Un mundo sin miedo

Baltasar Garzón

Fragmento

Todo tiene un comienzo y este libro también. En cualquier momento y lugar puede surgir una idea. Algo te estimula. Te impulsa a emprender un proyecto que no te habías planteado. Esto puede ocurrir en cualquier parcela de la vida: en el trabajo, el amor y la amistad. A veces, después de haber tomado una decisión y a pesar de haberla meditado mucho, te preguntas —al menos yo lo hago— por qué no elegiste otra. Qué fue lo que te impulsó en un sentido y no en otro.

Muchas veces me han preguntado por qué decidí ser juez y ejercer en Madrid. Una ciudad que no me gustaba y a la que sólo había ido en contadas ocasiones. Sin embargo, ahora me es tan vital como el aire, más o menos contaminado, que respiramos los que aquí vivimos.

Quien no conozca Madrid no ha completado su ciclo vital. Madrid debes vivirla, sufrirla, disfrutarla, amarla y no olvidarla. ¡Cuántas veces he echado de menos la vida de sus calles y la alegría de sus gentes en las decenas de hermosas capitales de todo el mundo en las que he estado a lo largo de los años, como Roma, París y Nueva York! Sin embargo, Madrid es incomparable. Sus calles abigarradas, edificios neoclásicos, jardines, palacios, plazas y, sobre todo, sus tejados y el cielo la hacen especial. Más si se la contempla a vista de pájaro.

Con todo, y aunque ese análisis retrospectivo suele ser inútil porque no puedes cambiar nada —como no sea en la fantasía y la imaginación de lo que pudo haber sido y no fue—, les confieso que si pudiera borraría tantas páginas de la humanidad, por llamarla de alguna forma, que correría el riesgo de quedarme sin hojas. Pero no puedo, y por eso voy a analizarlas, estudiarlas y sacar consecuencias positivas. Aunque, a pesar del intento, no consiga cambiar la realidad.

La condición humana consiste en luchar constante y permanentemente para cambiar el mundo y mejorar nuestra propia existencia, en el sentido de reducir o eliminar la explotación de unos seres humanos por otros, en todos los frentes, desde los políticos a los criminales, o al menos así debería ser.

Si busco los recuerdos en esos lugares recónditos de la memoria, que de una forma incomprensible almacenamos durante toda la vida, y que a veces surgen de forma inopinada y otras controlada y racionalmente, quizá pueda aventurar las razones que me llevaron a estudiar la carrera de derecho y luego a ser juez. Yo, hijo de un campesino andaluz de Jaén, sin ningún antecedente en el ejercicio del derecho ni en la judicatura, me atreví, como tantos otros jóvenes de mi generación, a iniciar la aventura universitaria. Fui el primero en mi familia.

El día que comuniqué la decisión a mis padres, a quienes nunca agradeceré bastante el amor sincero que siempre me dispensaron, se sorprendieron y pensaron que había perdido la cabeza. En 1972, los hijos de la generación de la guerra todavía no lo tenían fácil. Una familia de clase media agrícola tenía sus límites. En el caso de mi padre eran unas setenta mil pesetas al mes, mujer y cinco hijos. Por tanto, no era normal que quebrantáramos esas reglas no escritas.

Afortunadamente, miles de familias lo hicimos y así comenzó a producirse un cambio generacional que revolucionó las estructuras sociales, culturales y políticas de España. Éramos los que sin haber vivido la Guerra Civil española la aprendimos en la manipulada historia de la dictadura franquista, o bien a golpe de la historia macabra de sus protagonistas.

Éste fue mi caso, al disponer de los relatos —que todavía escucho— de boca de uno de sus protagonistas: mi tío Gabriel, hermano mayor de mi madre. Son tantas las historias y las injusticias relatadas que, de alguna forma, quedaron grabadas en mi memoria infantil y decidí hacer algo para que esa etapa no volviera a repetirse.

Esa toma de posición, así como mi paso por el seminario —del que guardo un sabor agridulce—, influyeron para que optara por la carrera de derecho. Y luego por la profesión de juez después de que un magistrado, padre de un compañero de habitación del colegio San Felipe Neri, nos transmitiera la pasión que despertaba en él su dedicación a la justicia. A partir de ese momento, tuve claro que quería prestar ese servicio público a los ciudadanos y supe, no sé muy bien por qué, que lo conseguiría a pesar de todas las dificultades.

Debo reconocer que, para un ex seminarista de diecisiete años, iniciar la universidad, dejar Jaén e irme a Sevilla, donde no conocía a nadie, era toda una aventura. Si a eso unimos mi natural timidez y el miedo a llamar la atención, por desconocer las reglas sociales de la época, es fácil imaginar cómo fue mi entrada en la universidad. Los dos primeros meses no hablé con nadie. No tenía ganas. No veía reciprocidad en mis compañeros, muchos de ellos vinculados a la carrera de derecho, y eso, para mí, constituía una barrera casi infranqueable. Tenía pánico a que me preguntaran a qué se dedicaba mi padre, en qué trabajaba.

Aún me arrepiento de que cuando me hacían la pregunta fatal no fuera capaz de decir lisa y llanamente que mi padre despachaba gasolina en una estación de servicio llamada el Cerro del Fantasma. Allí había ido a parar desde sus amadas tierras jienenses, emigrando cuando ya tenía cuarenta y nueve años para que sus hijos pudieran estudiar.

No obstante, aquello duró poco. Tras una auténtica autocrítica, decidí que por nada del mundo cambiaría ni un solo segundo de mi vida y del amor de mis padres por algo que ni era mío ni lo necesitaba. Yo pertenecía a mi gente: trabajadores y honrados campesinos para los que darse la mano era un compromiso más firme que cualquier escritura notarial. Así me habían educado, y así debería mostrarme siempre. Por eso erradiqué cualquier tentación de disimular lo que era, por lo que luchaba y sigo luchando. Una forma de vida que transmito a mis hijos: tolerancia, disciplina, solidaridad con el más débil, responsabilidad, respeto a la ley, convicciones democráticas y la firme creencia de que la violencia no es ninguna solución.

De modo que, como todas las construcciones tienen un comienzo y un final, yo inicié la mía trabajando en los más diversos empleos, como albañil o camarero, y ayudando a mi padre a despachar gasolina por las noches, estudiando en los ratos libres de la madrugada y acudiendo a la Facultad de Derecho por las mañanas.

Debo decir que disfruté aprendiendo las diversas materias que integraron la carrera universitaria. Estudiaba todo lo que se me ponía al alcance para, por qué no decirlo, ser el mejor. Pensaba que era la única manera de que la falta de vinculación familiar a la carrera del derecho no se convirtiera en un lastre para mí.

La base de cualquier porvenir se labra en esos años de adolescencia y en ellos el estudio diario, la diversión responsable y una buena dosis de deporte son los elementos fundamentales para la formación del carácter y el éxito posterior. Bien organizados da tiempo para casi todo y a prestar atención a la evolución de los acontecimientos políticos e incluso participar en ellos.

Conforme se cumplen años, uno se vuelve como los abuelos que siempre cuen

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