de la derrota; para el resto del mundo, como el de la más grande hazaña futbolera de todos los tiempos.
El bebé de apenas tres meses, boca arriba en su cuna, observa expectante el tul que cubre el moisés, mientras escucha los sonidos ambientales sin tener idea del momento épico que está viviendo.
La ronca voz de don Carlos Solé retransmite ansiedad, desesperación y esperanza. En la casa de la tía Meluca y el tío Esteban, justo en mitad del siglo, entre la Aguada y el Cordón, se respiran nervios y expectativa.
De pronto, la voz inobjetable del destino rompe la densidad del clima. Gol. Gol uruguayo. Gol. Gol uruguayo. Ghiggia. Gol uruguayo. Ghiggia. Gol uruguayo. Gol.
Papá y el tío Esteban se abrazan. Mamá y Anita, Tito, la tía Tatola y las primas gritan, saltan y festejan.
Desde la cuna, todo ese bullicio inentendible provoca la sorpresa del bebé, impactado por el cambio de ambiente, la locura y la felicidad familiar.
Mamá lo alza, apretándolo contra su pecho.
—¡Gol! ¡Gol uruguayo, pichoncito! —casi canta la joven mujer con su hijo en brazos—. ¡Mirá, Castro! —llama la atención de su marido—. ¡Mirá cómo sonríe el nene! ¡Parece que festejara!
El padre lo abraza y, quizás por cábala o preso de la emoción, lo mantiene aúpa hasta que el relator anuncia el final de la batalla, que no es otra cosa que el principio de la leyenda.
Otra vez Uruguay campeón del mundo. Otra vez invicto, invencible, esta vez de visitante, siempre predestinado a la gloria.
Bajan a la vereda. La esquina de Gaboto y 9 de Abril es un hervidero. Los vecinos han invadido las calles y hay matracas, pitos y un carnaval de alegrías y euforias incontenibles asolando el barrio, la ciudad, el país todo.
Tres meses de vida y su alma arranca marcada por la historia. De pronto, se ve venir desde Miguelete una banda de muchachones cantando. ¿Qué cantan? ¿Qué dicen? ¿Qué corean? Son los mismos que de tardecita se paran frente al Bar El Pontón a piropear chiquilinas y entonar boleros, tangos y milongas de moda. Esta vez vienen cantando una murga. Con bombos y platillos pasan rumbo a 18 de Julio, acompañados por un maravillosamente desafinado coro de vecinas y vecinos, niños, ancianas y veteranos, todos a una, sin saber bien la letra, pero imbuidos del espíritu del momento, coincidiendo en la emoción.
Vienen cantando un fragmento de Dianas de Nuñoa, la ya famosa despedida de Los Patos Cabreros del 27, escrita por Omar Odriozola ante sugerencia de José Ministeri, Pepino, su legendario director: «Uruguayos campeones de América y del mundo…».
En brazos de mamá, acontece ante sus ojos por primera vez el milagro. Ve luz en las sonrisas cotidianas, familiares, en las miradas clareadas de inocente belleza. Siente que algo sucede, y que es algo grande. Esa música es la música de la victoria. Entonces nace en él, aquella fría tarde noche del 16 de julio de 1950, marcado a fuego por la celeste alegría del barrio, el murguista. El que un día será bautizado por un borracho, en un boliche, con el apodo de Tintabrava. El personaje que el destino me tenía reservado.
El hombre que quería hacer cantar al mundo.
2
Los Caminantes
La tarde veraniega de Miguel Barreiro casi 26 de Marzo está llamando. Es el Pocitos de los cincuenta. En las orillas del cauce del arroyo que le dio nombre al barrio, las casas con techo de zinc empiezan a dejarle lugar a los rascacielos. Los botijas están jugando a la bolita en el cantero de lo de doña María. Roberto, Pablo, Enrique, Beto y Luisito.
—¡Mamá, voy enfrente a jugar con los chiquilines!
Sin esperar contestación, arranco. Cruzo y me paro al borde de la «cancha oficial de bolita» a mirar el partido.
Pablo es el mejor. Tiene una puntería excelsa. De pie frente al hoyito, triangula las distancias hasta la lechera del Luis y, antes de agacharse, se acomoda los pantalones cortos con los antebrazos.
Rodilla en tierra, mide con el pulgar izquierdo desde el borde del hoyo hasta donde alcanza la punta del dedo mayor y allí la zurda se yergue, perpendicular al suelo, como base de una catapulta. «Dadme un punto de apoyo y chantaré cualquier bolita», parece decir su movimiento. La derecha es un arma pronta para disparar. Sostiene la munición de vidrio, la «favo», entre el índice y el pulgar. El mismo pulgar que será el encargado, después de tomar puntería, de impulsarla con violento chijetazo. Levanta la mano a la altura de su ojo derecho. Cierra el izquierdo para afinar la mira y la computadora mental le da la orden a todo su cuerpo. La mano que será la ejecutora del disparo desciende lentamente, se apoya dorso contra dorso y se convierte en un instrumento letal para los intereses del Luisito.
—¡No vale, gañota! —protesta este, como último recurso.
Pero la posición de Pablo es totalmente legal. Los demás chiquilines lo avalan.
Entonces sale el balinazo. La esfera relampaguea en el aire y el sonido de vidrio contra vidrio es definitivo. Chante seco, perfecto, terminante. No hay ni chance de cantar «levanto». El último rival que quedaba cayó ante la habilidad del crack del barrio.
Todos pagan sus correspondientes bolitas al ganador.
—¡Estaban jugando en serio! —pienso, parado al borde del cantero—. ¡Menos mal que no jugué!
Atilio aparece con la guinda de goma. La saltarina.
—¡Campeonato de cabeza! —grita uno, mientras hacemos jueguito.
La pelota tiene imán y los players van surgiendo de cada puerta, de cada zaguán, de cada casa. Hasta que son suficientes para armar un movidito.
Pisan el Pocho y Pedro, dos de los que juegan mejor. Todos nos conocemos. Nos estamos criando juntos, entre la playa y el campito de Chucarro, el Arizona y el Casablanca, el Parque Batlle y la Escuela Noruega, el estadio y las piscinas públicas de Trouville.
Apenas empieza el partido, gol en el arco de la zapatería. El arco de ellos. Festejo, gritos, cachadas, protestas.
—¡Auto! —grita Alvarito y todo se detiene.
Pablito, la pelota apretada bajo la suela derecha, deja ir al De Soto que pasa ronroneando.
—¡Sigue! —se escucha.
Entonces levanta la cabeza, juega con la pared, que como dice el porteño Héctor «es el wing que más la pasa», y elude así la marca aguerrida del cabezón Alfredo, terrible asesino, para alcanzármela «de rastrón», casi dormida, mismo en dirección al arco demarcado por un par de alpargatas bigotudas.
Sin oposición, apenas tengo que tocarla. La entro, la piso y la dejo ahí. Gol. Chupen, giles. 2 a 0 nosotros. Así, hasta las luces. Cuando se encienden los faroles callejeros, termina el partido. Esa es la ley, vayamos como vayamos. Hoy nos toca marchar 18 a 15. Parejo. Cuatro horas, cato