Entre Buenos Aires y Madrid

Juan José Sebreli
Blas Matamoro

Fragmento

Entre Buenos Aires y Madrid

PALABRAS DEL COORDINADOR

En la extensa tradición del ensayismo argentino, Juan José Sebreli y Blas Matamoro representan figuras fácilmente identificables por una cualidad hoy casi extinta: el rol del intelectual por fuera de la academia. Eso corresponde a un rasgo que, si bien no dice mucho, anuncia una relación marginal con la intelectualidad argentina. Tal marginación les permite cierta libertad al escribir, escapando a la burocracia empleada en los claustros universitarios que, al mismo tiempo que producen conocimiento, aniquilan la creatividad.

Nunca habían hecho un escrito juntos. Por supuesto, existieron influencias, pero nunca fueron coautores. ¿Cómo pudo ser que amigos tan íntimos, y con una marcada fluidez para descifrar el canon literario, nunca hayan trabajado en un proyecto común? La pandemia de Covid-19, con su cancelación de la vida como la conocíamos, nos acercó nuevas tecnologías. Este suceso permitió romper con ese vacío en el ensayo argentino. Durante cinco meses, Juan José Sebreli y Blas Matamoro se reunieron todos los sábados por la tarde porteña y la noche de Madrid para dialogar sobre los temas que recorrieron su vida.

El libro responde a las costumbres de dos auténticos testigos del siglo XX: espero que este material sirva de consulta e interrogación, que invite a pensar.

FACUNDO GUADAGNO

Entre Buenos Aires y Madrid

BLAS MATAMORO

por Juan José Sebreli

Una amistad que, a pesar de las intermitencias de la ausencia, ha perdurado más de medio siglo me une a Blas Matamoro. Escribir sobre él me remite, ineludiblemente, a transitar por lo autobiográfico. Aunque nuestras vidas siguieron rumbos distintos, partimos desde puntos similares: éramos porteños de origen inmigratorio, mezcla de españoles e italianos, pertenecíamos a una clase media pobre y semiculta, de ubicación imprecisa, por añadidura parientes menos favorecidos del grupo familiar, y vivíamos en barrios populares destinados pronto a degradarse.

También, aunque en distintos períodos, paseamos nuestro aburrimiento adolescente por el palacio renacentista de la Escuela Normal Mariano Acosta con sus techos pintados por Nazareno Orlandi y sus reproducciones de estatuas griegas.

Nos conocimos en 1965 a través de una amiga común, la pintora Susana Hellman, y ese primer encuentro estuvo signado por una ceremonia de iniciación simbólica: una larga caminata por las calles de Buenos Aires, típica de nuestro gusto común por la flânerie y la atracción por esa ciudad de confines.

Una mirada extrañada y distante del entorno nos acercaba; en un mundo que nos era ajeno, ambos encontrábamos nuestro espacio propio en el pensamiento, la literatura, la música, el cine y el homoerotismo. Nos separaban once años de edad, no lo bastante para pertenecer a generaciones distintas.

Le tocó a Blas vivir su infancia en la época loca del peronismo y su juventud en los revueltos años sesenta. Asistió a la crisis de la izquierda tradicional y a la irrupción del populismo y el activismo nihilista. En el plano de las ideas filosóficas, la lectura de los clásicos y el momento de cambio —el fin de la era sartreana— lo libraron de caer en la pasión existencialista y, a la vez, le permitieron mantener una actitud crítica frente a los excesos sesentistas de la nueva boga estructuralista y neovanguardista que cuestionó en Saber y literatura (1980).

Según reconoció en Lecturas americanas (1990), había hallado sus referentes en la generación anterior, la de la década del cincuenta. Aludía con mayor precisión a grupos o individuos, términos menos abusivos y abarcadores que el de generación. Conoció a algunos de los escritores de Contorno cuando ellos ya no eran tan jóvenes y la revista, solo un recuerdo: a Oscar Masotta lo visitó en su enorme y vacío departamento de Barcelona, poco antes de su muerte; a David Viñas, en el exilio, en su casita de El Escorial. Con Carlos Correas se vieron por única vez una tarde en mi casa; en ese breve encuentro se enredaron casi de inmediato en una discusión sobre Borges. No recuerdo de qué se trataba ni cuál de los dos estaba acertado. Lamentablemente, Correas murió y Blas no se acuerda del asunto; quedará la incógnita de quién tenía razón o estaba más informado o era más inteligente. Dudo que hayan simpatizado, pero yo estaba encantado de haberlos reunido.

Durante diez años, desde la segunda mitad de la década del sesenta y la primera de los setenta, nos veíamos cotidianamente, en mi casa, en la suya, en los cafés; a veces íbamos al cine, a teatros independientes, otras al Colón, o recorríamos barrios apartados o pueblos suburbanos. Nos unían y nos siguen uniendo los más diversos temas de conversación: el viejo cine argentino, ciertas calles, antiguas casas y cafés de variadas ciudades, Proust, Visconti y la familia Mann, Arlt y los lúmpenes de Bernardo Kordon, Victoria Ocampo y Evita, la música de cámara de Brahms y los tangos de Francisco de Caro, el art déco y el art nouveau, el rostro de Conrad Veidt, la atracción irónica por lo kitsch y lo decadente, el desprecio por los nacionalismos y los populismos. Nos burlábamos de los escritores argentinos y también de nuestros amigos, nos contábamos con total indiscreción las intimidades de todo el mundo, menos las nuestras. Nunca hablábamos de nosotros mismos, era como una amistad a la inglesa, plena de sobreentendidos y exenta de confidencias.

Uno de sus primeros libros, Borges y el juego trascendente (1971), tenía un olvidable prólogo mío. Esa obra que hoy su autor no reivindica en su totalidad es un testimonio, no diré de la época, pero sí de sus lecturas: una mezcla de marxismo heterodoxo —Georg Lukács—, existencialismo sartreano, freudomarxismo y la recién descubierta escuela de Fráncfort. Lo más original y revulsivo de ese pastiche fue un peronismo imaginario que se diferenciaba del incipiente nacionalismo de izquierda. Blas fue el último espécimen, tal vez el único de ese peronismo de la línea Merleau-Ponty que, en los años cincuenta, habíamos inventado con Masotta y Correas.

Sin caer en el populismo, Blas se reivindicaba intelectual plebeyo enfrentado a los escritores de elite y vinculaba la literatura con la realidad política y social en Oligarquía

y literatura (1975) y Genio y figura de Victoria Ocampo (1986), libros que continuaron, en cierto

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