Pasiones regias

José María Zavala

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

Secretos dinásticos

«En la Corona, estas cosas se tapan», me susurraba al oído antes de fallecer, como si temiera que alguien más pudiera oírle, Leandro de Borbón, hijo reconocido del rey Alfonso XIII. Aludía el infortunado Leandro en aquella ocasión al homicidio silenciado del infante sordomudo Jaime de Borbón, padre del duque de Cádiz, a manos de su segunda esposa, la prusiana Carlota Tiedemann, que le propinó un botellazo letal en la cabeza durante una violenta discusión.

Y ahora nos preguntamos: ¿cuántos otros secretos, de mayor o menor enjundia que aquél, permanecen todavía hoy soterrados en las catacumbas palaciegas de medio mundo?

Si el lector ha tenido oportunidad de comprobar ya cómo la realidad supera con creces la ficción en el caso de los Borbones en mis dos obras anteriores La maldición de los Borbones y Bastardos y Borbones, convertidas en sendos best sellers que aún siguen reeditándose al cabo de los años, con igual razón podrá hacerlo ahora en estas nuevas páginas donde se rescatan historias desconocidas o ignoradas a propósito de otras dinastías también, cuyos representantes desfilan por ellas sin disfraces ni velos de ningún tipo.

La Historia, con mayúscula, se escribe asimismo con anécdotas de personajes de sobra conocidos para el común de los mortales, pero en gran parte ignotos. Curiosa paradoja.

Aunque las anécdotas, por sí solas, no bastan a veces para armar el complejo puzle de la Historia si no van respaldadas con documentos que avalen su autenticidad. He aquí el difícil reto para el historiador: combinar el rigor científico con la amenidad del relato.

Fruto de ese equilibrio inestable es también este nuevo libro que tiene ahora en sus manos y que se suma a otras tantas incursiones mías en los más intrincados pasadizos de los alcázares regios.

Luis Alberto de Cuenca, Premio Nacional de Poesía, ha resumido en una sola pincelada la actitud de quien esto escribe a la hora de enfrentarse a un enigma histórico. «Zavala —asegura el exsecretario de Estado de Cultura— es un grandísimo investigador, tipo Tintín, capaz de viajar a cualquier parte para hallar un archivo desconocido.» Una manifestación certera, sin duda, pues confieso que desde pequeño he sucumbido a la pasión por la Historia y también, cómo no, ante esas irresistibles «pasiones regias» que impregnan la intrahistoria de las dinastías europeas, siempre en busca de los documentos y los testimonios que puedan dar fe de ellas con el noble propósito de sacarlas a la luz.

¿Sabemos, si no, cómo murió en realidad la princesa Mafalda de Saboya a manos de la Gestapo? ¿Conocemos las fobias de la reina Isabel de Baviera? ¿Estamos en condiciones de acreditar por qué la reina Cristina de Suecia era una mujer caprichosa y extravagante? ¿O de probar si Luis Felipe de Orleáns era hijo o no de un vulgar carcelero? ¿O tal vez de responder a si la reina María Luisa de Habsburgo, esposa del gran Napoleón Bonaparte, murió envenenada? ¿Y qué podemos añadir sobre Luis XI de Francia: sabemos acaso dónde está enterrado? ¿Somos conscientes de hasta qué punto la «peste sanguínea» de la hemofilia ha sacudido, cual bruja maléfica, a la monarquía europea? ¿Alguien, que no sepamos, está en condiciones quizás de identificar hoy de una vez por todas al célebre prisionero de la máscara de hierro?

Estas y otras muchas historias regias se entremezclan en estas páginas, que ahora corresponde al lector juzgar.

Pero anticipemos ya alguno de esos episodios insólitos: diecisiete años después de la muerte trágica de Mafalda de Saboya, en el verano de 1961, su hijo el príncipe Enrico d’Assia recibió en Villa Polissena la llamada telefónica de la señora Louise Durbin, de Wichita, Kansas (Estados Unidos). ¿Qué pretendía esa desconocida mujer al cabo de tanto tiempo? Ni más ni menos que entregar en mano al príncipe un documento donde revelaba los últimos días de su madre en el campo de concentración de Buchenwald. Conoceremos ahora con todo lujo de detalles el cautiverio de Mafalda de Saboya en el averno nazi, gracias a la periodista italiana Cristina Siccardi.

Hagámonos otra pregunta más: ¿cómo conciliar el comportamiento sexual de toda una reina como Cristina de Suecia, a quien algunos autores han tildado de lesbiana, con el hecho de que Pedro Calderón de la Barca, uno de los más insignes literatos barrocos del Siglo de Oro español, escribiese nada menos que un auto sacramental, la mayor manifestación literaria de la fe religiosa, titulado La protestación de la fe, basándose curiosamente en su puritana vida? Saldremos muy pronto de dudas.

Como también descifraremos la misteriosa muerte de María Luisa de Habsburgo con la ayuda, entre otros, de Paul Ginisty, escritor y periodista francés que publicó dos artículos muy interesantes, que han pasado hasta ahora inadvertidos, sobre la muerte de la emperatriz en la revista satírica Gil Blas, impresa en Madrid entre 1864 y 1872.

Ginisty conoció a Guy de Maupassant, quien le dedicó su popular cuento Mon oncle Sosthène [Mi tío Sosthène], y dirigió el teatro del Odeón en París, inaugurado por la reina María Antonieta el 9 de abril de 1782. ¿Qué nos aventura Ginisty sobre el envenenamiento de la esposa de Napoleón?

Napoleón Bonaparte, precisamente, se lamentaba al final de su vida por no haber podido descifrar el enigma de la Historia que más ha picado la curiosidad a tantas generaciones y seguirá haciéndolo, sin lugar a dudas, durante muchas más: ¿quién fue el hombre de la máscara de hierro? Todo el mundo habrá oído hablar alguna vez de este personaje furtivo del que se hizo eco el príncipe de las letras Alejandro Dumas en su célebre novela El vizconde de Bragelonne, última parte de su no menos famosa trilogía de los mosqueteros, que se publicó en 1847, o habrá visto la película homónima protagonizada por Leonardo DiCaprio en 1998. Pero ¿era en realidad el hermano gemelo del rey Luis XIV de Francia, hecho cautivo para que no pudiese disputar el trono al monarca reinante, el prisionero enmascarado más célebre de la Historia, tal como sostenía Voltaire? Tendremos oportunidad de aclararlo también.

Por otra parte, no deja de resultar paradójico que el rey Luis XI, pese a su acreditada necrofobia, mandara preparar su tumba en vida y que se acostase incluso en ella varias veces para convencerse de que estaba hecha a su medida. Tan preocupado estaba porque se respetase el lugar de su sepultura, que obtuvo una bula papal de excomunión contra quien intentase cambiarlo. Su expreso deseo era descansar para siempre a los pies de Nuestra Señora de Cléry, agradecido por su intercesión en las circunstancias más críticas de su vida. Pero la amenaza de excomunión no logró que su último sueño y el de su segunda esposa, Carlota de Saboya, con quien había contraído matrimonio tras enviudar de Margarita Estuardo en 1451, se respetase como Dios mandaba. Ahora sabremos por fin dónde yace inhumado, tras la invasión de los bárbaros hugonotes y la posterior profanación de los descamisados, en 1792.

Y como broche dorado a este paseo de la mano por los laberintos palatinos, dedicamos varios capítulos a quien hemos dado en llamar «el rey del lujo», que no es otro que Juan Carlos I, un apasionado, parafraseando el título del libro, de los yates, los coches o las cacerías. Conoceremos a

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