Sala de espera

José Luis Sampedro

Fragmento

Contaré los primeros ochenta años del río José Luis, que conozco como nadie, prescindiendo de detalles y ahondando, en cambio, en los momentos y sucesos más definitorios. Pero no se piense que me hago la ilusión de conocerme «de verdad» (cuidado con estas dos palabras). De cada sujeto hay tantas versiones como personas distintas le conozcan y esas versiones coincidirán sin duda en muchos aspectos, pero serán todas diferentes. También mi autorretrato es una interpretación de mí mismo aunque con una gran ventaja sobre todas las demás: que, no siendo «de verdad» la Verdad (tampoco lo es ninguna otra), sí es al menos, «Mi» verdad y, como tal, la que mejor me define y representa pues, no voy a regatear sinceridades.

Ese retrato, además, no lo improviso ahora. Toda mi vida he procurado no sólo observarme críticamente, sino tratar de hacerme quien soy: idea concebida espontáneamente en mi juventud y que luego descubrí ser una meta vital para los clásicos griegos. Mi empeño de siempre, ese acercarme a la estrella que soy y que no alcanzaré nunca, aunque desde mis veintitrés años ya me lo advirtió Rilke en cuatro versos de un poema suyo. Y si anticipo aquí estos signos es para declarar que la historia del río José Luis, ofrecida seguidamente, no será una puntillosa ilación de detalles sino una selección de momentos relevantes: algo así como el esqueleto del conjunto, más directamente revelador que la caracterización externa.

Los niños son esponjas incomparables, sobre todo en sus primeros años. Absorben todo, se forman y completan ya incluso en el vientre materno, como permiten observar las técnicas actuales. Ya entonces, me atrevo a pensar, inicia no su educación —actividad siempre dirigida por personas ajenas— pero sí su aprendizaje, que es tarea más personal, aunque utilice asistencia, progresando en su actividad tan pronto como nace. El contorno más inmediato —los padres, el rincón hogareño— es al principio decisivo, como en el nacimiento del río la disposición del terreno donde mana el diverso destino de correr hacia un mar o hacia otro, sólo por una ligera elevación desviante en la montaña. Pero, poco a poco el río avanza, el niño se afirma, tiene más movilidad, sensibilidad y pensamiento que la esponja. Va seleccionando: dentro de su entorno toma decisiones en las que se empeña o desiste, pareciendo caprichoso a los adultos. En suma, aprende a ser, a ejercer la libertad.

La libertad es una palabra que casi siempre demanda cualificaciones, a veces no expresadas. Hay libertad controlada, reprimida, condicionada, selectiva, simulada... rara vez integral. En mi recuerdo el río de mi infancia fluía apaciblemente dentro del cauce, por un terreno sin obstáculos. Las orillas no me impedían sentirme libre porque mi educación —y, simultáneamente mi aprendizaje— no fue imperiosa casi nunca. Yo fui educado, sobre todo, mediante los ejemplos percibidos y por mis vivencias de situaciones cotidianas o excepcionales, que me inducían a aceptar, rechazar, adaptar esas experiencias. Mi libertad podría cualificarse de imitativa, inducida o ilustrada (por los ejemplos, a modo de estampas didácticas), pero era libertad. Ésa era mi sensación mientras el río seguía creciendo, vida adelante, reflejando muy variables y estimulantes paisajes.

En mi casa, por supuesto, yo acataba la autoridad de los mayores sin ningún rozamiento, porque la ejercían con afecto y se me razonaban sus demandas. En el progresivo modelado de mi manera de ser mi asimilación espontánea de esos ejemplos y paisajes influía mucho más que los preceptos y advertencias escuchados a los adultos. El aprendizaje activo pesaba mas que la educación recibida y así aprendí sobre todo a aprender: ahora, en el final de mi vida, me sigo considerando un aprendiz de quien soy.

Mi familia, aparte de dos hermanos más pequeños que fueron apareciendo, eran mis padres y, durante algunos meses, mi abuela paterna. Pero además vivía permanentemente una criada y, seis días a la semana, un asistente adjudicado a mi padre (como capitán médico que era del tabor de la policía militar) y un muchacho sirviente que hacía recados y auxiliaba en la casa. Ambos, Absalam y Hamido, libraban los viernes, porque eran musulmanes y Salam —como solíamos llamarle— era incluso hadj, pues había ya cumplido su peregrinación a La Meca. Su religión no podía extrañarnos, pues vivíamos en Tánger.

El haber pasado mi infancia en Tánger ha sido para mí un inmenso regalo del destino, perenne en mis raíces y marcándome definitivamente. El carácter internacional de la ciudad y su gobierno por una administración mixta semiautónoma bajo la distante soberanía del sultán marroquí atraían a su territorio a gentes de los más diversos países. En la calle se oían distintos idiomas, se usaban monedas diferentes y se practicaban varias religiones en iglesias, mezquitas, sinagogas y otros lugares sacralizados. Prácticas y costumbres, banderas y días festivos, a veces con desfiles y procesiones que pasaban ante mi vista. Tantas maneras de vivir, tan naturalmente coexistentes me hacían sentirme como en un bosque encantado, donde cada cual se aparecía con sus verdades y hábitos respectivos, enseñándome a respetarlos y a comprenderlos hasta donde mis pocos años lo permitían. Vivía yo así en un mundo gratamente tolerante y permisivo. Por eso ahora me asombro cuando ciertos dogmáticos se alzan escandalizados contra lo que llaman «relativismo» y que no es otra cosa sino la biodiversidad: la fuerza multiforme de la vida. Aunque comprendo que así hablen quienes muestran bien poco aprecio por esta vida y la sacrifican a no sé cuál otra, llegando a aceptar, con el famoso personaje del poeta, que «el delito mayor del hombre es haber nacido». ¡Qué barbaridad!

La misma convivencia amistosa caracterizaba el mundo infantil y nuestros juegos en la calle y en el colegio. Eran juegos humanos, por supuesto, sin el menor atisbo de las máquinas, ingenios y consolas que ahora enganchan a los chicos, reemplazando el aprendizaje de las relaciones personales por la técnica en el manejo de máquinas. Éste es un gran tema y de hondas consecuencias: la diferencia entre aquella infancia y la actual, pero es para otra ocasión. Además, en mi caso, la diversión preferida fue la lectura, ya desde mis tres o cuatro años. Leía vorazmente, en cualquier momento, lo que encontraba y en mi casa favorecían esa afición, Mi padre elegía libros para mí; cuentos en su mayoría, pero también relatos históricos, divulgaciones científicas y hasta alguno formativo —en el más convencional sentido de la palabra—, como uno que no he olvidado: el titulado «Hace falta un muchacho», de Arturo Cuyás Armengol.

También la siguiente música me gustaba, frecuente en mi casa, aunque todavía ni la radio era doméstica ni pensaba nadie en televisión. Mi padre gustaba de evocar en su bandurria el olvidado repertorio de su tuna universitaria y mi abuela tocaba un piano que era además pianola, donde llegué a ofrecerme —gracias a sus rollos perforados— incluso valses de Chopin, dándole yo a los pedales y manejando los mandos de la intensidad y el ritmo.

Así fluía el río apaciblemente durante meses hasta que una mañana inaugural me despertaba

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