Al final, asuntos de vida o muerte

Henry Marsh

Fragmento

Capítulo 1
1

En su momento, me pareció casi gracioso que fueran a hacerme un escáner cerebral. Debería habérmelo pensado antes. Siempre les había aconsejado a pacientes y amigos que evitaran esa clase de pruebas a menos que tuvieran problemas graves: «Es posible que no os guste lo que veáis», les decía.

Me había ofrecido como voluntario para un estudio de escáneres cerebrales en gente sana. Tenía curiosidad por ver mi propio cerebro, aunque sólo fuera en la escala de grises de los píxeles de una resonancia magnética. Si bien me había pasado gran parte de mi vida examinando escáneres del cerebro —así como cerebros vivos cuando operaba—, la profunda emoción que experimenté cuando presencié por primera vez una operación de cerebro, como estudiante de Medicina, se había esfumado rápidamente en cuanto empecé a formarme como neurocirujano. Además, cuando estás operando no te conviene distraerte con reflexiones filosóficas sobre el hecho profundamente misterioso de que la materia física del cerebro sea capaz de generar pensamientos y sentimientos, o sobre el enigma de que se trata de un proceso consciente e inconsciente a la vez, así como tampoco es oportuno que te pongas a pensar en los familiares del paciente bajo tu bisturí, que aguardan desesperados y angustiados en alguna parte del mundo fuera del quirófano; tienes que apartar esos pensamientos y sentimientos, aunque nunca dejen de rondarte. Lo único que importa es la operación y la confianza en ti mismo que hace falta para llevarla a cabo. Cuando uno opera, vive muy intensamente.

Sin duda pensaba que observar mi propio cerebro reviviría la fascinación que me llevó a convertirme en neurocirujano y experimentaría una sensación sublime, pero era pura vanidad: sencillamente, había asumido que la resonancia revelaría que yo era una de esas pocas personas mayores cuyo cerebro no muestra ninguna señal de envejecimiento. Hoy me doy cuenta de que, aunque ya me había jubilado, seguía pensando como un médico: que las enfermedades sólo les sobrevienen a los pacientes, no a los médicos. Me sentía bastante despierto, mi memoria era buena, tenía buena coordinación y equilibrio, corría varios kilómetros a la semana y hacía pesas y viriles flexiones de brazos. Sin embargo, cuando por fin revisé las imágenes de mi cerebro tuve la sensación de que esos esfuerzos eran tan inútiles como cuando el rey Canuto intentó ordenarle a la marea que se detuviera para no mojarse los pies.

Habían pasado varios meses desde la prueba cuando por fin me obligué a abrir el disco compacto que me habían mandado, tarea que había postergado con toda clase de excusas: descargar los datos al ordenador podía ser complicado, tenía programadas muchas conferencias en el extranjero y mucho que hacer en mi taller de carpintería, quería pasar tiempo con mis nietas... Ahora sé que sentía aprensión por lo que aquellas imágenes podrían revelar, pero había logrado reprimir ese temor y mantenerlo apartado de mis pensamientos conscientes.

Descargar los archivos me llevó tan sólo unos minutos, pero, a medida que miraba una a una las imágenes en la pantalla del ordenador, corte por corte, subiendo desde el tronco encefálico hasta los hemisferios cerebrales, como en su día examinaba los escáneres de mis pacientes, me invadió un sentimiento de impotencia y desesperación. Me vinieron a la cabeza esas historias de gente que ha tenido premoniciones de asistir a su propio funeral. Lo que iba apareciendo ante mis ojos, representado en los píxeles blancos y negros de la resonancia, era el envejecimiento en acción: la predicción de una decadencia que, en parte, ya se había iniciado, y de la muerte que vendría inexorablemente después. Mi cerebro de septuagenario se veía encogido y marchito, convertido en una triste y desgastada versión de lo que debía de haber sido alguna vez. También había unas ominosas manchas blancas en la sustancia blanca, signos de daño isquémico, microangiopatías, lo que en el oficio se conoce como «hiperintensidades de la sustancia blanca» —aunque también de otras maneras—. Parecían una especie de sífilis. Hablando en plata, mi cerebro estaba empezando a pudrirse; yo mismo estaba empezando a pudrirme. Era un indicio muy claro de lo que ocurrirá inevitablemente, era una fecha de vencimiento.

Siempre he sentido asombro y temor al mirar las estrellas por la noche —aunque la edad también me ha deteriorado la vista—. Con su luz fría y perfecta, su incomprensible cantidad y lejanía, y el carácter casi eterno de su existencia, contrastan con la brevedad de mi propia vida. Mirar mi escáner cerebral me produjo la misma sensación. El impulso de apartar la vista era muy fuerte, pero me obligué a examinar todas las imágenes, una a una, y jamás he vuelto a hacerlo. Son demasiado aterradoras.

• • •

Existe una extensa bibliografía médica acerca de los cambios en la sustancia blanca que aparecieron en la resonancia, y esa sustancia blanca no es otra cosa que los miles de millones de axones —cables eléctricos— que conectan la materia gris: las auténticas células nerviosas. Si llegamos a los ochenta años, la mayoría padeceremos esos cambios, cuya presencia se asocia con un mayor riesgo de derrame cerebral. No está claro si sirven para pronosticar demencia o no, pero lo cierto es que a los ochenta años uno de cada seis estaremos en riesgo de desarrollarla, y ese riesgo aumentará si vivimos más. Es cierto que llevar lo que se conoce como un «estilo de vida saludable» reduce el riesgo en cierto grado (algunos investigadores sugieren que hasta en un treinta por ciento), pero, por más cuidadosos que seamos, es imposible evitar los efectos del envejecimiento. Lo único que podemos hacer, si tenemos suerte, es demorarlos. Como se ve, vivir mucho tiempo no es necesariamente algo bueno. Tal vez no deberíamos desesperarnos tanto para lograrlo.

Ya he alcanzado esa edad en la que empieza a desagradarte verte retratado. En las fotografías siempre parezco mucho mayor de como me siento, aunque cada año que pasa me resulta más difícil levantarme por las mañanas y me canso más rápido que antes. A mis pacientes les ocurría lo mismo: cuando yo les señalaba los signos de envejecimiento en sus escáneres, protestaban diciendo que todavía se sentían jóvenes. Aceptamos que con la edad llegan las arrugas, pero nos cuesta admitir que nuestro interior, nuestro cerebro, está sujeto a cambios similares. En los informes radiológicos esos cambios se denominan «degenerativos», aunque lo único que ese alarmante adjetivo significa es que están relacionados con la edad. En la mayoría de los casos, a medida que envejecemos el cerebro no para de encogerse, y, si vivimos lo suficiente, termina pareciéndose a una nuez reseca flotando en un mar de líquido cefalorraquídeo contenido dentro del cráneo. Y sin embargo, por lo general, seguimos sintiendo que somos lo que hemos sido siempre: nosotros mismos, aunque más limitados, lentos y olvidadizos. El problema es que eso que somos, es decir, nuestro cerebro, ha cambiado, y como hemos cambiado con él no tenemos maner

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