El guionista de la Transición

Juan Fernández-Miranda

Fragmento

cap-3

1

Dieciséis días, doce horas, noventa segundos

EL MAGNICIDIO

El jueves 20 de diciembre de 1973, a las nueve y cuarto de la mañana, Torcuato Fernández-Miranda aún está en su casa. Se dispone a afeitarse mientras disfruta de un silencio poco habitual en la vivienda de una familia numerosa: los hijos están ya trabajando, en la universidad o en el colegio. Sólo la radio y Carmen, su mujer, participan de una calma que esa mañana más que nunca precederá a la tempestad.4

Mientras desliza la maquinilla, Torcuato repasa mentalmente los asuntos que apenas una hora después va a despachar con el presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, y los ministros antes de presentárselos al jefe del Estado, Francisco Franco. En ese momento, exactamente a las 9.28, no se le pasa por la cabeza el inmenso reto político y personal que el destino tiene preparado para él.

Doce horas antes, en la noche del miércoles, Fernández-Miranda se había despedido del presidente del Gobierno tras una larga reunión de trabajo mano a mano. Desde su posición de vicepresidente y persona de confianza de Carrero, jamás imaginó que ésa sería la última vez que hablarían. Doce horas después, en la noche del jueves, una enorme crisis política, la más grave de las últimas décadas, llevará a Fernández-Miranda a sentarse en un plató de televisión para dirigirse a los españoles en una retransmisión sin precedentes.

Esa mañana, mientras Torcuato se prepara para ir a trabajar, Carrero Blanco ya ha salido de casa. Antes de reunirse de nuevo con su número dos en la sede de Presidencia del Gobierno acude a escuchar misa en la calle Claudio Coello, a escasos 300 metros de la vivienda de su vicepresidente.

A las 9.28 de esa fría mañana de jueves, cuando Torcuato Fernández-Miranda apura su afeitado, el silencio es abruptamente interrumpido por un estruendo que atraviesa las ventanas e inunda todas y cada una de las habitaciones. En ese momento, Torcuato no puede adivinar que el almirante Luis Carrero Blanco acaba de fallecer víctima de una explosión. Tampoco sabe que a lo largo de las horas siguientes va a asumir la Presidencia del Gobierno en funciones y a gestionar la mayor crisis política de las postrimerías del franquismo.

Es 20 de diciembre de 1973. Son las 9.28 de la mañana. Él siempre había anhelado ser presidente, se había preparado para ello. Pero ése no es el momento, y ésa no es la forma. Aun así, Torcuato Fernández-Miranda está dispuesto. Tiene cincuenta y ocho años.

* * *

UNA SILLA VACÍA

Una hora más tarde, minutos antes de las 10.30, el vicepresidente Fernández-Miranda entra en la sala donde habitualmente se celebra el «consejillo» —la reunión preparatoria del Consejo de Ministros de cada viernes—. Es el titular de Vivienda quien le da la noticia: «Carrero ha muerto». Torcuato palidece: «No es posible».5 Ante él se abren una duda y una certeza: desconoce si el presidente ha fallecido a causa de un accidente o un atentado, pero, en cualquier caso, sabe que la inesperada nueva realidad le sitúa al mando del Gobierno.

El dolor y el desconcierto se hacen patentes en los rostros de los ministros mientras van ocupando sus posiciones en torno a la mesa. «¿Y ahora, qué?» No están todos, falta el ministro de la Gobernación, el responsable de la seguridad del Estado al que le acaban de matar a su presidente: falta Carlos Arias Navarro.

En esos instantes, Torcuato piensa en Luis Carrero Blanco, en la reunión que mantuvieron la víspera. Se acuerda de aquel día, seis meses atrás, en el que Carrero le comunicó que sería su vicepresidente, ante el asombro de toda la clase dirigente. Carrero apostó por él en un momento en el que Torcuato parecía estar amortizado para la política, tras cuatro años de desgaste al frente de la Secretaría General del Movimiento, tras unos duros e intensos años de vuelos sin motor como responsable del partido único del franquismo. O eso era lo que querían creer quienes aspiraban a hacer carrera política en los últimos años de la dictadura, quienes pululaban a la caza de un nuevo cargo público.

Carrero había decidido apostar por Torcuato Fernández-Miranda como su mano derecha. Lo hizo porque le habían conquistado su sentido político y su fina inteligencia, y porque valoraba enormemente algunas de sus cualidades como persona: lealtad, disciplina, discreción, silencio. Lo hizo porque, de alguna manera, sabía que ambos compartían una independencia política poco común6. Y lo hizo, también, porque en junio de 1973, Torcuato era el más leal consejero de la persona que Franco había designado como su sucesor, el más leal consejero del Príncipe Juan Carlos. Poco importó en ese momento que los planes que ambos tenían para la España sin Franco fueran completamente diferentes.

Mientras los ministros van ocupando sus asientos en torno a la mesa del «consejillo», Torcuato es plenamente consciente de que la elección de Carrero Blanco como presidente del Gobierno seis meses antes, en junio de 1973, había supuesto el fin para toda una generación de políticos. Era la primera vez que Franco delegaba en un presidente y se replegaba a la Jefatura del Estado: Carrero había sido designado para gestionar el posfranquismo, en una u otra dirección. Su nombramiento y su inmensa autoridad habían sido decisivos. En esos días, Torcuato comprende que si dentro del régimen la irrupción de Carrero había sido definitiva, para la oposición había significado el fin de toda esperanza de cambiar las cosas tras la muerte de Franco.

Por eso, por lo que Carrero había representado para el régimen y para él mismo, la primera decisión que Torcuato toma como presidente del Gobierno es de carácter menor pero cargada de simbolismo y de respeto hacia el hombre que había creído en él, hacia el hombre que había apostado por él y le había entendido. La silla del presidente quedaría vacía: ni él ni nadie ocuparían, esa mañana, el lugar del almirante Luis Carrero Blanco.

«SOY EL PRESIDENTE»

Comienza la reunión. El revuelo es enorme. Todos los ministros hablan a la vez, y con gran desorden, fruto del nerviosismo. El ministro de Industria, José María López de Letona, se le acerca y le susurra al oído:

—Tú eres el presidente, toma el poder y ejércelo sin contemplaciones.

Torcuato se pone en pie, alza la voz y afirma:

—Señores, seriedad y serenidad. Voy a llamar por teléfono al Caudillo, pues creo que lo primero es conocer las órdenes que pueda darnos en este momento.

Los ministros escuchan, pero el silencio aún no es completo.

—Soy el presidente, lo soy de modo automático por disposición de la Ley Orgánica. Estoy seguro de la colaboración de todos.

Las cosas, claras. Son las 11.15 de la mañana y Torcuato tiene una obsesión, la misma que dieciséis años antes, en 1957, le había llevado a enfrentarse al gobernador civil de Barcelona para descartar el uso de la violencia en la resolución de los altercados en la universidad; la misma que tres años antes, en 1970, le había empujado a oponerse a sus compañeros en el Consejo de Ministros con el fin de conceder el indulto a los condenados a muerte en el proceso de Burgos; la misma obsesión que, tres años después, se resumiría en el lema de la que fue su

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