Cary Grant. La biografía

Marc Eliot

Fragmento

1

La noche del 7 de abril de 1970, cuatro años después de protagonizar su última película, Cary Grant, que contaba entonces sesenta y seis años y nunca había conseguido un Oscar, recibió un premio especial de la Academia en reconocimiento a toda su trayectoria profesional. Pese a que para su enorme legión de admiradores era un honor que llegaba escandalosamente tarde, por una serie de motivos, algunos menos obvios que otros, estuvo a punto de no suceder.

La idea original de crear la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas1 fue de Louis B. Mayer, que en 1926 propuso formar una agrupación de estudios abierta a todos los empleados de estos, incluidos los actores, y dirigida por los magnates, para contrarrestar el creciente problema que representaban las organizaciones sindicales independientes de Hollywood. El objetivo de los premios anuales era apaciguar a los trabajadores que buscaban beneficios más prácticos, como mejores salarios, seguridad laboral, cobertura sanitaria y planes de jubilación. En aquella época prácticamente todo el mundo relacionado con la industria cinematográfica, desde los que pintaban los escenarios, los encargados de vestuario y los de atrezzo hasta los guionistas, actores y directores, estaba a merced de los caprichos y antojos, y de la mentalidad explotadora, de la generación pionera de los magnates de Hollywood.

El primer actor que consiguió romper el férreo sistema de contratos fue Cary Grant, que se convirtió en un actor autónomo, contratado por película, en 1937, cuando expiró su contrato de exclusividad de cinco años con la Paramount (como había expirado el propio estudio, que originariamente se llamaba Paramount Publix). Durante la media década que permaneció con el estudio trabajó en veinticuatro producciones (en tres de ellas, cedido a otros estudios), con un salario que en 1932 era de cuatrocientos cincuenta dólares a la semana y en 1936, de tres mil quinientos, muy inferior a los seis mil quinientos semanales que Gary Cooper, su principal rival en la Paramount, ganó aquel año.

Sin embargo, el dinero no fue la única razón por la que Grant decidió no seguir sujeto a contrato con ningún estudio. En 1934 la MGM, el estudio «¡con más estrellas que el firmamento!», y el que el actor pensaba que más convenía a su estilo e imagen, quería que la Paramount se lo cediera para que coprotagonizara, como primer oficial del capitán Bligh, Rebelión a bordo, de Frank Lloyd. Grant deseaba muchísimo participar en esa película, porque creía que sería la que por fin lo convertiría en una gran estrella. Cuando Adolph Zukor, el jefe de la Paramount, se negó a cederle, la MGM le dio el papel a Franchot Tone, un actor de su cantera relativamente desconocido. Rebelión a bordo consiguió el Oscar a la mejor película en 1935 y sus tres protagonistas, Clark Gable, Charles Laughton y Tone, estuvieron entre los nominados a mejor actor. (Ninguno ganó: el premio de aquel año fue para Victor McLaglen por su papel en El delator, de John Ford.)

Grant nunca perdonó a Zukor y un año después, cuando terminó su contrato, se negó a renovarlo con la reorganizada Paramount. A continuación sorprendió a todo el mundo cuando, tras recibir ofertas de los principales estudios, anunció que no pensaba firmar ningún contrato en exclusiva, sino que lo firmaría por película. Para demostrar que su decisión de ser independiente era irrevocable, se dio de baja en la Academia, un paso que todos en Hollywood consideraron un suicidio profesional. En aquella época nadie, excepto Charlie Chaplin, había conseguido sobrevivir sin la seguridad de un cheque semanal en un Hollywood dominado por la Academia, y para hacerlo tuvo que fundar su propio estudio, United Artists (con Douglas Fairbanks, D.W. Griffith y Mary Pickford).

Nadie, excepto Cary Grant. El mismo año en que expiró su contrato con el estudio, actuó en La gran aventura de Silvia, de George Cukor, para la RKO, en un papel que le permitió exhibir su talento personal en la pantalla, cosa que no pudo hacer en la Paramount. Pese a que podría afirmarse que su interpretación en la película fue tan buena (y en algunos casos sin duda mejor) como la de William Powell en Al servicio de las damas, Paul Muni en La tragedia de Louis Pasteur, Gary Cooper en El secreto de vivir y Walter Huston en Desengaño, la Academia, que aún le guardaba rencor, se olvidó intencionadamente de él en el momento de los Oscars. Para los conservadores magnates, era oficialmente un proscrito y enemigo de su sistema, vilipendiado como cualquier activista sindical independiente. Sin duda su ira estaba exacerbada por la frecuente e indiscreta ostentación que Grant hacía de sus once años de «matrimonio» con el actor Randolph Scott.

Aquel resentimiento habría de durar mucho tiempo.2 De las setenta y dos películas en las que trabajaría, solo dos de sus actuaciones —en Serenata nostálgica (1941) y Un corazón en peligro (1944), ambas rodadas durante la guerra, cuando en Hollywood escaseaban los talentos masculinos— merecieron las nominaciones a mejor actor, y en ambas ocasiones perdió (en el primer caso el premiado fue Gary Cooper, por El sargento York, y en el segundo, Bing Crosby, por Siguiendo mi camino).

No obstante, su individualismo pionero ayudó a redefinir la idea de lo que significaba la libertad creativa en Hollywood y tuvo un papel fundamental en el complejo y multifacético movimiento a favor de la independencia en todos los ámbitos de la industria cinematográfica. Ayudado por una histórica demanda antimonopolios interpuesta por el gobierno en 1948 contra el control absoluto que los magnates ejercían sobre la producción, distribución y exhibición de las películas,3 Grant formó parte del grupo de personas cuyas acciones contribuyeron finalmente a que Hollywood dejara de ser una industria que producía películas en serie, de la misma forma que Ford fabricaba coches, para convertirse en un lugar donde los mismos actores podían producir películas fuera del sistema, con financiación independiente, y venderlas al mejor postor para la distribución.

Si los estudios sentían resentimiento hacia Grant, este, por su parte, no les perdonaba lo que consideraba su empecinada negativa a reconocer debidamente, concediéndole un Oscar, no solo su éxito personal, sino todo cuanto había significado para la industria el éxito de sus películas. En su opinión, aquel desaire intencionado, además de ser un insulto a su ego, le costaba a él (y a ellos) potenciales beneficios millonarios en taquilla por las numerosas películas que no solo había protagonizado, sino de las que también era copropietario. Todos en Hollywood sabían que, por mucho éxito que tuviera una película, con la concesión del Oscar aumentaba sobremanera su rentabilidad.

De hecho, muchos en la industria estaban convencidos de que era el dinero, más que el rechazo —al fin y al cabo, ¿cuánto más popular entre el público podía ser Cary Grant?—, lo que mantenía el dedo del actor, conocido por su tacañería, en el gatillo legal de la pistola con la que apuntaba constantemente a la cabeza de los jefes de los estudios. Desde principios de los años treinta hasta que se retiró, Grant presentó numerosas demandas, la mayoría de ellas frívolas, contra los responsables de la industria, a los que casi siempre acusaba de lo mismo: de algún modo conspiraban para arrebatarle lo que le pertenecía por derecho. Incluso seguía en ello en el verano de 1968. Aquel agosto, él y su socio, el director Stanley Donen, presentaron una demanda millonaria contra la MCA (Universal Studios) por su «error de juicio» al no obtener la distribución televisiva de las

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