El aire que me falta

Luiz Schwarcz

Fragmento

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EN LA CIMA DE LA MONTAÑA

El teleférico nos había dejado en el punto con mejores vistas de las montañas. Llegar a la cima, contemplar alrededor aquel universo blanco en el que las ráfagas de sol marcaban con luces y sombras cada uno de los surcos de la cordillera, debería haberme suscitado gran alegría. El descenso equivalía a doce kilómetros de placer. Pocas pistas de esquí son tan largas, sin interrupciones para tomar un nuevo teleférico. Todos los que suben allí por primera vez se detienen unos minutos a observar las vistas. Es estupendo respirar el aire limpio, rodeado de nieve que se ve por todas partes, bajo nuestros pies o en las montañas más alejadas. La sensación de estar cerca del cielo, en un espacio tan vasto, hace que los efectos de la respiración sean más intensos.

La preparación para el descenso incluía una bocanada de aire en los pulmones y un sentimiento de complicidad con la naturaleza. Pero, por motivos poco o nada racionales, nada de eso me estaba pasando en aquel momento.

Me agaché para ajustarme las botas y disimular ante mi instructor, o ante mí mismo, la angustia que se estaba apoderando de mi respiración y de mi mirada. Me tomé más tiempo de lo habitual solo para recuperar el aliento, intentando eliminar aquello que me bloqueaba la garganta justo cuando esperaba todo lo contrario.

El contacto con el aire puro en la cima, la velocidad de la bajada, eran un buen antídoto para la depresión que padezco. No he esquiado muchas veces, pero estar en la montaña y practicar deporte durante gran parte del día tiene un efecto terapéutico, es sinónimo de alegría y relajación. En las alturas solo soy responsable de disfrutar de la naturaleza. La actitud es la misma en las montañas nevadas o en las que frecuento en Brasil, donde me entrego a las aguas heladas de los ríos y cascadas sin poder corregir su curso, sin poder editar nada de lo que me rodea, sin atribuirme ninguna responsabilidad por algo que no está bajo mi control. La montaña requiere un ejercicio de humildad, exige sumisión a lo que no fue creado por el esfuerzo humano. A cambio, proporciona gran placer.

Otro factor importante debía servir como garantía de felicidad en aquel viaje. Por primera vez llevábamos a esquiar a nuestras nietas, Zizi y Alice. Después de explorar las pistas más rápidas por la mañana con mi instructor, por la tarde me divertía esquiando con ellas, participando en sus aventuras en la nieve. Por lo demás, de vuelta en el hotel, dedicábamos las horas a charlar, a jugar y a prepararnos para la cena, durante la cual las dos disfrutaban de la comida regional. Hace tiempo que estar con «las niñas» pasó a ser uno de los aspectos centrales de mi vida, un contrapunto a una existencia en la que me alejé de amigos y restringí mis contactos al ámbito profesional, haciendo amistades siempre limitadas al mundo de los libros y viviendo, la mayor parte del tiempo, rodeado de la familia o en silencio.

Así que llegar a la cima esa mañana, con los pulmones con­traídos y sin aire, con un inexplicable nudo seco en la garganta, fue un shock, una reversión completa de lo que había imaginado o soñado durante meses.

No solo la montaña me exigía humildad. La depresión me exigía mucho más.

* * *

Asustado por el esfuerzo que tenía que hacer para que el aire entrara en mis pulmones, no pensaba, al principio de esta historia, en el día en que percibí los síntomas iniciales de la depresión. Pocos, entre los que padecemos esta enfermedad, recuerdan con exactitud el momento en que advertimos por primera vez las señales, que aparecen cuando identificamos algo entre la garganta y los pulmones, un obstáculo que vuelve más exiguo el espacio para el aire, que dificulta el acto de respirar. En general, la depresión borra el recuerdo remoto, tiene una memoria corta, acentúa el dolor reciente, despreciando prácticamente cualquier rastro de historia. Eso era lo que sentía allí arriba, y no quería volver a sentirlo nunca más.

Si me esfuerzo por recordar el comienzo de mi enfermedad, es posible construir una narrativa. Recuerdo el aire que me faltaba en la cumbre y me viene a la mente la figura de mi padre, que nunca estuvo allí.

Antes incluso de la imagen del iris verde de mi padre, mi depresión apareció como un sonido. El sonido de sus piernas golpeando sin parar contra la cama en la habitación de al lado, donde mi padre sufría para poder dormir. El iris verde, en contraste con la esclerótica a menudo humedecida y rojiza —que llenaba de agua la bolsa inferior de sus ojos, donde las lágrimas quedaban reprimidas— pasó a ser la imagen principal de él, algunos años después del sonido grave que se filtraba a través de la pared, PA, PA, PA, PA, PA… No lograba ocultar o controlar aquel ruido seco, poco más o menos el opuesto complementario de los ojos húmedos. No recuerdo con exactitud cuándo oí por primera vez el tambor aflictivo, o sí, creo que sí lo sé: fue también cuando me deprimí por primera vez. Fue mi primer gran susto, al intuir que no sería capaz de atender mis deberes de hijo único. En ese momento comprendí, aun siendo muy pequeño, que no podría garantizar la felicidad de mi padre, consciente ya de que esta sería, para siempre, la misión más importante de mi vida. Una misión en la que fracasé por completo.

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LO QUE SE QUEDÓ EN BERGEN-BELSEN

Trece años y medio después de la muerte de mi padre, aún puede ser arriesgado afirmar con seguridad las causas de su in­somnio. Hasta mis diecisiete años, poco sabía yo sobre su pasado, excepto un detalle que era mayor que cualquier secreto. André Schwarcz, el chaval András, o Bandi, que era el apodo de todos los Andrés o András en Hungría, sobrevivió al huir del tren que lo llevaba al campo de concentración de Bergen-Belsen. Su padre, Láios, Luiz como yo, que iba en el mismo vagón, se quedó en el tren y nunca volvió del campo. András tenía entonces diecinueve años. Láios fue visto con vida cuando los aliados liberaron Bergen-Belsen, pero estaba tan débil que ya no podía caminar ni alimentarse. Mi padre no lo supo hasta los años sesenta, después de más de dos décadas imaginando cómo murió el suyo. ¿Por un disparo de rifle? ¿En las «marchas de la muerte» que los judíos eran obligados a realizar entre un tren y otro de camino a los campos de exterminio? ¿En la cámara de gas? ¿De tifus?

Algunas de estas particularidades me las contarán muchos años después. Para lo que ahora importa, baste decir que mi madre intentó explicarme, incluso durante mi infancia, el origen de la tristeza de mi padre: sus problemas para dormir, el ruido de sus piernas al golpear la cama por la noche. A una edad muy temprana, aprendí el significado de la palabra «culpa» como algo que fundamentaba mi existencia, algo que iba más allá de los ojos o las piernas de mi padre. Su culpa por haber sobrevivido a mi abuelo, por no haberlo salvado o acompañado en la muerte, no permitía descanso, ni siquiera los felices sueños que él, junto con mi madre, me deseaban cada noche al borde de la cama. Es probable que mi padre no durmiese ni soñase porque el pasado volvía como vigilia absoluta

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