El lenguaje secreto de la naturaleza

Oscar S. Aranda

Fragmento

Introducción

Introducción

¡Hola! Quienes me conocen un poco entenderán que lo mío no es una locura, sino una forma muy personal de ver la vida. Cómo no iba a ser así si desde muy pequeño encontré en la naturaleza un lugar donde jugar, realizar mis sueños y vivir fascinantes aventuras, pasando horas desconectado del mundo real y de las actividades típicas de mi edad. Dice mi madre que soy un naturalista por convicción propia, aunque el mérito lo tienen mis padres al inculcarme el respeto y el amor por el mundo natural.

Nací y crecí en México, y llevé una vida alegre aunque un tanto solitaria. Siempre que me era posible rescataba cuanto animal encontraba bajo la premisa de «mientras más feo, mejor», y aunque fuera a escondidas, los metía en casa, incluyendo mi habitación. Tarántulas, lagartos, aves, conejos, serpientes, ranas... La lista es interminable. Aunque a la mayoría de los animales los liberaba en el campo o en algún rincón de los jardines de mi casa, algunas veces no mantenía informada a mi madre en tiempo real sobre lo que hacía o los animales que llevaba, lo que le significó un cúmulo considerable de disgustos que seguramente le quitaron más o menos un mes de vida. No la culpo por enfadarse conmigo, debí haberla informado de que si entraba en mi habitación se encontraría a Matilda, mi querida rata de laboratorio que había adoptado hacía varias semanas, o que en el jardín estaba viviendo una culebra que le había quitado a un niño cuando la llevaba dentro de una botella de plástico.

Mi madre siempre ha sido mi ángel guardián, y me ha defendido de los latosos de mis hermanos mayores y de algún que otro vecino. Ambos tenemos un vínculo muy profundo. Es a ella a quien debo agradecer incontables cosas, incluyendo mi amor incondicional hacia los gatos a pesar de mi alergia, lo que me provocó padecer asma desde la infancia. Pero toda esa tos, todas esas noches conectado a una mascarilla de oxígeno, todos esos ventolines, tantos días con los ojos llorosos y las narices mocosas valieron la pena. ¡Hola, soy Oscar y soy gathólico! ¡Un gran admirador y fiel esclavo de esa rara e irresistible mezcla de pelo, cariño y soberbia que nos resulta tan adictiva a los amantes de los gatos!

Usted podría imaginarse que vivíamos en el campo, en alguna zona rural o en una finca donde un montón de animales podían vivir y convivir perfectamente libres, pero no era así. La casa de mis padres es singular, con muchas puertas y escaleras por doquier, adaptada a las excentricidades de mi padre, pero bien podría describirla como una casa grande de dos plantas y que durante los años ochenta del siglo pasado estaba ubicada en las orillas de mi ciudad natal, León, en el estado de Guanajuato. Por aquel entonces, muy cerca de casa había grandes extensiones de campos sin urbanizar, por lo que no tenía que salir lejos si quería encontrar algún animalillo. De hecho, el jardín principal de la casa tenía suficientes árboles y vegetación para que llegaran aves y mariposas migratorias, y por debajo del portón entraban y salían lagartijas de cola azul que vivían en los descampados de alrededor.

En la entrada de la casa había un pequeño jardín con un montón de rocas y escondrijos que resultaban ser perfectos para liberar a los bichos que encontraba. También, desde la habitación de mis padres, se podía llegar a un pequeño y húmedo jardín secreto al que tenía prohibido entrar, pero como buen niño que era, lo visitaba frecuentemente cuando nadie me veía. Ahí descubrí a las llamadas «culebrillas ciegas», unas serpientes negras del tamaño de una lombriz que me fascinaba atrapar para luego ver cómo se enterraban de nuevo, ayudándose de una pequeña espina que tenían en la cola. Recuerdo que también me dedicaba a levantar las piedras para encontrar sanguijuelas de tierra, caracoles, babosas e infinidad de tijeretas y bichos bola. ¡Era toda una aventura!

A veces, tras una copiosa lluvia, rescataba sapos del patio de la escuela antes de que los niños mayores los encontraran y los mataran, y en ocasiones intentaba negociar con ellos para salvar a otros animalillos, lo que me suponía donarles mi almuerzo, pues eso de quitárselos a la fuerza era algo que no se me daba bien. De hecho, ocurría justo lo contrario, pues por ser flacucho era un experto en atraer abusones, tal vez porque tenía prohibido hacer cualquier tipo de ejercicio por aquello del asma. Está claro que no era el niño más popular de la escuela y seguramente muchos me consideraban un poco rarito, aunque eso no me importaba, pues la naturaleza siempre estaba ahí para darme energía.

Cuando crecí un poco, mis padres me permitieron dar paseos más largos con mi gran compañera de aventuras, una bicicleta roja Magistroni con freno de pedal. Así pude comenzar a explorar los campos que había alrededor de casa y cada día me iba un poquito más lejos con el fin de encontrar algún bicho nuevo. Ya fuera en una zona de grandes rocas, algún arroyo, hormigueros o grandes árboles, mi bicicleta terminaba en el suelo y yo reptando por ahí. ¡Ahora comprendo por qué tengo las rodillas tan estropeadas!

Pero mi verdadera y más profunda pasión por la naturaleza surgió gracias a mi padre, cuando comenzó a llevarnos a la sierra de Lobos, una extensa serranía cubierta de bosques repletos de preciosos encinares y enormes acantilados que estaba a una hora de casa en coche y como a seiscientas horas en mi bicicleta porque era cuesta arriba. Según contaba mi tío José Mena, la sierra obtuvo su nombre porque alguna vez fue el reino del majestuoso lobo mexicano, una especie endémica de hermoso pelaje que por desgracia ya no habita ni siquiera en los rincones más apartados.

Mi padre adquirió unas hectáreas en los confines de esa serranía, ubicadas en lo más alto de una montaña que eligió precisamente por la dificultad que tenía su acceso. Ir a «Los Arandamenales» (como lo bautizaron en honor a los apellidos de mis padres) era una gran aventura obligada de todos los domingos, pues organizaban un agradable picnic que se alargaba hasta el atardecer. Para llegar, había que coger una carretera que bordeaba unos profundos barrancos. Yo lo disfrutaba enormemente porque podía ver por la ventanilla a las águilas volando en las alturas. Luego, cuando entrábamos por un largo y sinuoso camino secundario por el que no se podía ir a gran velocidad, mi padre paraba un momento y nos permitía a mis hermanos, hermanas y a mí subirnos al techo de la camioneta. Era muy divertido porque teníamos que ir esquivando las ramas para que no nos golpearan la cara. Mi hermano Manu, el mayor, que se sentaba delante, gritaba «¡Ramona!» y todos nos agachábamos o girábamos para esquivar la rama. Lo malo es que como yo iba al final, ¡plas!, me daba a mí casi siempre. Poco antes de llegar al terreno había que pasar por un estrecho puente que cruzaba un embalse, y hubo un día que mi padre se enfadó mucho con mi hermano Hugo, el más travieso, pues no se le ocurrió otra cosa que saltar al agua desde el techo de la camioneta sin tener idea de la profundidad, de si había ramas o rocas. Cre

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