Memorias

Leni Riefenstahl

Fragmento

Ella era el principal atractivo del programa de la escuela. Tres días antes de la función, nos enteramos de que tenía la gripe y que era posible que la velada de danza no pudiera celebrarse. Entonces se me ocurrió que quizá yo podría sustituirla. La señora Grimm-Reiter me miró incrédula. Después de rogarle con insistencia, me permitió que ejecutase ante ella las dos danzas. Sorprendida, pero insegura, me dijo: «Has bailado bien, pero en el escenario sentirás pánico escénico, y además tampoco tienes el vestuario necesario». «Pero si usted tiene un cuarto lleno de vestidos —le dije—, allí encontrará seguramente algo para mí.» Y, en efecto, encontramos un par de bonitos vestidos adecuados para la función. Solo me acordé de mi padre después de que todo esto sucediera con asombrosa rapidez. No había posibilidad alguna de contar con su autorización. Pero mi madre y yo encontramos una solución: unos amigos de nuestra familia organizaban una velada de juego de skat. Aparte de mi madre, mi hermano era el único que conocía nuestro secreto, pues también acudió a ver mi primera actuación ante el público.

Yo temblaba de impaciencia, pero, cuando por fin salí al escenario, empecé a deslizarme feliz, con alados movimientos, salí al escenario como si no fuera la primera vez. Los aplausos fueron tan fuertes que tuve que repetir la actuación.

Después de la velada, me sentía tan embriagada de dicha, que estaba convencida de que aquello era mi vida. Pero la sensación duraría poco.

El gran desastre

Un conocido de nuestra familia me había visto en la función y felicitó a mi padre por tener a una hija tan dotada para la danza. Entonces estalló el escándalo y la ira de mi padre. Comprendí de repente el alcance de la crisis que provocaría mi deseo de salir al escenario. Su primera reacción fue pedirle a un abogado que tramitase el divorcio de mi madre; ella me había apoyado y me había confeccionado en secreto los vestidos. Me resultaba insoportable ver sufrir a mi madre, y luché en mi interior de día y de noche hasta que decidí renunciar a mis sueños, a mis anhelos.

El silencio de mi padre, que duró varias semanas, me resultaba insoportable, hasta que al fin logré conversar con él. Le supliqué que no tramitara el divorcio y le juré que renunciaría a mi deseo de ser actriz y bailarina. Pero no confiaba en mí. Su orden fue: «Irás a un internado, ya he gestionado tu ingreso en él, en Thale, en el Harz».

Una enfermedad contribuyó momentáneamente a eludir el internado. Desde que tenía trece años, sufría cólicos biliares, y ahora, puesto que volvía a tener unos graves ataques, convencí a mi padre de que me resultaba imposible estar lejos de él. Vio cómo yo sufría, pero para él las profesiones relacionadas con el escenario eran indecentes.

Yo me preguntaba una y otra vez, entre dudas y lágrimas, si tenía derecho a hacer infeliz a mi familia por culpa de mis deseos. Mi hermano era también, al fin y al cabo, una de las víctimas.

Así que un día le dije a mi padre que, para satisfacerle, quería aprender pintura. Primero me miró con desconfianza, luego suspiró con alivio y al día siguiente me inscribió para el examen de ingreso a la Escuela Nacional de Artes y Oficios de la Prinz-AlhrechtStrasse. Me presenté sin ganas al examen. Solo dos personas salieron airosas y yo fui una de ellas, pero, a pesar de eso, no sentí alegría.

El internado de Thale en el Harz

Mientras tanto, mi padre, sin decir una palabra a nadie, habría pedido información sobre varios internados femeninos. Finalmente eligió el internado Lohmann de Thale, en el Harz, en el que me inscribió. Esta vez no pude evitar el ingreso. Así, en la primavera de 1919, mis padres me llevaron a Thale. Cuando me presentaron a la señorita Lohmann, la directora, mi padre le dijo: «Trate usted a mi hija con mucho rigor. Sobre todo, no la apoye en sus inclinaciones; quiere ser actriz o bailarina. La he traído aquí para que abandone para siempre esa quimera. Espero que haga usted todo lo posible por ayudarme».

A pesar de ello, había guardado disimuladamente mis zapatillas de ballet en el equipaje y tranquilicé mi conciencia con la idea de que, al fin y al cabo, solo practicaría por placer. Cada hora libre que tenía, practicaba en secreto ejercicios de danza. A mi padre no se le había ocurrido que en el internado el teatro formaba parte del programa educativo. Así me convertí en la intérprete principal.

Por lo demás, cada fin de semana nos permitían ir al teatro al aire libre de Thale. Si la señorita Lohmann hubiese sospechado con cuánta intensidad reavivaron esas representaciones mis deseos reprimidos, seguramente no me habría permitido asistir a ellas.

Durante mi estancia en Thale escribí a mi amiga Alice, que estaba en Berlín.

Querida Alice:

Cada día me vuelvo más seria y no sé por qué. Pienso demasiado y a veces creo que me estoy volviendo loca. Temo que ya no sea capaz de hacer tonterías, todo lo encuentro ridículo, sobre todo a las personas. Estoy experimentando grandes cambios no sé si positivos o negativos. ¿Sabes? Es como si ya tuviera veinte o treinta años… Figúrate, he empezado a escribir. Ya he escrito algunos artículos que quería enviar a Sportwelt, pero hasta ahora no he tenido valor para hacerlo. Además, me gustaría escribir algunas novelitas que quizá enviaría a Filmwoche. También trabajo en el argumento de una obra, pero la guardo para mí misma, porque algún día me gustaría interpretar el papel principal. Se titula Königin des Turf. Espero conseguirlo. Consta de un prólogo y seis actos. También he hecho alguna cosa sobre los aviones, relacionada con el futuro tráfico aéreo civil. Naturalmente, todo esto es solo fantasía. Ojalá fuera un hombre, ya que sería más fácil realizar mis planes…

Tu Leni

Cito esta carta en la que destaca mi ingenuidad infantil y que hace algunos años me devolvió mi amiga, porque en ella ya se observan mis futuras inclinaciones profesionales.

Antes de que abandonase el internado un año después, mi padre me dijo que debía decidirme por una formación profesional. Mi ideal de mujer era la polaca madame Curie. La admiraba por su fuerza de voluntad, la obsesión por su trabajo. Pero temía que, dado mi marcado carácter sensible y mi amor al arte, no me llenaría una profesión puramente científica en la que se requerían tantos sacrificios. También había pensado en la filosofía y la astronomía. Pero cuanto más pensaba y cavilaba, más difícil era hacer una elección. Entendía por astronomía la investigación de los cuerpos celestes. Por mucho que amara el cielo estrellado, el descubrimiento de planetas aún desconocidos no me parecía suficientemente emocionante. Pero la verdadera razón de mi indecisión residía tal vez en el hecho de que no quería renunciar a la danza. No se trataba del teatro, que para mí no era importante, sino de la danza. La idea de renunciar a ella para siempre me resultaba insoportable.

Entonces se me ocurrió algo…, una idea astuta. Yo sabía que el deseo secreto de mi padre era tenerme en su oficina como secretaria personal y confidente. Si yo satisfacía su deseo, quizá también me permitiría asistir a clases de baile, por supuesto con la promesa de que nunca más volviera a subirme a un escenario. Tras meditarlo mucho, escribí a mi padre una carta diplomática y me sentí sumamente feliz cuando recibí su respuesta.

Estaba de acuerdo.

En la pista de tenis

El primer día de trabajo con mi padre me entregaron la caja de gastos menores. Todaví

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