Mi Ucrania

Victoria Belim

Fragmento

cap-3

1

El tío Vladímir y yo reñimos un mes después de que su tocayo se anexionara Crimea. A las tres de la madrugada, hora de Tel Aviv, me envió el último mensaje, en el que decía que nuestra familia debía estar agradecida a la Unión Soviética. Cuando leí su correo electrónico a las ocho de la mañana en Bruselas, apenas reparé en que su avatar de Skype había adoptado un inerte color gris y en que su perfil de Viber ya no mostraba una foto suya en la posición de loto.

Toda mi atención se centraba en el mensaje de Vladímir. Escribía muchas barbaridades: que si Estados Unidos me había lavado el cerebro, que si el capitalismo norteamericano había matado a mi padre...; pero lo que peor me sentó fue que dijera que nosotros, en referencia a nuestra familia, estábamos en deuda con la Unión Soviética y teníamos que mostrarnos agradecidos. La idea de que alguien sintiera nostalgia de un régimen cuyo nombre era sinónimo del totalitarismo me parecía obscena. No podía creerme que mi tío, entusiasta practicante de yoga y apasionado de la fotografía, se hubiese convertido en apólogo de las atrocidades de la Unión Soviética. La URSS había propinado unos hachazos tan despiadados a mi árbol familiar, nos había diezmado de tal manera a golpe de guerras, hambrunas y purgas que habíamos pagado muy caras las siete décadas de socialismo soviético. Cuanto más repasaba los recuerdos de mi infancia en Ucrania durante la etapa soviética y más recordaba la miseria de nuestra vida en la década de 1980, más grande era el nudo que notaba en la garganta y más me palpitaban las sienes. Cerré el portátil, me acerqué a la ventana y apoyé la frente contra el frío cristal.

Los rojos tejados de dos aguas de Bruselas resplandecían tras la lluvia reciente, y unos densos nubarrones todavía flotaban sobre la oscura línea de árboles que a lo lejos señalaba los límites de la ciudad. Solté el aire poco a poco sobre el vidrio y contemplé cómo el rojo de las tejas se desvanecía en naranja pálido. Al cabo de unos segundos, sin embargo, el vaho de mi aliento se evaporó y todo volvió a la vida, más nítido que antes. Aun así, mis pensamientos seguían sumidos en la confusión.

Vladímir era el hermano mayor de mi padre, al que había perdido tres años antes, de manera que mi tío era el único vínculo que me quedaba con esa rama de la familia. Habíamos nacido en el mismo país, Ucrania. Hablábamos la misma lengua, el ruso. Ambos vivíamos en lugares donde nadie nos había conocido de pequeños, como le gustaba decir a mi tío. Sin embargo, cuando discutíamos, cualquiera habría dicho que procedíamos de dos planetas distintos. Yo emigré de Ucrania a Chicago a los quince años y Vladímir a Tel Aviv con cincuenta y cinco, pero él permaneció en su propia galaxia soviética. Su Unión Soviética no se parecía en nada a la que yo conocí. Para mí significaba privaciones y supermercados vacíos. Su Unión Soviética era poderío nuclear y un ejército fuerte. Mi Unión Soviética era el colapso de la década de 1980 y el desastre de Chernóbil; la suya, el boom de los cincuenta y el vuelo de Yuri Gagarin, el primer hombre que viajó al espacio. Que Vladímir esperase que me sintiera agradecida a alguna de esas Uniones Soviéticas me dejaba atónita.

En la familia teníamos a varios comunistas con carnet y mi bisabuelo materno se enorgullecía de hacerse llamar bolchevique. Sin embargo, esos mismos comunistas habían votado a favor de la independencia de Ucrania en 1991, igual que mi bisabuelo bolchevique. Nadie añoraba la Unión Soviética. A mí la nostalgia siempre me había parecido una enfermedad, dentro de la cual la soviética constituía una patología especial, y el caso de Vladímir me alarmaba. La gente normal no debería echar de menos las largas colas para conseguir comida, los apagones y las carestías constantes. Las personas cuerdas no deberían añorar un régimen que tiró por tierra todos los valores humanistas y encarceló a millones de sus súbditos. El propio Vladímir estuvo en la cárcel por grabar cintas de los Beatles, de modo que si a alguien le habían lavado el cerebro, era a él.

Si mi conversación con Vladímir hubiera tenido lugar en otro momento, habría hecho caso omiso de sus comentarios. Él rondaba los ochenta años y muchas personas de la generación de mis abuelos defendían opiniones e ideas que me resultaban incomprensibles. Me sentaban mal sus diatribas antiamericanas, pero la televisión rusa le había hecho ver el mundo en términos de quintacolumnistas y pérfidas conspiraciones. Por lo general, yo desviaba las conversaciones de la política al yoga, interés que compartíamos. O le pedía que reprodujera las películas mudas que había grabado de joven y que estaba digitalizando poco a poco. En su última restauración aparecía yo, existente pero aún nonata. Vladímir la filmó durante unas vacaciones en que la familia había ido de acampada: mi madre embarazada, con la mano encima de mí —de su barriga—, metiendo los dedos de los pies en el río mientras miraba a la cámara con una mezcla de timidez y coquetería; mi padre sacando del agua un pescado grande y reluciente. La cámara se desplazaba de mi padre a mi madre a la vez que él le daba el pescado para que ella lo limpiase. Un zoom a la cara pálida de mi madre, enmarcada por su melena morena, para mostrarnos la mueca que hacía. Vladímir andaba trabajando en la segunda parte de la grabación, que seguía mi infancia hasta 1986, el año en que explotó Chernóbil y mis padres se divorciaron.

Sin embargo, mientras mi tío propagaba su variedad de nostalgia soviética, Ucrania estaba siendo hecha pedazos en nombre de la reconstrucción del telón de acero. Otra cosa que Vladímir tenía en común con Putin era la convicción de que la caída de la Unión Soviética era «la mayor catástrofe del siglo».

De no haber estado tan obsesionado con Estados Unidos como el origen de todo mal, podría haber culpado a mi nuevo hogar, Bruselas, pues todo había empezado con un documento pergeñado en la sede de la UE, radicada en la misma calle que mi apartamento. Podría haber remontado la causa de la tragedia hasta un acuerdo que establecía los términos de la colaboración y el comercio entre la UE y Ucrania. El tratado detallaba una asociación económica y política en virtud de la cual la UE prometía proporcionar apoyo financiero, acceso preferencial a los mercados y, con el tiempo, una convergencia en materia de estándares jurídicos y política de defensa. Los ricos recursos agrícolas de Ucrania y su posición estratégica en la frontera oriental de la UE hacían de ella un socio atractivo. Sin embargo, a ojos de Rusia, el viraje hacia el Oeste de su vecino resultaba una amenaza y una provocación, pues suponía perder influencia y control sobre Ucrania, un territorio importante dentro de la política rusa desde los tiempos de los zares. De haberse firmado el acuerdo de asociación, tal vez no habría cambiado gran cosa, y menos aún para Ucrania, ya que solo los más optimistas esperarían que un pedazo de papel abriera las puertas de la incorporación a la UE de un disfuncional país postsoviético.

Sin embargo, el acuerdo no se firmó. El presidente ucraniano, Víktor Yanukóvich, sonrió como un bobo en las reuniones con dignatarios de la UE y soltó vaguedades sobre la libertad y la democracia. Luego, en el último momento, se aferró al rescate que le ofreció Rusia y devolvió a la UE un acuerdo sin firmar. Cu

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