La luna está en Duala

Sani Ladan

Fragmento

La mejor época de mi vida

La mejor época de mi vida

Mi infancia no se entendería sin el ambiente familiar, la ciudad y el barrio en los que crecí. Mi padre, Moussa Ladan, pertenece a dos etnias, árabe shuwa[1] y pular o fulani.[2] Es imán y hombre de negocios, originario de Garoua, al norte de Camerún. Sus padres se mudaron varias veces —eran ganaderos nómadas— antes de establecerse definitivamente en la zona anglófona[3] de Camerún. Pasó toda su infancia y adolescencia en esa región del país. No he conocido a nadie más espiritual, reflexivo y en constante aprendizaje que él. En caso de litigios en mi barrio, la gente acudía siempre a mi casa para que mi padre mediara, antes de llevarlo, si hacía falta, ante las autoridades judiciales de la administración pública.

Mi madre, Hannatu, de las etnias hausa y fulani, es comerciante y maestra. Nació en Bamenda, al noroeste de Camerún, región donde conoció a mi padre antes de decidir migrar a Duala en busca de oportunidades, como tantos jóvenes de aquella época. Se instalaron en New Bell, un barrio muy popular de la ciudad. Es una mujer sabia, con muchas inquietudes sociales que nos fue transmitiendo poco a poco. Su forma de educar se basa en la escucha: siempre le ha gustado darnos la palabra y la posibilidad de expresarnos. Eso sí, cuando nos quería reprochar algo, le bastaba con mirarnos de reojo con el ceño fruncido, una mirada muy suya y particular con la que entendíamos que algo estábamos haciendo mal. Para las cosas más graves, se inclinaba y cogía la chancla con la mano mientras que con la boca hacía un ruido que sonaba como «tchuiiip», y nos la lanzaba esperando que la cogiéramos para devolvérsela.

Me crie en ese ambiente familiar, con una relación muy cercana con mis padres y mis hermanos. En mi casa no había temas tabú, todos se podían abordar. Mi padre siempre le da un aire solemne a las conversaciones y trata los asuntos con profundidad y reflexión. Mi madre utiliza muchos proverbios y dichos, siempre en tono de broma, para conducirnos hacia cualquier tema de conversación.

Nací en Duala, ciudad situada en las costas del océano Atlántico, al fondo del golfo de Guinea, en la desembocadura del río Wouri. Es la capital económica de Camerún, el principal centro de negocios y la metrópoli más grande del país. Con sus tres millones de habitantes,[4] es una ciudad mosaica donde conviven los diferentes grupos étnicos que conforman Camerún. Lejos de los ruidos y las grandes aglomeraciones, mis padres y un grupo de amigos decidieron instalarse a las afueras, en un sitio que se convertiría en lo que se conoce hoy como barrio PK10. Los árboles de mangos en cada rincón son su seña de identidad y la particularidad del paisaje; además proveen de sombra a la barriada. En la calle principal se encuentra mi casa, justo enfrente de la única mezquita de la zona, que no pasa desapercibida por su llamativo color azul y su gran portal, siempre abierto, con un timbre en una de las esquinas que apenas se utiliza. Mi casa, como todas las demás, estaba prácticamente abierta todo del día. En ese rincón de África se dibujan mis mejores recuerdos, mi infancia.

Junto a mis amigos, jugaba en las calles sin la supervisión de ningún adulto, en absoluta libertad. Los días nublados, en cuanto empezaba a chispear, lanzábamos señales, íbamos de una casa a otra, nos llamábamos todos para salir y disfrutar bajo la lluvia. Ese método era eficaz porque una vez empezaba a llover, nuestros padres no nos dejaban salir por miedo a que nos resfriáramos. Todas las tardes íbamos a jugar al fútbol en la calle principal, donde poníamos dos piedras, una en cada esquina, como portería. Éramos muy competitivos, y respetuosos a la vez, con las reglas de juego que poníamos a nuestra manera, todo sin necesidad de árbitros. Los partidos solo se paraban cuando alguien pasaba por la calle, o cuando la pelota caía en casa de algún vecino. Después de los partidos, cada uno iba a ducharse a su casa y nos citábamos, por la noche, en el zaure.[5] Era el momento sagrado del día, porque nuestras mejores charlas y tertulias se producían en ese céntrico lugar del barrio, alrededor de un té. Cada uno traía algún ingrediente para la infusión o un dulce para compartir. Todos nuestros sueños, miedos y secretos se contaban allí, porque era como una especie de confesionario juvenil.

Mis amigos sabían que yo quería ser periodista, siguiendo el ejemplo y los pasos de mi hermano mayor y referente, Bachir —periodista en Afrique Média—. De pequeño me gustaba mucho hablar en público. De hecho, en mi colegio, desde los siete años, pronunciaba el discurso de apertura de las fiestas de fin de curso. Sin embargo, contaba siempre a mis amigos el miedo que tenía de no realizar el sueño de licenciarme, teniendo en cuenta la situación del país, donde, en aquel momento, no se valoraban mucho los estudios y el Estado invertía muy poco en educación. Esta fue una de mis mayores inquietudes durante la infancia.

Me crie en el seno de una familia musulmana, en un barrio de mayoría cristiana donde convivíamos más de quince etnias distintas. Nuestras lenguas comunes eran el francés, el inglés o el camfranglais[6] —utilizado, sobre todo, entre los jóvenes—, aunque cada uno hablaba un mínimo de tres lenguas de las doscientas cuarenta y dos que tiene el país. En ese mosaico étnico cultural, el respeto era fundamental, uno de los valores que formaba parte de la educación que nos transmitían nuestros progenitores en casa. Mis padres le dieron mucha importancia tanto a la educación reglada, en cuanto a formación, como a la educación en valores y ética, sin descuidar la parte espiritual y la fe. Mi relación con esta última fue simplemente de aprendizaje, siguiendo lo que ellos hacían en sus prácticas religiosas. Tomé conciencia de mi relación con la fe durante mi proceso migratorio, donde cada etapa fortalecía, cada vez más, mi espiritualidad. Desde pequeño, iba a la madrasa[7] donde aprendía árabe, a leer el Corán y otras asignaturas acerca del islam. Además, mis padres me inscribieron en un colegio católico, cerca de casa, donde iban la mayoría de los niños de mi barrio. En ese centro pasé mis años de infantil y primaria antes de ingresar en el liceo.[8] Para mis padres era muy importante criar a sus hijos en un ambiente de respeto, acercándolos a lo que era común y mayoritario en mi barrio —el cristianismo—, aun siendo nosotros musulmanes. Esa educación sigue definiendo mi forma de ser y cómo me relaciono con «lo diferente».

En quinto de primaria, mi maestra propuso a mis padres adelantarme un curso por mi buen rendimiento académico, para que pudiera obtener el Certificado de Educación Primaria (CEP)[9] con el fin de acceder al liceo. Recuerdo que ellos no estaban de acuerdo con la propuesta y mi maestra tuvo que insistir hasta que acabaron cediendo. Estuve preparando ese examen durante todo el curso, yendo a clase, incluso los sábados. Había más candidatos que plazas ofertadas porque el liceo al que aspiraba era público y tenía mucho prestigio.

La noche anterior al día del examen, después de mis últimos repasos, me fui a la cama para descansar, pero no pude dormir porque estaba muy estresado. Miraba el reloj de la pared y se me hacía eterno el movimiento de las agujas. A las cinco de la madrugada llamaron a la oración y me fui a la mezquita. De vuelta en casa, mi madre me ayudó a prepararme y, como las bendiciones de los padres son muy importantes en mi cultura, ellos, con un beso en la frente, me las dieron, para exponer con claridad todo lo estudiado en los últimos días. Llegué al lugar del examen y tenía que buscar la clase donde me tocaba realizarlo. Había un caos total, mucha gente buscando sus aulas y, al final, un compañero identificó la que nos correspondía por las iniciales de nuestros apellidos. Yo era el más pequeño, y eso me ponía más nervioso todavía. Una vez pasada la lista, se entregaron los exámenes, y en la sala reinó un silencio que solo rompía el ruido de los folios mientras los repartían por las mesas. Después de la primera prueba, los nervios fueron disminuyendo hasta el tercer y último día. Al final de las pruebas, estaba satisfecho de mi rendimiento, pero aún tenía que esperar los resultados.

Dos semanas después, mis padres pusieron la radio para seguirlos. Las notas de los exámenes oficiales se anunciaban a través de la Radio Nacional. Todos estaban muy atentos, y cuando escucharon mi nombre se desataron la emoción y la alegría. Yo estaba jugando al fútbol con mis amigos cuando mi hermano me anunció que había conseguido el certificado. Aquel día, mi casa rebosaba de felicidad en la reunión que montó mi familia con amigos. Conseguí la plaza en el liceo de la Cité des Palmiers, donde estudié tres años con un buen rendimiento. Sin embargo, había días en los que, en vez de ir a clase, nos escapábamos a casa de un amigo a jugar a videojuegos o al fútbol. Mis padres no sospechaban nada, porque llevaba buenas notas a casa. Y yo ignoraba que, en ese liceo, dada su alta demanda, regían normas muy estrictas, como expulsar a los alumnos que tenían más de diez horas de falta de asistencia. No fui consciente hasta que me dieron las notas de fin de curso y, con ellas, un papel que notificaba que había sido expulsado del liceo por faltar a clase. Sabía que esa noticia no iba a gustar nada a mis padres, y temí su cólera. Para evitar cualquier castigo, había un truco supersticioso que hacíamos mis amigos y yo: consistía en arrancarnos un pelo de las pestañas, ponerlo junto a una piedrecita muy pequeña, en una hoja de plátano, formar una pequeña bola con eso y tirarla al suelo una vez delante de la persona que se suponía que te iba a castigar, sin que esta lo viera. Hice el ritual con mucho miedo. Llegué a casa y entregué las notas a mi padre. Cuando cogió mi expediente, miró las notas, y como estas eran buenas, me felicitó. Entonces le dije que mirara la nota adjunta. La leyó y llamó a mi madre mientras me pedía explicaciones. En ese momento no tuve más remedio que decirles que esas faltas de asistencia correspondían a varios días en los que no me encontraba bien y fui al centro de salud, aunque carecía de justificante, porque mis indisposiciones no fueron nada grave. Solo ahora, a través de este libro, se enterarán de que en aquel momento no les dije la verdad.

Después de ese episodio, mis padres me buscaron plaza en otro liceo público, donde les pedían pagar doscientos mil francos CFA, cerca de trescientos euros, además de traer un pupitre nuevo el primer día de clase. Mis padres se negaron a contribuir a ese negocio que se normalizaba en muchos institutos del país. Entonces me inscribieron en un instituto privado. En ese centro estuve estudiando hasta que, tras muchos episodios de decepción, empecé a plantearme la idea de irme a estudiar fuera de Camerún.

La paradoja de un futuro incierto en un país con gran potencial

La paradoja de un futuro incierto en un país

con gran potencial

Desde muy temprana edad he sido un amante de la lectura. También me gustaba escribir acerca de lo que ocurría a mi alrededor. Ese hábito me permitió desarrollar unas inquietudes que me llevaban a cuestionarlo casi todo. Además tenía como modelo y referente a mi hermano mayor, Bachir, que me contagió su amor por los estudios y su pasión por el periodismo. De vez en cuando echaba un vistazo a sus apuntes de clase, a pesar de no entender nada en aquel momento; tenía cada vez más claro que me quería parecer a él. Eso me llevó, con ocho años, a cometer una locura. Mi hermano tiene una cicatriz muy cerca del ojo derecho por culpa de una caída que sufrió de pequeño. Para conseguir una como la suya, me hice un corte con una cuchilla y, según mi madre, estuve a punto de perder el ojo. Me tuvieron que llevar, sangrando, a urgencias. Afortunadamente, no fue grave, se quedó en un susto. Pero evidencia mi admiración, casi innata, por Bachir.

Uno de mis sueños era llegar a ser periodista, sobre todo en zonas de conflicto. Recuerdo que, de pequeño, me ponía delante de un espejo, en mi cuarto, y simulaba dar los informativos o conectar en directo como corresponsal. Tuve la suerte de nacer en una familia que apostó y se entregó mucho a la formación de sus hijos. Mi hermano, mi referente, el espejo en el que me miraba, tuvo una buena educación gracias al sacrificio de mis padres, pero le costaba encontrar trabajo. Siempre le veía muy preocupado por esa situación en un país donde el horizonte se dibujaba cada vez más borroso para la juventud. Entonces empecé a preguntarme si sería viable cumplir mi sueño de ejercer el periodismo en un país en el que se valoraban tan poco los estudios, y donde la corrupción se había convertido en una lacra presente en todos los sectores de la sociedad.

Según los datos de Unicef, Camerún tiene una tasa de alfabetización del 85 por ciento[10] —una de las más altas del continente africano— y la tasa de escolarización en primaria es de un 99,6 por ciento.[11] Sin embargo, esta cifra cae hasta la mitad, 44,2 por ciento, cuando se trata de la escolarización en secundaria. El 19 de febrero de 2001, en un decreto presidencial, se anunció que la escuela primaria pública sería gratuita en Camerún. No obstante, los centros educativos públicos siguen exigiendo pagos a los padres para inscribir a sus hijos. Esa práctica fue denunciada por varias organizaciones, como lo demuestra el informe de la ONG Nouveaux Droits de l’Homme (NDH).[12] Además, la calidad de la enseñanza en las escuelas públicas es peor que en el sector privado. Ese informe denuncia la falta de personal, las condiciones deplorables de trabajo y los salarios precarios que cobran los docentes, lo que les obliga a desempeñar otra ocupación y les impide entregarse a su labor de docencia. Las familias con recursos encuentran una alternativa en los centros privados para asegurar una formación de calidad a sus hijos, pero eso cuesta unos sesenta mil francos CFA, unos noventa euros, para primaria, y ciento cincuenta mil francos CFA, unos doscientos cincuenta euros, en secundaria.[13] Teniendo en cuenta que el salario mínimo está en torno a unos treinta y dos mil francos CFA, o sea, cincuenta euros,[14] el acceso a la educación superior es cada vez más difícil para muchos jóvenes, que se ven forzados a abandonar los estudios cuando finalizan la enseñanza secundaria, en un país lleno de talento y con una juventud creativa. En Camerún no existe un sistema de becas públicas que permita a las familias más desfavorecidas garantizar la formación de sus hijos e hijas. Las pocas becas suelen ser de entidades privadas, y el acceso a ellas está reservado a los hijos de las élites del país. La alta tasa de alfabetización mencionada anteriormente se debe a los sacrificios de muchas familias, conscientes de lo que representa la educación y lo importante que es dotar a sus hijos e hijas de esa herramienta para su desarrollo y futuro profesional.

«La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo», decía Nelson Mandela. Yo me quería hacer con ella, pero era prácticamente imposible, teniendo en cuenta el panorama del país que me vio nacer. A pesar de todo, no perdía la esperanza, y seguía formándome. Un día me enteré de que podía participar en un concurso en el que había más de mil candidatos, para conseguir una beca de estudio para Quebec (Canadá). Me presenté, y aunque solo ofertaba diez plazas, conseguí una. Al final, resultó ser una estafa, porque acabaron pidiendo dinero a mis padres, pues de lo contrario ofrecerían mi plaza al mejor postor. Eso me afectó mucho. Sentí tanta frustración y desilusión que aquel año estuve a punto de abandonar los estudios. Fue una experiencia que me llenó de desconfianza hacia todo el sistema educativo camerunés.

Entre los compañeros que se presentaron a aquel concurso, me hice amigo de uno, Baleng. Cuando sus padres se dieron cuenta de la estafa que representaba el certamen, decidieron mandarle a Ghana para seguir su formación allí. Hablaba todos los días con él desde un locutorio, para saber cómo funcionaba la educación ghanesa y si me recomendaba irme. Todo lo que me contaba era mejor que lo que estaba viviendo en Camerún. Dejé de centrarme en lo que hacía porque quería estar como Baleng, en un sitio donde valorasen mis esfuerzos. Era consciente, al mismo tiempo, de que mis padres no me dejarían marcharme con solo quince años, y tampoco me atrevía a abordar el asunto con ellos. Tenía algún dinero, porque ahorraba de las pagas que me daban mis padres y mi abuela. Además contaba con el importe que me habían

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