Cartas

Emily Dickinson

Fragmento

La veleta define el viento

La veleta define el viento

Una Carta es una alegría de la Tierra – denegada a los Dioses.

EMILY DICKINSON

En pocos poetas vida y obra son tan indisociables como en el caso de Emily Dickinson. «Pensé que ser un Poema uno mismo impedía escribir Poemas, pero percibo el Error», escribió la poeta norteamericana al escritor liberal y ex coronel Thomas W. Higginson, al que ella elegiría, poco después de cumplir treinta años, como único «preceptor». La obra de Dickinson, que conforman en igual medida los poemas y las cartas, es densa como su vida interior —por eso hay que leerla en pequeñas dosis—, sin embargo su vida exterior fue de lo más austero. «Mi vida ha sido demasiado sencilla y disciplinada para avergonzar a nadie», informó por carta a su preceptor en 1869, anticipando la primera visita de Higginson a Amherst.

De todos es sabido que Dickinson se fue recluyendo poco a poco en el hogar paterno: según los testimonios de quienes la conocieron, hablaba a las pocas visitas que recibía a través de una puerta entornada; sin embargo, nunca negó su presencia a los niños, a los que, siempre según el testimonio de segundos y de terceros, bajaba pasteles y golosinas por la ventana en un cesto amarrado a una cuerda. Fue Samuel Bowles, el director del Springfield Republican, quien, dolido porque Dickinson no «quiso verle», la tildó en una ocasión de «reina reclusa», de ahí en parte la reputación que la ha acompañado hasta el día de hoy. Sin embargo, esta definición no debe confundirnos: gracias a la reclusión física Dickinson pudo explorar, desde su «mágica cárcel», la naturaleza humana y divina con una extraordinaria apertura intelectual, espiritual y erótica, y dar su mensaje al mundo con portentosa prodigalidad.

El aislamiento de Emily Dickinson fue paulatino. Antes de su encierro, viajó y se relacionó con los compañeros de clase, con jóvenes tutores de la universidad, amigos de su hermano Austin, y con los estudiantes y licenciados que Edward Dickinson, el padre, dejaba en compañía de su esposa y sus dos hijas cuando, durante la ausencia de Austin, distintos quehaceres, en su mayoría políticos, le llevaban a viajar a Boston o a Washington. Además, la familia Dickinson era muy influyente en Amherst (una pequeña localidad cerca de Boston y un centro educativo que giraba en torno al Amherst College), y en la casa paterna, conocida como el Homestead o la Mansión, se reunían destacadas personalidades, lo que más tarde ocurriría también en The Evergreens (la casa vecina donde vivirían Austin y su esposa Susan). Allí acudirían personalidades de la cultura norteamericana como Ralph Waldo Emerson, aunque por aquel entonces Dickinson ya estaba del todo confinada en su casa y no acudió a la casa vecina para conocerlo.

Cuando, poco antes de cumplir treinta años, la poeta se confinó en el terreno paterno, el aislamiento fue relativo y estrictamente físico: Dickinson mantuvo contacto por escrito con una gran variedad de personas, que no solo incluían a aquellas más cercanas a ella (como su cuñada Susan, a la que confió el mayor número de poemas), sino también a clérigos, editores, biólogos, escritores y artistas. Además, mantuvo el contacto con el mundo a través de los periódicos y de los libros (su padre tenía una gran biblioteca). Como Lezama Lima, que solo salió de Cuba en dos ocasiones pero que viajaba en el pasillo de su casa, Dickinson menciona lugares muy apartados geográficamente como si los conociera de primera mano. Por ejemplo en el poema «Tus riquezas me enseñaron pobreza»,[1] donde nombra «Buenos Ayre» (con su especial ortografía), «Perú» e «India». «Cerrar los ojos es Viajar —escribe a la señora Holland en 1870, y añade—: Las Estaciones lo entienden.»

Como ha señalado Ted Hughes, Dickinson escribió en una época de transición en todos los aspectos —el viejo calvinismo de Nueva Inglaterra libraba una batalla abierta contra el espíritu de la nueva era y los revivals puritanos se extendían por todo el país, la guerra civil amenazaba con dividir la nación y las tribus indias esperaban con sus búfalos en las praderas vírgenes, mientras Darwin escribía sus capítulos y las vías férreas empezaban a surcar el país— y, a pesar de su encierro, su poesía es paradójicamente un fiel reflejo de las fuerzas disonantes que estaban deshaciendo y rehaciendo Estados Unidos. El inmenso amor a la vida y a los suyos fue la razón por la que Emily Dickinson escribió más de mil setecientos poemas y más de mil cartas (a veces en forma de notas y misivas breves entregadas en mano) que hasta el día de hoy tienen el poder liberador de quien lo ha pensado todo por sí misma, hasta las últimas consecuencias.

Edward Dickinson, un hombre tan autoritario como respetado, poseía, en palabras de su hija, un corazón «puro y terrible» sin igual, y Dickinson le tenía una profunda devoción. Él representaba y mantenía unido el hogar, que sería de capital importancia para la tímida e hipersensible Emily Dickinson como lugar seguro y verdadero, un cobijo frente al gran y terrible mundo exterior. «El Hogar es algo sagrado —escribió la futura poeta a su hermano en 1851—, ninguna duda o desconfianza puede traspasar sus benditos portales.» La madre, Emily Norcross, era una mujer sumisa, depresiva y distante, incapaz de aportar solaz a sus hijos. La poeta dijo a su preceptor cuando se conocieron: «Nunca tuve madre. Supongo que una madre es aquella a la que acudimos cuando estamos preocupados». No obstante, con los años, aquejada de parálisis y de demencia senil, la madre «alcanzó en dulzura lo que perdió en fuerza».

Dickinson quizá heredara de su madre el amor a las flores: ambas mujeres dedicaban varias horas al día al cuidado de los diversos especímenes que contenía el invernadero adosado a la casa. De niña, estudió botánica en la escuela y, hacia 1845, empezó a confeccionar un herbario en el que reunió y clasificó entre cuatrocientas y quinientas flores salvajes y cultivadas. Sus padres le permitían salir a «pasear y deambular por los campos» en busca de nuevos ejemplares para su colección porque pensaban que el aire libre favorecería su precaria salud (padecía bronquitis constantes). Desde entonces Dickinson acompañaría sus cartas casi siempre con flores secas entre las páginas. De mayor recordaría aquel tiempo como una época de libertad «masculina» que estaba vedada a las mujeres.

El hogar familiar incluía a Austin, abogado de profesión, coleccionista de cuadros (Dickinson alude a la pintura en muchos versos y cartas) y paisajista aficionado, que a la muerte de su padre asumió las responsabilidades en la universidad, la ciudad y la familia, y a Vinnie, tres años menor que Dickinson, que tampoco se casó nunca y que, aunque visitaba a más amigos y parientes que su hermana, estaba casi siempre en casa. Vinnie, que lo era «todo» para Dickinson, estaría cada vez más orgullosa de su hermana: gracias a su tesón se publicó el primer poemario póstumo de la poeta. Eventualmente, el hogar incluiría a Susan Gilbert, que se casaría con Austin en 1856 y, de manera más amplia, a todos los se

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