De puertas adentro

Amalia Avia

Fragmento

PRÓLOGO

Un día de 1980 estaba comiendo con mi familia en casa. En algún momento me levanté por algo —no recuerdo qué—, enganché el pie en la pata de la silla y con toda la torpeza del mundo me fui como un saco contra el suelo. El resultado: dos vértebras aplastadas y varios meses de reposo forzoso en cama. En ese momento, imposibilitada por completo para la pintura, decidí acometer un sueño mil veces anhelado: la redacción más o menos ordenada, más o menos exhaustiva, de los recuerdos de mi vida.

Ya en la adolescencia sentía yo la necesidad de escribir lo que había vivido. Después también, pero nunca me veía capaz del todo, pues mi mundo era evidentemente el de la pintura. En alguna ocasión alguien se ofreció a hacerlo en mi nombre: la idea no me gustaba. Así que, gracias a esas dos vértebras lumbares que tanto me hicieron sufrir, aquel proyecto utópico comenzó a hacerse realidad. Supongo que en ello influyó de manera importante el amor desmedido que tengo por los libros de memorias y biografías, que salvo en contadas excepciones, me han interesado y entretenido mucho más que las novelas. Nunca he conseguido que una vida de ficción me interese más que una vida real.

No sé si mi vida será interesante o no. Lo que yo siento es que, a pesar de haberse desarrollado prácticamente en los mismos lugares, es tal la diferencia que existe entre el mundo de mi infancia y juventud, y el mundo que por mi profesión conocí después —el mundo de la cultura, por llamarlo así, de los artistas, los músicos, los escritores...—, que es como si por mí hubieran pasado muchas vidas, vidas que me interesan y en las que siempre me he encontrado a gusto. De todas ellas y de todas las personas a quien he querido y que tanto me han enseñado, quería dejar, aunque no fuera más que para mí misma, un testimonio escrito.

He trabajado en estas memorias durante años, con muchas interrupciones y compaginándolas siempre con mi trabajo de pintora. Para mí ha sido una dedicación verdaderamente placentera, una de esas tareas que una hace sin obligación y con mucho entusiasmo. Recuerdo tardes enteras en el jardín de mi casa, en el sillón de mi habitación, en la cama; todavía conservo los cuadernos garabateados de principio a fin, o la máquina de escribir donde, con mucho dedo índice, pasé a limpio la primera versión, mucho más extensa que la actual. La verdad es que nunca he tenido dificultades de redacción, lo cual no deja de sorprenderme. A mí nunca me había gustado particularmente escribir, aunque a mis amigas del colegio les encantaban mis cartas y se reían mucho con ellas. Descubrirme tan relajada y tan a gusto escribiendo fue, por tanto, una grata sorpresa que nunca llegué a tomarme muy en serio, pero que me estimulaba lo suficiente para continuar. Eso sí, podía estarme un día entero pintando y no cansarme; pero si en una tarde escribía tres horas seguidas, acababa agotada.

El largo proceso que ha requerido la redacción de estas memorias hace que hayan sido escritas en momentos muy distintos, como el lector tendrá ocasión de comprobar. Por razones diversas el epílogo ha sido redactado casi veinte años después que la presentación de mis antepasados con que comienza el libro. Esto hace que en ocasiones hable en presente de acontecimientos y personas que se sitúan en momentos temporales bastante lejanos.

Publicar mis escritos... eso sí que no formaba parte de mis expectativas iniciales. Para mí ya era un regalo imprevisto que tanto a Lucio como a otras personas cercanas que leyeron las primeras versiones les gustaran tanto. Entre esas personas debo mencionar a mi sobrina Maria Dolores Avia, que me subió enormemente la moral. Puede que a raíz de estas reacciones empezara yo a contemplar la posibilidad de publicarlas, pero nunca demasiado en serio. Me daba mucha vergüenza, y temía que resultara pretencioso por mi parte y que algunos episodios y opiniones pudieran molestar a cierta gente. Por ello, las memorias han pasado largos periodos guardadas en un cajón de mi estudio.

La persona realmente determinante en su publicación, y a quien, más allá de la admiración que siento por él, y de la amistad que nos une, quiero mostrar todo mi agradecimiento, es Javier Tusell. Todo empezó con la exposición Otra realidad. Compañeros en Madrid, de la que él fue comisario en 1992, y que reunía el trabajo de una serie de pintores, tanto realistas como abstractos, que desde siempre habíamos compartido amistad, experiencias e inquietudes. Un día en que, para la preparación del catálogo, Javier vino a vernos a casa, se enteró de que había escrito mis memorias y quiso que se las enseñara. Fuimos a mi estudio, por entonces situado en el jardín, y se las enseñé. Entonces, cuando vio el grosor de los dos volúmenes que tenía, él, tan elegante como es, se puso de rodillas en el suelo para que se las dejara, a pesar de lo sucio y frío que debía de estar aquel terrazo, y a pesar de que en aquel momento apenas nos conociéramos. Las leyó esa misma noche, le encantaron, y seleccionó algunos fragmentos para el catálogo. Desde entonces no ha dejado nunca de alentarme a su publicación y se ha convertido, para mí, en el verdadero padrino de esta obra.

Pienso que no ha habido una sola causa concreta que me haya empujado definitivamente a la publicación de estos escritos. Creo que ha sido más bien un proceso de maduración lenta con el paso de los años. Han jugado a favor varios factores, entre otros la desaparición de algunos fragmentos susceptibles de ser mal comprendidos por algunas personas, y también la desaparición, lenta y triste, pero real, de muchas de esas personas concernidas. Aunque en última instancia quiero decir que una de las bazas que más ha contribuido a desequilibrar la balanza la ha jugado mi hermana Maruja. He tardado muchos años en darle a leer estas páginas, supongo que por miedo a su opinión, pero el entusiasmo que ella mostró tras leerlas y su posterior empuje para la publicación han sido para mí especialmente importantes. También lo ha sido la ayuda de Rodrigo, el pequeño de mis hijos, que además de conocer mucho mejor que yo el mundo editorial, me ha apoyado con la misma perseverancia con que, tanto él como sus hermanos, me alientan cada día a que siga pintando.

El grueso de mis memorias podría dividirse en dos partes. Muchas veces he dicho que he tenido dos vidas: una antes de Peña y otra después. Eduardo Peña fue el profesor de pintura a cuyas clases comencé a acudir a los 23 años. Antes de este punto de inflexión mi vida difícilmente salió del ámbito familiar, que, por la época que nos tocó vivir, estuvo demasiado teñido de tristeza. Después, tanto en el terreno de la realización personal como en el descubrimiento de otras realidades, mi vida cambió absolutamente. Creo que la lectura de estas páginas lo deja suficientemente claro.

Por otra parte hay otro criterio que me parece igualmente válido para dividir mi vida: la muerte de Franco también marca un antes y un después. La primera redacción de estas memorias concluía precisamente en ese momento, o mejor dicho

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