Naufragios

Esteban Valenti

Fragmento

Se puede decir que nací navegando. A los ocho meses me embarcaron en una carcasa flotante y me llevaron desde Italia a la Argentina. El título de este libro puede parecer pesimista, pero no lo es. Para naufragar varias veces hay que reponerse y volver a navegar, una y otra vez. No es lo mismo que flotar.

Es duro reconocerlo, pero la vida y —sobre todo— la lucha son un conjunto de naufragios y por lo tanto de navegaciones, donde las compañías muchas veces son más importantes que los puertos.

Reconozco que mi vida ha sido una sucesión de naufragios. Voy a tratar de relatarlos. Pretendí hacerlo en parte en mis novelas y cuentos anteriores. Siempre quedé insatisfecho, porque nunca lograba mostrar la continuidad de esos naufragios que me han dejado bastante huérfano de raíces y prolífico de navegaciones, la mayoría de ellas terrestres. Nunca sentí que había mostrado las tripas, todas las tripas.

Tengo una gran contradicción entre mostrar las tripas o divertirme al escribir. ¿Lograré en este libro resolver esta tensión?

Esta no es una novela, pero menos es una historia o una biografía. Es la crónica de mi viaje personal. No soy tan pretencioso ni tan auténtico. Nunca me animaría a contar toda la verdad y nada más que la verdad. No es de navegantes y menos de novelistas. Y me gusta mucho ser novelista, porque siempre se le puede echar la culpa a la imaginación y nunca a la memoria, y además he vivido demasiado pendiente de la realidad. Como la mayoría.

Voy a contar todo lo que me anime, ya que es un libro para publicar mientras yo viva. Eso espero. Escribo porque durante mi vida he tenido muchas pruebas, muchas navegaciones, caminatas y sobre todo naufragios, y por eso no tengo miedo a exponerme.

No tengo que defender a nadie por un mandato superior, anterior y absoluto; ni siquiera a mí mismo. En cierto sentido escribo para mí.

El gran peligro que acecha en cada renglón es la mentira. Los hombres giramos en torno a ella, y nos deslumbra con su fuerte luz ámbar. La verdad es una meta casi inalcanzable, huidiza y peligrosa. Pero existe.

Según mi propia experiencia, un náufrago, en especial uno vocacional y obligado como yo, siempre lleva pegadas a sus ropas —y sobre todo a su alma— las sales y las algas de sus aventuras náuticas y el barro y los perfumes de sus viajes terrestres, y nunca se siente completamente en su casa, en su puerto. Está siempre en una condición provisoria. En mi caso me persiguió la agobiante pregunta de por qué soy un insatisfecho empedernido e inconsolable. Construir la respuesta me llevó muchos años. Tengo que aprovechar esta ventana de sinceridad en este momento de mi vida para compartir esta revelación, o al menos para contármela a mí mismo.

Probablemente por la persistente necesidad de responder a esa pregunta es que amo las tardes lluviosas, cuando el agua cae como agujas y el viento sacude los árboles, pero sobre todo la imaginación y la melancolía. Y amo entrañablemente los puertos, son el mayor enemigo de los naufragios. No obstante, naufragar es mi condición.

Yo vine a este mundo para ser náufrago; cuatro días antes de nacer había muerto el pilar de mi familia, su ancla, mi abuelo Armando Pitino, derrotado por varios años de luchar contra el cáncer. Me dejó de regalo un cochecito inglés de bebé, con grandes ruedas. Con él y ocho meses de vida emprendí el cruce del Atlántico, desde Génova hacia Buenos Aires, en una nave —de alguna manera hay que llamarla— construida durante la guerra y que en 1943 fue hundida en el puerto de La Spezia por la aviación nazi y luego reflotada. Se llamaba M/N Ravello. Luego de emparcharla como pudieron, pasó a integrar la flota de Achille Lauro, el armador napolitano.

El comienzo de mis navegaciones no fue por cierto muy prometedor. Veintiocho días después de zarpar de Italia llegamos al puerto de Buenos Aires en el mes de diciembre de 1948. Poco antes de las fiestas.

Le voy a dedicar un capítulo entero a esa travesía, porque —aunque mi lugar de observación y sobre todo mi edad no me permitieron guardar muchos recuerdos— fue tantas veces comentada en la familia que me ahorra imaginación y novelería.

Mi abuelo Armando me dejó otras cosas además del cochecito que aparece en mis primeras fotografías. Me dejó una foto color sepia de cuando era oficial de artillería y, embarcado en un biplano y sobrevolando los Alpes, orientaba el fuego de los cañones de su regimiento en la Primera Guerra Mundial. Me legó un carácter bastante insoportable —lo de insoportable es una gentileza—, mi metro ochenta de estatura y el color de mis ojos, que solo él tenía en toda la familia, tanto del lado de los sicilianos como del de los romanos. Y sobre todo me dejó su leyenda de ser el pilar implacable de su familia, de mi abuela Matilde y sus tres hijos, Elsa, Vincenzo y Giacomo.

Estuve viviendo en Argentina en tres etapas diferentes, tres de mis naufragios. La segunda gran navegación —aunque con al menos tres períodos distintos— es en Uruguay y es la que más tiempo ha durado y donde todavía intento mantenerme a flote. En mi Italia natal tuve dos estancias y muchos viajes. En fin, el resultado de todos estos periplos es que me es imposible definir mis raíces; las tengo tan entreveradas que, aunque busco todas las definiciones literarias sobre los orígenes, me sigo sintiendo un eterno nómada y ya he perdido la esperanza de encontrar un puerto que me identifique totalmente. Y lo peor es que en todas partes siento nostalgia.

Es como si bajo la tierra que piso se mezclaran las raíces de los naranjales y los olivos, junto al coronilla, los plátanos y sobre todo las hierbas de las colinas onduladas y azules de mi Uruguay.

Pienso y hago las cuentas en español, excepto cuando estoy en Italia, donde me funciona automáticamente un sistema electrónico mental por el que insulto en italiano, pienso en italiano y hasta cuento en italiano. Sobre todo cuando pienso en la muerte, de la que he estado bastante cerca en diversas oportunidades, pienso en italiano. Aunque me cueste reconocerlo.

También cuando recuerdo a mi madre y mi abuela materna lo hago en italiano. Elsa murió a los sesenta años de edad en Mar del Plata, Argentina, en 1981, y ni siquiera pude despedirme de ella. Mi abuela Matilde también murió en Argentina sin resignarse nunca a hablar el español, en sus ochenta años, de los cuales vivió casi cuarenta en Buenos Aires.

No tengo el más mínimo recuerdo de mi primera casa en Roma, ni de la tierra de mi abuelo en Palermo, Sicilia. Tampoco podría explicar con seriedad y serenidad por qué los míos juntaron sus petates y un día decidieron venirse a América. Por hambre no fue, aunque el pan, el queso y todo costaba muy caro en el mercado negro romano; tampoco se fueron por la ilusión de hacerse la América. Además, mi familia materna arrastró a mi padre, que tenía pocas razones para emigrar y dejar a su madre, a sus cinco hermanos y toda su vida romana. ¿Por qué se fueron? Nunca intentaron explicármelo, porque en definitiva tampoco lograron explicarse ellos mismos esa primera navegación, ese anunci

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