Beber

Pere Aznar

Fragmento

0. «Yo mamé conmigo»

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«YO MAMÉ CONMIGO»

Soy lo que fue mi viaje, lo que salvé de mi desastre.

CARLOS RUIZ BOSCH

Pocos verbos tienen más peso, pocos llevan más carga. Y ya lo sé, que el título sea un verbo y encima en infinitivo es pobre, ya lo sé. Pero qué verbo, ¿no? Podría empezar con un párrafo lleno de frases rebuscadas, de esas que tienen cierta carga poética y, de ese modo, enfatizar el amor tóxico y profundo que me une al verbo «beber». Algo así:

Observaba el cerco, casi mágico, que dejó el vaso sobre la mesa de madera. En ese perímetro descansaba, esperando a ser devorado, el líquido al que había entregado mi alma, la pócima amarga que se había adueñado de mis pasos y coartado los pasos de los que me acompañaban. Miraba embobado ese desnivel simétrico de condensación y licor como si fuera la persona a la que más he amado en la vida amaneciendo a mi lado con la entrada del sol de primavera por nuestra ventana.

Podría empezar de esta manera, pero si te soy sincero, y no es que no sea verdad lo descrito hasta ahora, prefiero empezar siendo honesto, directo y hasta tosco. Porque, en realidad, todo es mucho más sencillo y se resume en: soy un cómico de cuarenta años y soy alcohólico.

El subconsciente de algunos habrá hecho su trabajo y me habrán devuelto el saludo. El resto seguramente habrá visto la fórmula en mil películas o series y, al rascar en las carpetas de su memoria audiovisual, esbozará una sonrisa de reconocimiento y, mientras lee esto, caerá en la cuenta y dirá en voz muy baja, moviendo los labios acompañando la lectura: «Hola, cómico de cuarenta años».

Resulta paradójico que no diga mi nombre en la presentación, pero mi nombre ya viene en la portada y, además, lo paradójico acompaña en muchos aspectos a la adicción, ya lo irás viendo. Uno de ellos, sin escaparme del referente citado, es que una de las organizaciones más populares para dejar la mamela se identifica por decir, antes que nada, tu nombre en sus reuniones cuando, a la vez, tiene en su nombre la palabra «anónimos». Tu nombre mata su nombre.

Deduzco que el que empezó con la loable tarea de crear esa vaina venía de tener un problema con la bebida. O eso espero. Lo contrario sería decepcionante, como lo es un tatuador con la piel a estrenar o un nutricionista obeso.

Y, dicho esto, te confirmo que se piensa peor o, mejor dicho, se piensa siempre a corto plazo y nunca a futuro cuando los licores campan a sus anchas por tu vida como pollo sin cabeza. Vamos, que no descarto que en un momento inicial la famosa asociación se llamara «la última y nos vamos anónimos» y luego, a medida que se iba bajando el suflé, se optó por algo menos cachondo, más contundente y certero. Todo lo que fuera por no incluir la palabra tabú: alcohólico. Al final sucumbieron a lo obvio. La verdad siempre se impone.

Es una palabra con una musicalidad divertida, tiene algo de lenguaje payaso, tiene incluso una sílaba muerta, como el alma de uno que lo sea. Alcohólico. Cruz de mi vida, fuego de mis entrañas, pecado mío, alma mía. La lengua emprende un viaje de cinco pasos desde el borde del paladar para apoyarse en el quinto, allá donde pueda. Al-co-hó-li-co. ¿Qué? Entre borrachos nos plagiamos sin problema.

Ser alcohólico no es nuevo, no es una moda pasajera. Ser un experto borracho es ancestral, es bíblico, es universal, es uno de los dos pegamentos que han unido a todos los pueblos: la religión y el alcohol, una pareja inseparable. Y todas las culturas del mundo y de la historia tienen en común el uso de ambas cosas. Las dos sacan lo mejor y lo peor de todos los seres humanos. No es casualidad que la mayoría de las liturgias de muchas de las religiones incluyan algunas excusas fantásticas para, siguiendo las sagradas escrituras, echarse un lingotazo.

Sea como fuere y volviendo a lo de la asociación de la que hablamos, me parece muy acertado el saludo de los «anónimos», porque lo suyo es ir directo al quid de la cuestión y con la verdad por delante, tanto en terapia como en este libro. Además, bastantes mentiras contamos ya como para no decir al menos una verdad. Y no hay nada que te lleve más al grano que decir «soy alcohólico». A lo que añado: lo soy y lo seré siempre.

Este es un primer aspecto que hay que tener en cuenta y es importante porque, cuando hablas abiertamente de tu problema, el estímulo más habitual que recibes de vuelta es una cierta mueca de asombro e incluso incredulidad. Todo seguido de posibles trazas de repudio basadas en la imagen mental que se tiene de la enfermedad (cartón de vino y hablar solo, mayormente, y estereotipando al máximo) y, para terminar, un alegre y ligero: «Pero, bueno, seguro que estás un par de meses sin beber y luego te bebes una cervecita y no pasa nada».

Pues créeme que me jode más a mí que a ti, pero, si tienes un problema de alcoholismo, sí que pasa algo. Lo que para ti es una cervecita y no pasa nada, para mí es, con solo un sorbo, abrir ligeramente una puerta que estaba cerrada y que deja un pensamiento muy peligroso flotando en la cabeza. Pensamiento que, en un día, dos semanas, un mes o una hora, retumbará con la fuerza de los vientos y te susurrará un mensaje muy tentador: «¿Lo ves?, te has bebido una y no ha pasado nada. Te puedes beber otra con tranquilidad. Ya lo tienes dominado. Lo has hecho muy bien, claro que sí, confía en ti, has aguantado un tiempo más que prudencial. Te has limpiado por dentro y ya estás estupendamente; además, tú ya sabes cómo controlarlo, que te lo has demostrado a ti mismo».

Toda esta información mental no dura más de un microsegundo, pero es muy intenso y demoledoramente atractivo. Y sabe el cielo lo fácil que es caer en esa venta. Compras como un señor mayor compra preferentes, como un desencantado de la política compra mentiras. No hay mejor comprador que un adicto, y no hay mejor vendedor que una adicción.

Tal vez caigas y te dejes llevar por ese argumento susurrado con la tenue voz sexy de un vicio en principio light e inofensivo. Y, si caes, te aseguro que, sin ser muy consciente de ello, te has comprado un billete de ida a la mierda. Pero no quiero ser alarmista. Tal vez, si no tienes un problema real de alcoholismo, eso sea cierto y puedas hacer todas esas cosas que te dice el susurro y seguir, al cabo de un mes, con eso que llaman «consumo responsable» y que en mi cabeza suena como el concepto de los Reyes Magos: ojalá fueran verdad. Eso sí, si eres como yo y haces caso a la voz del fermento que te invita a un traguito, que tampoco pasa nada, lo que hoy es una puerta entreabierta, en una semana será una puerta abierta, y en dos una puerta abierta de par en par, y en un mes será una casa sin puertas. Y entrará todo. Y saldrás tú.

He salido mucho y ha entrado todo durante muchos años de mi vida. De eso va este libro. Es lo único que te puedo decir para que entiendas que esto no es el tratado de un experto en nada. Solo

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