Hombres G. Nunca hemos sido los guapos del barrio

Javier León Herrera

Fragmento

No te puedo besar, por María José Solano

No te puedo besar

por María José Solano

Las amigas siempre, los bares de moda, el instituto, las carpetas de anillas con pegatinas, la Vespa prestada, el viaje de fin de curso, el bonobús arrugado, los recreativos llenos de chicos malotes, el tocadiscos de casa, el radiocasete del coche, el deseado walkman, el primer PC que ni siquiera sabes para qué sirve, la primera cerveza agria, fría, emocionante, los chicos de moda del insti ensayando en locales con el olor a madera de guitarra, a cuerdas, a whisky con cola; las noches interminables de playa en verano; los besos en las butacas de la última fila de los cines en invierno; las camisetas Fruit on the Loom, los Levi’s 501, los primeros zapatos de tacón, el lápiz de labios escondido en un bolsillo, los escotes, las risas, el cuarto lleno de fotos, las conversaciones interminables de tu hermana mayor al teléfono, las monedas cogidas a escondidas; los minutos de felicidad y su voz en aquella cabina; tu mejor amiga besándose con el chico que te gusta, el suspenso de mates, el sobresaliente de religión y el concierto como horizonte de felicidad; ese concierto que da sentido al futuro, que centra las charlas de las amigas, que despierta la envidia de las que no pueden ir y la admiración de las que quisieran hacerlo; los planes a escondidas, la noche fuera de casa; la minifalda prestada. Y ese sueño absoluto cada vez más cerca; a punto de hacerse realidad: el primer concierto de los Hombres G.

Estos chicos guapos ya arrasaban cuando algunas cumplíamos los catorce, y deseábamos la mayoría de edad para poder hacer todo aquello de lo que hablábamos en las charlas de los baños; en las noches de sábado, en las letras de las canciones que nos sabíamos de memoria. Queríamos bailar como Madonna, ganar al Trivial y besar a los Hombres G.

Anhelábamos una vida construida en los sueños, las risas y las canciones, pero no todo era tan fácil. Como cualquier generación, la nuestra necesitaba referentes, ideas, palabras que dieran sentido a un mundo que se estaba forjando en torno a nuestro asombro, nuestras inseguridades, nuestros sentimientos, nuestra valentía. Esos cuatro chicos que aparecían en la televisión, las revistas, los pósteres y las portadas de los discos estaban construyendo, sin saberlo, un espacio singular e imprescindible de palabras enroscadas en melodías inolvidables que iban a constituir la banda sonora de la juventud de millones de personas. Muchos de aquellos jóvenes de entonces adquirimos una manera de desear con palabras y de recordar con música que permanecería ya para siempre ligada a aquellas canciones de Hombres G. En realidad, las canciones de Hombres G trazaron un código de deseo compartido por varias generaciones.

Para las muchachitas de aquellas décadas todo estaba muy claro; queríamos que alguien nos dijera lo que aquellos chicos sabían decir tan maravillosamente bien:

Vamos juntos hasta Italia, quiero comprarme un jersey a rayas. Voy a buscarte al colegio para estar contigo un poco más. Solo quiero ser feliz, poder abrazarme a ti y sentirte respirar, de la mano pasear juntos. Por fin, te encuentro, estás allí desnuda en la piscina tan feliz. Somos dos imanes, tú lo has dicho y ni la música ni el tiempo nos pueden separar.

Suspirábamos juntas, soñadoras, tumbadas en la cama escuchando los discos de Hombres G porque hablaban de nosotras; de nuestras vidas. ¿Cómo era posible que aquel chico, David Summers, escribiese esas letras? ¿Quién le había contado a él lo que nos pasaba? ¿Cómo podía saber todo eso, conocer nuestra tristeza?

Estoy solo en mi habitación, todo se nubla a mi alrededor. Temblando con los ojos cerrados el cielo está nublado, y a lo lejos tú hablando de lo que te ha pasado, intentando ordenar palabras para no hacerme tanto daño. No te reirás nunca más de mí; lo siento nene vas a morir. Y ahí está la puerta de tu colegio y tú no saldrás esta tarde, no lo entiendo, ya no me quieres, no ha pasado tanto tiempo. Se han borrado nuestras huellas en la bajamar. Y ese «adiós» que tantas veces utilizaste para besarme en tu portal, ahora me hace llorar. Unos tragos más para tapar la herida de mi estupidez; un vaso vacío en mis manos, estoy solo otra vez.

Los días de aquella juventud transcurrían enredados en letras y en vida, la política y las responsabilidades aún quedaban muy lejos; nos gustaba creer en lo que teníamos cerca: los besos, las canciones, el sexo, los amigos, los exámenes del semestre, el dinero ahorrado para el fin de semana. La aventura de vivir se sostenía sobre los sueños, el amor y la risa. A veces, escuchando sus canciones, no podíamos parar de reír:

Tengo la espalda como el culo de un mandril; mucho rollo con los limones del Caribe y luego llegas y de milagro sobrevives. Si no tienes cuidado te muerden las piernas; has sido tú la que me dio el mordisco, chica cocodrilo. Ha salido el marcapasos entre vísceras y sangre, mírale qué ojitos tiene, es idéntico a su padre. Indiana, Indiana, no sabes decir otra cosa, ya me tienes hasta la banana. Sufre mamón devuélveme a mi chica o te retorcerás entre polvos pica-pica.

En ocasiones, los malotes del instituto que tocaban en la guitarra canciones de Bon Jovi o escuchaban a Siniestro Total se burlaban de nuestro amor incondicional a los Hombres G: «Pero ¿qué tienen esos chicos? Nunca entenderemos a las mujeres». Les sonreíamos enigmáticas como si la respuesta fuese una especie de código cifrado escondido en las canciones y solo nosotras tuviésemos la clave. Nos limitábamos a ignorarlos y a cantar en el bar del instituto, divertidas, superiores, seguras, provocativas, algunas estrofas de nuestros Hombres G:

Cuando escribo se me abren las heridas, cuando canto se me incendia el corazón. Nunca hemos sido los guapos del barrio, siempre hemos sido una cosa normal, ni mucho, ni poco, ni para comerse el coco, oye ya te digo una cosa normal. No tengo un duro ni tampoco lo valgo, llevo unos años en pecado mortal; no soy bajito ni tampoco muy alto, y reconozco que soy un animal en potencia sexual. Ya sé que solamente soy un sinvergüenza… pero dejad que las niñas se acerquen a mí.

Casi treinta años después, el azar y su infalible geometría situaron frente a frente a aquella adolescente enamorada de los Hombres G y a David Summers. Ambos charlaron de la vida, de sus hijos, de sus familias, de aquellos maravillosos años, de los proyectos de futuro. Reían divertidos evocando amistades comunes, recordando películas, canciones, bares de entonces; incluso tararearon alguna canción. Aquella tarde nació una entrevista larga y una amistad singular entre ellos. Al despedirse se dieron un par de besos con ternura, como dos viejos amigos. De regreso al trabajo, ella pensaba en su suerte, en la vida generosa que finalmente le había permitido cumplir un sueño más, y, sin embargo, se dijo, melancólica, gustosamente cambiaría to

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