Memorias

Adolfo Bioy Casares

Fragmento

Capítulo 1

1

Soy descendiente de estancieros por los dos lados. Cuando yo era chico, de los campos de mi abuelo, Vicente L. Casares, quedaba San Martín, en el partido de Cañuelas. Mi otro abuelo, Juan Bautista Bioy, dejó a su muerte una estancia a cada hijo. Algunos la perdieron; dos o tres se suicidaron. Fueron, casi todos, buenos ejemplos de la segunda generación: gente inteligente, culta, honesta, aficionada a las mejores cosas de la vida. Recordándolos alguna vez pensé que los herederos son para la sociedad los ángeles que, según me contaron, vierten el agua del cielo sobre los atribulados pobladores del purgatorio.

Temprano, caballos y perros se vincularon a mi vida. A los tres años mi juego predilecto era imaginar que yo era un caballo; comí pasto y mi familia me volvió a la realidad con una medicina repugnante. El sabor horrible era ingrediente necesario de los remedios de la época.

En el campo, anduve a caballo desde muy chico: primero, sentado delante de mi padre, en su caballo El Cuervo; después montando un gateado, medio petiso, que mi padre llevaba del cabestro. Una mañana nos disgustamos y cada cual se fue por su lado. Esta vez, la de mi primer galope, fue la de mi primera caída; después, durante años, todos los días caí. En realidad andaba a caballo bastante bien, y mi amigo Coria, un gaucho joven, que me parecía viejo, me invitaba a correr liebres, a saltar zanjas y lo que se ofreciera.

En una rifa gané una petisa colorada, a la que llamaron La Suerte. Algún día, refiriéndome a La Suerte, dije «mi petisa». Mi padre me corrigió: «No la llames tuya hasta que la domes». Poco después me hizo creer que yo la había domado. Entonces creí esto y así lo conté a mucha gente. Ahora me pregunto si mi padre no inventó esa proeza mía, para darme fe y quitarme el miedo. Creí que la había domado, porque mi padre me lo decía; los chicos son crédulos y respetuosos de la autoridad; pero también tienen buena memoria y la verdad es que yo nunca recordé los corcovos de La Suerte.

Después del gateado y de La Suerte, tuve un petiso alazán, del Rincón de López, que me regaló mi tía Juana Sáenz Valiente, y después un caballo overo rosado, El Gaucho, con el que gané numerosas carreras cuadreras. Yo sabía de memoria algunas estrofas del Fausto de Estanislao del Campo, que empieza:

En un overo rosao

flete nuevo y parejito

y estaba orgulloso de tener un overo rosado, pero notaba que mi satisfacción parecía inexplicable a los paisanos que preferían siempre los pelos oscuros. Por lo menos en el cuartel séptimo del partido de Las Flores daban la razón a Rafael Hernández, quien se burló de Estanislao del Campo, por suponer que el overo rosado fuera un pelo prestigioso.

También tuve una sucesión de perros. Como en la vida todo se da en pares, el primer perro lo gané en una rifa. Me habían llevado al cine Grand Splendid y ahí gané un pomerania lanudo, de color té con leche, llamado Gabriel (hasta hoy el nombre Gabriel me sugiere ese color). Al día siguiente, el perro no estaba en casa. Me dijeron que lo había soñado. Sospecho que esto debió de ser falso, porque mi recuerdo del episodio del perro y de la rifa no se parecen a los recuerdos de un sueño. No volví a hablar del asunto con mis padres. Hicieron cuanto les fue posible para que yo no tuviera perros, pero al final se resignaron.

Otro episodio, amargamente cómico, y para mí doloroso, ocurrió con un bulldog llamado Firpo, en honor del boxeador. Como todo bulldog, parecía feroz y babeaba. El pobre Firpo, uno de los perros más fieles que tuve, soportaba mal mis ausencias y, buscándome, recorría la casa y echaba babas. Mi madre, que detestaba los perros y temía la rabia, de un día para otro lo hizo desaparecer. A lo largo de la vida, Firpo se me apareció en sueños, que más de una vez me dieron la ilusión de haberlo recuperado.

Los sueños fueron siempre para mí muy reales: la parte de la realidad correspondiente a la noche. A lo mejor eso empezó cuando mis padres me dijeron que había soñado al perro Gabriel.

Capítulo 2

2

Cuando yo era chico, mi madre me contaba cuentos de animales que se alejaban de la madriguera, corrían peligro y, luego de penosas dificultades, volvían a la madriguera y a la seguridad. En dos casas de campo, en la de Pardo y en la de Vicente Casares, mientras me preparaban el baño (recuerdo el ruido del agua, que al principio salía a borbotones), mi padre me recitaba fábulas de Samaniego, de Iriarte, de La Fontaine y muchos poemas. Recuerdo:

¡Ah Rosas! No se puede reverenciar a Mayo

sin arrojarte eterna, terrible maldición.

.........................................................

Y mientras tus hermanos al pie del Chimborazo

sus altaneras frentes vestían de laurel

al viento la melena, jugando con el lazo

por la desierta pampa llevabas tu corcel...[1]

de «A Rosas» de Mármol. Desde luego, «vestían la frente» no está demasiado bien y «caballo», en nuestro país ecuestre, es una palabra querida, insustituible por «corcel», que nos parece baratamente poética y poco menos que extranjera; pero hay que admitir que Mármol, como después Lugones, escribía con todo el idioma. Además, los versos tienen un envión que por lo menos templa el alma de un aspirante a viejo unitario, como yo.

De Florencio Balcarce mi padre me recitaba el un tanto machacón «Cigarro», del que recuerdo:

Pero ¿qué es la gloria? Nada;

es el humo de un cigarro.

El poema me atraía por su tono de sabio desencanto y por los cigarros, cuyo aroma me gustaba, y quizá también por los dorados anillos de papel que tenían y por un instrumento metálico con el que los recortaban y por el gris azulado de las cenizas. Algunos tíos Casares los fumaban; con respeto yo contemplaba la ceremonia de recortar el extremo que se lleva a la boca, romper el anillito de papel, encender y dar unas primeras bocanadas probatorias. En cuanto al estribillo —con variaciones, pero nunca desprovisto de la palabra cigarro—, era una novedad, que yo veía apreciativamente, como adquisiciones y pertrechos para mi viaje hacia el conocimiento.

Bastantes años después, ya a los dieciocho o diecinueve, leí un texto en prosa con estribillo. Era un

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