Ahora y siempre

Diane Keaton

Fragmento

Pensar

Pensar

A mi madre le encantaban los dichos, las citas y los refranes. Siempre había papelitos con advertencias pegados en la pared de la cocina. Por ejemplo, la palabra PENSAR. La encontré pinchada con una chincheta en el tablón de corcho de su cuarto oscuro. La vi pegada con cinta adhesiva en un plumier que había decorado con un collage. Incluso me topé con un panfleto titulado PENSAR en su mesilla de noche. A mi madre le gustaba PENSAR. En una libreta escribió: Estoy leyendo el libro de Tom Robbins También las vaqueras sienten melancolía, y el pasaje de la boda está relacionado con los esfuerzos de las mujeres por realizarse. Escribo esto para pensar en ello más adelante… Y seguía con una cita del propio Robbins: Para la mayoría de las mujeres aleladas a las que han lavado el cerebro, el matrimonio representa la experiencia culminante de su vida; en cambio, para los hombres es una cuestión de eficacia logística: el varón consigue cama, comida, lavandería, televisión, descendencia y demás servicios, todos bajo un mismo techo… En cambio para la mujer el matrimonio supone la rendición. La mujer renuncia a la lucha y, a partir de ese momento, cede toda acción decisiva e interesante a su marido, que ha prometido cuidar de ella. Las mujeres viven más tiempo que los hombres porque en realidad nunca han vivido de verdad. A mi madre le gustaba PENSAR acerca de la vida, especialmente sobre la experiencia de ser mujer. Y también le gustaba escribir a propósito de este tema.

A mediados de los años setenta, durante una vista que hice a casa, estaba en el cuarto oscuro de mi madre revelando unas fotos que había hecho en Atlantic City y encontré algo que no había visto nunca. Era una especie de, no sé…, cuaderno de dibujo. En la cubierta había un collage realizado con fotos de la familia y la siguiente frase: Lo importante es el camino, no la llegada. Lo cogí y lo hojeé. Aunque contenía varios collages más hechos con instantáneas, sus páginas estaban llenas de anotaciones.

He tenido un día productivo en la librería Hunter’s. Reordenamos la sección de arte y descubrí muchos libros interesantes que estaban escondidos allí. Han pasado dos semanas desde que me contrataron. Gano tres dólares y treinta y cinco centavos la hora. Hoy me han pagado ochenta y nueve dólares en total.

Aquel no era uno de los habituales álbumes de mi madre, con las acostumbradas servilletas de la cafetería Clifton, fotos en blanco y negro y mis poco emocionantes boletines de notas. Aquello era un diario de verdad.

Una entrada fechada el 2 de agosto de 1976 decía:

CUIDADO EN ESTA PÁGINA. Para ti, posible lector del futuro, esto requiere valor. Me refiero a lo que me ronda por la cabeza. Estoy enfadada. El objeto: Jack y las cosas feas que me ha dicho y que no he olvidado. Ese es indudablemente el problema. «Cabrona del demonio.» Dicho con todo el sentimiento. ¡Por Dios! ¿Quién se ha creído que es?

Ya tenía bastante. Aquello era demasiado para mí. No quería saber nada de un aspecto de la vida de mis padres que pusiera en duda mi percepción de su amor. Dejé el cuaderno, salí del cuarto oscuro y no volví a abrir ninguno de sus ochenta y cinco diarios hasta que ella murió, unos treinta años más tarde. Sin embargo, por mucho que intentara negar su presencia, no podía evitar verlos descansando en las estanterías o colocados bajo el teléfono, o incluso mirándome desde el interior de un cajón de la cocina. En una ocasión cogí de la mesilla de café One Hundred Flowers, un libro de pinturas de Georgia O’Keeffe que era de mi madre, y encontré debajo un diario titulado ¿Quién dice que no tienes la menor oportunidad? Era como si conspiraran: «Cógenos, Diane, cógenos». Ni hablar. No tenía la menor intención de pasar otra vez por la misma experiencia. No obstante, me impresionó la tenacidad de mi madre. ¿Cómo era capaz de seguir escribiendo sin tener un público, ni siquiera entre los miembros de su familia? Pues lo hacía.

Escribía acerca de la posibilidad de volver a estudiar a la edad de cuarenta años. Escribía contando historias de todos los gatos abandonados que recogía. Cuando su hermana Marti tuvo cáncer de piel y perdió la mayor parte de la nariz, también habló de eso. Escribía acerca de la frustración que le producía envejecer. Cuando mi padre enfermó en 1990, ella volcó en su diario la rabia que sentía ante la injusticia de que el cáncer le estuviera afectando el cerebro. El relato de su fallecimiento resultó ser de lo mejor que mi madre escribió. Fue como si cuidar de Jack hiciera que lo amase de un modo que la ayudaba a convertirse en la persona que deseaba haber sido.

Hoy he intentado que Jack comiera, pero no podía. Al cabo de un rato me quité las gafas. Acerqué la cabeza a la suya y le dije, le susurré que lo añoraba. Empecé a llorar y, como no quería que me viera, aparté la cabeza. Entonces, con las pocas fuerzas que quedaban en ese maldito cuerpo suyo, Jack sacó el pañuelo de mi bolsillo y lentamente, como todo lo que hacía, lentamente, muy lentamente, me miró con sus penetrantes ojos azules y me limpió las lágrimas de la cara. «Saldremos de esta, Dorothy.»

No salió. Al final, mamá se ocupó de papá igual que se había ocupado de Randy, de Robin, de Dorrie y de mí…, de todas nuestras vidas. Pero ¿quién estaba a su lado cuando escribió con mano temblorosa: Junio de 1993. Hoy es el día en que he sabido que tengo la enfermedad de Alzheimer. ¿Da miedo? Así empezó una guerra de quince años contra la pérdida de la memoria.

Siguió escribiendo. Cuando ya no fue capaz de escribir párrafos enteros, escribía frases como: ¿Nos haríamos menos daño los unos a los otros si nos tocáramos más? y Respétate a ti mismo. O cosas raras como: Mi cabeza está dando un giro. Y cuando ya no pudo escribir frases, escribió palabras: ALQUILER. LLAMAR. FLORES. COCHE. E incluso su palabra favorita: PENSAR. Cuando se quedó sin palabras, siguió escribiendo números hasta que ya no fue capaz de escribir más.

Dorothy Deanne Keaton nació en Winfield, Kansas, en 1921. Sus padres, Beulah y Roy, se fueron a California cuando ella tenía tres años. Eran gente de interior en busca del gran sueño, y ese sueño los condujo a las colinas de Pasadena. Mi madre tocaba el piano y cantaba en un trío llamado Dos Puntos y Raya del colegio. Tenía dieciséis años cuando su padre se marchó, dejando que Beulah y sus tres hijas se las apañaran por su cuenta. Las chicas Keaton lo pasaron mal a comienzos de los años treinta. Beulah, que nunca había trabajado, tuvo que buscar un empleo. Dorothy abandonó sus sueños de estudiar para dedicarse a la casa hasta que su madre encontró por fin trabajo como conserje.

Tengo una fotografía de Dorothy a los dieciséis años, de pie junto a su padre, Roy Keaton. ¿Por qué abandonó a su hija favorita, a su d

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