Memorias de un hombre perdido

Antonio Ferres

Fragmento

Prólogo. El futuro que no llegó

Prólogo

El futuro que no llegó

«La memoria es una forma de la melancolía», escribió Damián Tabarovsky, y acaso esa afirmación sea el enunciado que mejor defina este extraordinario libro, Memorias de un hombre perdido, de Antonio Ferres. Nacido en marzo de 1924 en Madrid, el autor de estas singulares memorias es el ejemplo perfecto de escritor atravesado por la historia. «Atravesado», es decir, herido, a la vez construido y destruido. «Acontecido», valga afirmar, por esa dura historia de la España que abarca la Guerra Civil y los largos, secos y ruines años del franquismo para desembocar en una transición democrática llena de sombras y extravíos, en la que no faltan desencantos, olvidos, contradicciones e hipocresías. Encuentro y desencuentro de un hombre, Ferres, con la historia que, en su caso, adquiere relevancia especial en cuanto que va a dar lugar a uno de los rasgos más representativos de aquel largo tiempo de desdicha y mediocridad: el entendimiento como acción y gesto distintivo único, en tiempo y lugar, en deseo y voluntad, de la militancia política antifranquista y del quehacer cultural como armas de resistencia y denuncia. Política y cultura sin fronteras. Política en clave revolucionaria y cultura con vocación de compromiso. Una doble cara que, a mi entender, da carácter a buena parte de la España del siglo XX. Un destino personal pero que se sabe plural y compartido y que, a veces, el autor parece asumir como dolorosamente inevitable. Destino entendido, en palabras de Luciano Lamberti, como «el encuentro del carácter con la lucha de clases», esto es, como el encuentro con aquellas circunstancias históricas concretas que al tiempo que nos hacen nos deshacen, nos orientan y nos extravían, siendo Ferres muy consciente de que las vidas, la suya y la de todos, están condicionadas por ese río de la historia en medio del cual nuestra biografía tiene lugar: «Fueron sus normas, sus inacabables guerras, sus terrores y sus ansias, lo que hube de abrazar o rechazar». Una conciencia que tiñe sutilmente de un extraño fatalismo todas esas memorias que el libro nos ofrece.

Cuando ese viaje hacia el pasado se inicia en el libro —«He cumplido ya setenta y seis años, y estamos en el 2000»— lo primero que nos sale al encuentro es algo bien sólido y tangible: la casa donde nació el autor, en el número 5 de la madrileña calle de Antonio Palomino del barrio de Argüelles, y que se nos describe, con ese gusto por el detalle propio de su estilo, atendiendo tanto a su materialidad física o arquitectónica como a la opresiva atmósfera moral que se respira en el espacio familiar: «Mis abuelos, mis padres, yo y mi hermano —que nació cuando yo tenía tres años cumplidos— vivíamos en el piso más alto, el más modesto y el más grande y destartalado, con largos pasillos y altas claraboyas, y una oscura chimenea de campaña sobre el fogón, en la inmensa cocina. [...] Pero mi tío, maestro de escuela y director de un grupo escolar cercano —y que aún existe en la plaza del Dos de Mayo— casado con la hija de un médico rural, buscaba lugar en otro mundo. El matrimonio, junto a mi primo hermano Joselito, vivía en el piso de abajo. Allí tenían salón y despacho, balcones con grandes cortinas blancas...».

Leer estas primeras páginas, donde Ferres convierte la arquitectura y el diseño de interiores en una callada pero reveladora imagen de valor de cambio y violencia estructural, es para el lector el primer encuentro con esa escritura, sutil y poderosa, donde ya la mera descripción de los espacios devela esa especial capacidad para hacer emerger lo latente en lo real, que es una de sus grandes virtudes literarias. Una misma familia y dos espacios físicos que se revelan como ideológica y moralmente proféticos. El piso modesto y destartalado frente a esos «muebles como los de las casas burguesas de los barrios elegantes». Una extraña lucha de clases en clave familiar en medio de la cual pasará sus primeros años el autor: «Así fui descubriendo lo que significaban las palabras odio y envidia. Aunque lo que de veras eran esos sentimientos lo conocía yo desde mucho antes, como el miedo y la oscuridad que había dentro de las cosas, o que nacían allí».

Desde esa oscuridad el niño Antonio Ferres distingue la proclamación de la Segunda República, divisa los humos que provocan las quemas de conventos, advierte el incremento de los enfrentamientos familiares que les llevarán a abandonar el domicilio en el que viven, y asiste, al poco de cumplir los doce años, al inicio de la guerra: «Oía el duelo de los cañones de un lado y de otro, y las explosiones rasgadas de los morteros».

LA POSGUERRA CIVIL ESPAÑOLA

El libro, es decir, la memoria de ese hombre perdido, se reparte desde el punto de vista temporal en dos grandes bloques autobiográficos que, a su vez, contienen dos mundos o espacios temáticos: un primer bloque que abarca desde el nacimiento hasta su primera emigración a México y Estados Unidos, y una segunda zona narrativa que se desarrolla desde aquel primer «exilio» de 1976 hasta ese 2000 en el que la memoria empieza a hacerse escritura. En el primer bloque serán la militancia política y la vida literaria las que ocupen el desarrollo principal, mientras que en el segundo serán la vida personal y la dificultad del retorno a España las que desempeñen el papel protagonista. Dos bloques: «La primera vez me fui por miedo, la segunda vez por hambre».

Para Ferres y los autores de su generación el mundo de la posguerra es un lugar ruin y confuso — «Recuerdo una ciudad oscura, con escasa iluminación en las calles, en la cual nosotros mismos parecíamos ciegos que debíamos aprender a andar a tientas»—, en el que la literatura va a funcionar como una tabla en medio del naufragio. Junto con su amigo Jesús López Pacheco, el futuro autor de Central eléctrica, participa en la creación de una tertulia donde lo literario se entremezcla con lo político y a la que, llevados por sus ansias de libertad, se van sumando nuevos y jóvenes contertulios como Julián Marcos o Julio Diamante, ambos por entonces estudiantes en la Escuela de Cine (primeros años cincuenta). En aquel Madrid del verso de Dámaso Alonso, «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)», alrededor de la literatura y las tertulias que bajo su ocasión se iban a crear, emergería una generación de «hijos de la guerra» que iniciaban su andadura ciudadana en clave de resistencia cultural frente al franquismo ansiando, en un principio de manera confusa y desorganizada, «una revolución que apenas podíamos definir». Una resistencia política que se movía entre la rebeldía frente a «la absoluta desolación del mundo» y contra una injusticia social que encontraba en el proletariado oprimido y vencido su legitimidad. Será en medio de esa atmósfera de represión donde buena parte de aquella juventud asqueada por la suciedad moral del franquismo va a intentar salir del sometimiento, hallando en el clandestino Partido Comunista la forma de transformar la rebeldía en lucha organizada. Este sería el caso de Ferres y de sus amigos Jes

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