Confesiones de una editora poco mentirosa

Esther Tusquets

Fragmento

cap-1

1

A veces un libro empieza por el título

No estoy segura de quién es el responsable de que yo esté ahora aquí escribiendo las primeras líneas de algo que puede convertirse en un libro que siempre creí que no iba a escribir, en primer lugar porque temía que no tuviera suficiente interés, y en segundo lugar, y era la razón definitiva, porque no me apetecía. «Porque tuve ganas», es la respuesta que dio en repetidas entrevistas Umberto Eco, aburrido de que le preguntaran por milésima vez el motivo de que se hubiera decidido a escribir una novela, y creo que ahí hubiera debido quedar zanjada la cuestión, aunque seguro que no fue así y le siguieron incordiando con la misma pregunta. En fin, el hecho es que, a pesar de mi fama de mujer dura que hace siempre lo que quiere —¡ya me gustaría que fuera a medias cierto!—, aquí me veo, tecleando las primeras líneas de lo que corre el riesgo de convertirse en un libro que siempre me dije que no iba a escribir, un libro sobre mis experiencias de editora.

Todo empezó hace unas pocas noches, en una cena de cuatro o cinco amigos, cuando, para animar una sobremesa que se anunciaba aburrida, empecé a contar algunas anécdotas de mi vida profesional.

—¿Ves? —me dijo mi hija Milena, que se ha iniciado hace poco como editora, lo cual implica, pues eso conlleva la profesión, que vive como editora todas las horas del día y sueña con libros la mayor parte de las noches—. Esto es lo que quiero que escribas para mí. No unas memorias solemnes, hablando de los grandes problemas y acontecimientos de la edición, sino estas pequeñas anécdotas que constituyen la vida cotidiana de una editorial y que cuando las cuentas tú resultan divertidas.

—Confesiones de un pequeño editor —apostillé, pensando en Azorín—, y tal vez podríamos añadir «poco mentiroso».

Y en cuanto lo dije supe que estaba perdida.

No solo porque Milena se precipitó a apuntar el título, como si se tratara de un encargo formal y no de una charla de sobremesa, en el bloc que tenemos junto al teléfono —donde sigue figurando en primera página y en solitario, porque nunca escribimos allí nada: seguimos anotándolo todo en los márgenes de los periódicos del día que se tiran por descuido a la mañana siguiente o en minúsculos papelitos que nos apresuramos a extraviar—, sino porque darle nombre a algo equivale a dotarlo en cierto modo de entidad, y además el título me gustaba.

En muchas ocasiones, he dejado el título de mis libros para el final y he aceptado gustosa sugerencias y cambios (a no ser por José Batlló, El mismo mar de todos los veranos se hubiera llamado Y Wendy creció, y debo el título Con la miel en los labios a mi gran amigo y editor, Jorge Herralde), pero, en otras ocasiones, pocas, he escrito un texto tomando como punto de partida un título que previamente me gustaba, como en La niña lunática de Kokoschka, que me brindaba además la oportunidad de utilizar el bonito dibujo de la muchachita desmadejada e inquietante para la cubierta.

Confesiones de un pequeño editor me parecía un buen título, sobre todo porque el calificativo «pequeño» (que, sin embargo, finalmente he suprimido) no era accidental, no se trataba de falsa modestia, ni de que Lumen, por razones externas a nuestra voluntad, y frustrando posibles sueños de grandeza, se nos hubiera quedado chica. De hecho, hubiéramos podido intentar, al menos en dos ocasiones —con Mafalda y con las novelas de Umberto Eco—, dar el salto y convertirnos en una empresa mucho mayor. Pero, si me ha llevado tiempo estar segura de poseer una auténtica vocación de editora —debido en parte a que no fue una profesión elegida por mí y en parte a que no he terminado nunca de sentirme a gusto en el papel de empresaria—, sí he estado por el contrario absolutamente segura de que nada podía seducirme menos que dirigir una gran editorial, una gran industria con multitud de empleados, mucho capital en juego y cientos de títulos al año. Esto último, además, en un país donde se produce un extraño fenómeno, que debió de tener su origen hace un montón de años: la oferta no se ajusta en absoluto a la demanda, y se editan muchísimos más títulos de los que va a ser posible vender, lo cual abona mis sospechas de que, si bien la edición es, qué duda cabe, otro negocio más dentro del sistema económico general, no deja de ser, incluso para los ejecutivos más eficaces y menos propensos a veleidades románticas o de cualquier otro tipo, un negocio algo especial, y de que, contrariamente a lo que en ocasiones han asegurado, fabricar libros no es para nadie, o para casi nadie, lo mismo que fabricar otro producto cualquiera.

Pero, además, para mí fue siempre importante mantener una relación personal con cada uno de los títulos que publicaba. No solo, como se nos pregunta con frecuencia si hemos hecho, leerlos todos, sino seguir el proceso desde que nacen como idea, como mera posibilidad, hasta que encuentras los primeros ejemplares de muestra de la edición ya terminada encima de tu mesa de trabajo.

Me gustaba por encima de todo, claro está, elegir títulos y descubrir autores (existe un momento sublime en la vida del editor, que se produce, como los grandes amores, pocas veces, y que no guarda relación alguna con el aspecto comercial, porque ningún editor genuino, ningún editor de raza, piensa entonces en los ejemplares que va a vender, y es aquel momento en que abres, acaso al azar, el original de un perfecto desconocido y te encuentras ante una obra importante: son estos raros momentos de éxtasis, de enamoramiento, los que compensan las dificultades y disgustos de una profesión dura y difícil, y los que me han hecho reconocer que he sentido en definitiva vocación por un trabajo que, si bien no elegí, he desempeñado con placer y a trechos con entusiasmo). Pero me ha gustado también mucho la vertiente artesanal de mi trabajo. Una de las ventajas del pequeño editor es participar en todo, hacer un poco de todo. Creo que he odiado un solo aspecto de mi profesión, que en consecuencia debe de ser el que peor he desempeñado: la promoción. Solo oír hablar de «argumentos de venta» me ponía enferma, sobre todo desde que me indicaron, muchísimos años después, cuando ya no era mía la editorial, que entre estos argumentos quedaba obviamente excluida la calidad e incluso el placer que la lectura de un libro pudiera proporcionar. Esto no interesaba por lo visto a nadie: si los argumentos de venta se relacionan con algo, es sin duda —y a mí, gran defensora, por otra parte, de los valores del medio, me parece aberrante— con la televisión.

El pequeño editor no puede, por lo general, entrar en subastas para conseguir los títulos que se suponen más vendibles, no puede montar premios millonarios que tienten a los archifamosos, no puede arrebatar autores a otro editor ofreciendo más dinero (alguien, que no se debe de interesar demasiado por los argumentos de venta, ni creer que los resultados económicos son los únicos que cuentan, afirmó que prefería haber editado el primer libro de un gran escritor que el último); el pequeño editor no puede permitirse la ordinariez de extender cheques en blanco. Y estas limitaciones me gustan. Me parece más interesante apostar por valores que has descubierto, que has ayudado incluso en ocasiones a crear, que por valores ya reconocidos. Establece una relación más rica entre autor y e

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos