El niño es el maestro. Vida de Maria Montessori

Cristina De Stefano

Fragmento

cap-2

Una niña

Al principio hay una niña. Está encerrada en una gran aula de techos demasiado altos. Estamos en 1876, y la escuela elemental pública de la via San Nicola de Tolentino, en Roma, es como las demás escuelas del Reino de Italia: una cárcel para niños. Hay que permanecer inmóvil en los bancos, escuchar a la maestra durante horas, repetir la lección a coro. Si uno se porta mal, lo castigan. La niña tiene seis años y odia todo eso desde el primer día. En silencio, comienza su revolución personal contra la institución. Una especie de huelga de atención, que en pocos meses la lleva a ser la última de la clase. «En el colegio no estudiaba nada —dirá ya de adulta—. Apenas escuchaba a las maestras, y a la hora de clase organizaba juegos, comedias.»[2] Y continúa: «No entendía las operaciones aritméticas y durante mucho tiempo di los resultados con cifras inventadas, las primeras que se me ocurrían».

Es mejor escribiendo, le apasionan los libros, y es una actriz nata. Cuando lee en clase algún texto conmovedor, consigue hacer llorar a todo el mundo. Tiene un carácter extravertido y, pese a su corta edad, un gran carisma. Cuando juegan en el patio a la hora del recreo, siempre lleva la voz cantante, sin discusiones. Si una compañera se rebela, la fulmina con una frase desdeñosa: «¡Tú! ¡Tú todavía no has nacido!».[3] Tiene una lengua temible y la seguridad derivada de ser una niña muy querida en casa. Desde el día en que nació, sus padres han ido anotando en un cuaderno todos los detalles de su vida, como si fuese un prodigio: los primeros pasos, las primeras palabras, la alegría parlanchina y, sobre todo, el «carácter vital e independiente».[4]

A las profesoras no les gusta su fuerte personalidad, su forma de mirar a los adultos a la cara, sin ningún respeto. Un día, una maestra hace un comentario sarcástico sobre la expresión de «esos ojos».[5] La niña, ofendida, se jura a sí misma que nunca más alzará la vista en su presencia. Durante las clases no consigue retener nada. Memorizar poesías y textos es un suplicio: «Una profesora estaba empeñada en hacernos aprender de memoria las vidas de las grandes mujeres, para incitarnos a imitarlas. La exhortación que acompañaba a estos relatos era siempre la misma: “¡Vosotras también deberíais ser famosas!”. “¿No os gustaría ser famosas?” Un día respondí con frialdad: “No, nunca lo seré. Me importan demasiado los niños del futuro para querer añadir otra biografía a la lista”».[6]

No le gusta nada competir. Ante una compañera que llora porque la han suspendido y no puede pasar de curso, sacude la rizada cabecita: «No lograba entenderla porque, como le dije, me parecía que tanto daba un curso como otro».[7] En cuanto a ella, la suspenden tres veces: en primero, en tercero y en cuarto de primaria. Se requiere un método para lograr tal resultado, y Maria lo tiene. Falta mucho al colegio alegando todo tipo de dolencias, no presta atención a las explicaciones en clase ni se esfuerza en los controles. En casa, a la hora de hacer los deberes, sufre fuertes migrañas y se mete en la cama, con la cabeza entre dos almohadas. «Ningún provecho», «Escaso provecho», escriben resignados los padres en el cuaderno. Conocen el carácter temperamental de su hija. Le proponen clases particulares de francés y de piano, pero pronto tienen que renunciar incluso a ellas. Cuando aprueba el examen final de la escuela primaria, la niña tiene trece años y parece la hermana mayor de sus compañeras, que tienen diez.

Hasta el momento del choque catastrófico con la escuela, Maria tuvo una infancia feliz: era hija única y muy querida de unos padres ya mayores. El padre, Alessandro Montessori, ferrarés, héroe de la guerra contra los austríacos, es funcionario del Estado. La madre, Renilde Stoppani, oriunda de Las Marcas, es una maestra enamorada de su trabajo, que tuvo que abandonar al casarse. La niña creció entre Chiaravalle de Ancona, donde nació el 31 de agosto de 1870, y Florencia, desde donde se trasladó luego a Roma, debido al trabajo de su padre. La nueva capital, recién conquistada por los Saboya, es una ciudad todavía pequeña y algo adormecida, que está encerrada en el meandro del Tíber, desde el monte Pincio a Porta Portese, y desciende rápidamente a una campiña de villas aristocráticas y viñedos, adonde los días soleados la gente va de excursión y a recoger achicoria. Más allá, inmenso e infestado de malaria, se abre el gran espacio vacío del Agro Romano.

El padre de Maria trabaja en el Ministerio de Hacienda y la madre se dedica a la educación de su hija. Le enseña los valores de la solidaridad. Le hace tejer ropa de abrigo para entregarla a la beneficencia. La anima a atender a los pobres y a hacer compañía a una vecina impedida por una joroba. Tal vez es así como nace la primera idea de ser médico: «Si veía en la calle a un niño pobre, lo encontraba pálido y me parecía que estaba enfermo. En vez de pensar en darle mi merienda, pensaba qué medicina, qué pócima podría curarle».[8] No usa las muñecas para probarles vestidos y gorritos, sino a modo de pacientes, en fila sobre la cama, mientras ella pasa con la cuchara distribuyendo jarabe para la tos.

La educación en su casa es espartana. «No se nace para gozar»,[9] dirá de mayor. Y contará de buen grado una anécdota de su infancia. Debía de ser muy pequeña. Acaba de volver a la ciudad tras un largo veraneo. Está cansada, tiene hambre, lloriquea pidiendo algo de comer. La madre, atareada con las maletas, le pide que espere. Al final, irritada, le ofrece un pedazo de pan duro, que estaba en casa desde que se marcharon: «Si no puedes esperar, toma esto».[10]

cap-3

La seducción del teatro

«Mi juguete era el teatro. Si veía recitar, imitaba con gran viveza: me metía en el papel de los personajes hasta llegar a palidecer o a sollozar y llorar recitando cosas ficticias. Inventaba pequeñas comedias, improvisaba argumentos; componía vestuario y escenas.»[11] Mientras libra su personal batalla contra la escuela primaria, consigue que la dejen asistir a un curso de interpretación. Su padre se opone, pero, como hace siempre, acaba cediendo ante la insistencia de Maria. Le cuesta enfrentarse a su única hija adorada, que tiene un carácter autoritario. Es así desde pequeña, y seguirá siéndolo toda la vida. «Cuando ella estaba en una habitación, no había nadie más», comentará una testigo muchos años después.[12]

En la escuela de interpretación, los profesores están encantados, dicen que la niña tiene mucho talento. Convencen a sus padres para que la dejen debutar en el teatro, en su primer papel oficial. «Yo también lo notaba —escribirá, recordando aquella época—, había nacido para aquello y era mi pasión.»[13] Sin embargo, en el último momento decide renunciar. Es una decisión repentina, sin explicaciones. «Fue solo un instante y vi que realmente iba a alcanzar la fama, a menos que huyera de la seducción del teatro.» A lo largo de su vida adoptará con frecuencia decisiones repentinas, tomadas por instinto, siguiendo su estrella interior. Cree en la escucha de la vocación y en las señale

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