La hermandad de los astronautas

Ricardo Gil Lavedra

Fragmento

La hermandad de los astronautas

Prólogo

El Juicio a las Juntas Militares fue un proceso de características singulares en muchos aspectos. En primer lugar, el tamaño de la causa desbordaba todo lo conocido en materia judicial en esa época. A los miles y miles de expedientes de hábeas corpus y de privación ilegal de la libertad acumulados durante la dictadura, que corrían agregados al cuerpo principal de la causa, se sumaban los reclamos efectuados desde el extranjero o en organismos internacionales y todos los expedientes de jurisdicción militar. Era impresionante verlo. Fue necesario destinar un amplio salón para albergar esa montaña de papeles. Y no es una metáfora, era una verdadera montaña. En segundo lugar, el juicio fue absolutamente inédito, lo que lo tornaba especialmente novedoso. Era la primera vez en la historia que un tribunal de jueces civiles, aplicando el Código Penal común, juzgaba crímenes de una dictadura saliente. Nunca había ocurrido en la Argentina y tampoco en ningún lugar del mundo, y esa circunstancia hizo que tuviera una enorme influencia en el país y en el exterior.

Raúl Alfonsín recitaba el Preámbulo de la Constitución Nacional como señal del camino que debía seguirse. Su decisión de enjuiciar a los máximos responsables de las violaciones masivas de derechos humanos y la concreción de esta iniciativa hicieron que la transición democrática argentina se estableciera sobre el estado de derecho, sobre el principio básico de un régimen democrático: la igualdad de todos ante la ley. Incluso los más poderosos debían responder ante la justicia por sus crímenes. Tanto el juicio como el trabajo de la Conadep ayudaron también a la conformación de un fuerte consenso en repudio de la violencia política y de los golpes de Estado. En el plano externo, el juicio constituyó un punto de inflexión en el derecho internacional, impulsando la obligación de los Estados de investigar, juzgar y reparar las violaciones masivas a los derechos humanos, posibilitando la aparición de categorías nuevas, desconocidas hasta ese momento, como la “justicia retroactiva” o “transicional”.

Pero hubo otra circunstancia, no tan visible, que también le da una característica única a este proceso y es el cómo. ¿Cómo se hace para llevar adelante un juicio de semejante envergadura en un lapso tan breve, apenas catorce meses? ¿Cómo se organiza el trabajo, cómo se coordinan las diferentes actividades que requiere un proceso simplemente descomunal? Cuando se habla del juicio no se suelen formular estas preguntas, que creo podrían incluso servir para dar respuesta a algunas demoras e imposibilidades de la justicia de hoy. Este libro trata de hacer hincapié en estas cuestiones. La tarea recayó exclusivamente en el tribunal que, de buenas a primeras, se encontró frente al desafío de tener que hacer el juicio más importante de nuestra joven historia. Sólo quienes estuvimos ahí dentro, en la inolvidable Sala de Acuerdos de la Cámara en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital, sabemos qué pasó, cómo se fue gestando el proceso, los obstáculos que aparecieron y cómo se los enfrentó. No había moldes previos adonde recurrir. Ni siquiera había experiencia anterior en juicios orales y se trataba de hacer uno gigante. Hicimos el proceso a medida de la necesidad, de la exigencia de tener que juzgar esos crímenes. La sociedad reclamaba que hubiera justicia a través de un debido proceso y la democracia recién recuperada debía satisfacer esa demanda genuina. No había otra opción; la no realización del juicio o su fracaso habría sido un golpe extraordinario a la frágil transición después de la dictadura. Había que hacerlo y se hizo.

Han transcurrido ya varias décadas. Muchas cosas han pasado en la Argentina y en la justicia desde entonces. El consenso del Nunca Más que se alcanzó en esos tiempos se ha mantenido, aunque aparecieron algunas grietas. Lamentablemente, la alta consideración pública que alcanzó la justicia en aquella oportunidad se ha evaporado de modo peligroso. No puede funcionar adecuadamente una democracia en la cual se pierde la confianza en la justicia, pues ella es el guardián calificado, en palabras de Ernesto Garzón Valdés, de la Constitución y del estado de derecho. Sin ellos no puede existir una democracia constitucional.

Tal vez por todo esto he sentido la necesidad de contar lo que ocurrió, en esos lejanos días, dentro de las solemnes paredes de la Cámara en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital. La historia del juicio no está completa si se prescinde del grupo humano que lo hizo posible. Desde ya, fueron necesarias muchas cosas, imprescindibles y decisivas, empezando por la audaz decisión política de Raúl Alfonsín —nada hubiera ocurrido sin ella—, las modificaciones del Congreso a la estrategia inicial, la histórica tarea de la Conadep, la trascendente labor de la fiscalía y, por supuesto, la valentía de los testigos. Pero en cuanto al desarrollo del proceso, fueron los jueces de la Cámara Federal los padres exclusivos de la arquitectura del juicio, quienes organizaron todos sus detalles y pudieron lograr que concluyera en un tiempo útil, en medio de un contexto muy difícil. Y cuando digo muy difícil les aseguro que lo fue, y mucho. Quizá recordar aquellos tiempos nos ayude a pensar cómo recobrar la confianza en que es posible una mejor justicia. Hace treinta y siete años con máquinas de escribir comunes, con carbónicos, sin medios, sin contratos, sin internet, pero con ideales firmes, con respeto a la Constitución y a la ley, y con profundas convicciones, se pudo. ¿Por qué no ahora? El rumbo está abierto: querer hacer justicia, aplicar la ley, siempre asegurando un juicio justo.

Para narrar los hechos, he recurrido sustancialmente a mi memoria, con la arbitrariedad que posee la reconstrucción de episodios de hace tanto tiempo. Se trata de mis recuerdos, quizás otro participante evoque un mismo episodio de manera diferente, son las trampas de nuestro cerebro. También pude acceder a actas y documentos del juicio que me permitieron reelaborar mejor la historia después de tanto tiempo. Curiosamente, como dijo Arturo Pérez-Reverte en algún reportaje, la memoria se parece a un racimo de cerezas, que cuando uno tira de la primera vienen detrás las restantes. Así, en este curioso ejercicio de rememorar, aparecieron en mi conciencia muchos episodios y detalles olvidados. Y esa es la sustancia de este texto, que pese a que se trata de contar un proceso judicial no es un libro de Derecho y pretende llegar a cualquier lector. Por eso no hay citas bibliográficas ni reflexiones jurídicas, ni políticas, más allá de lo que resulta imprescindible para relatar lo ocurrido. He tratado de utilizar el lenguaje más llano y coloquial posible para describir el desarrollo del proceso y las cuestiones que allí se plantearon. Incluso, no sin esfuerzo, intenté narrar como si se tratara de un simple relato desprovisto de consideraciones ajenas a él.

El destino me concedió el privilegio de poder participar, como actor sustancial, en el Juicio a las Juntas Militares. Fui nada más y nada menos que uno de los jueces. Lo viví,

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