Después del amor

Marta Cillán

Fragmento

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Tengo treinta y cinco años. Ni uno más, ni uno menos. A esta edad ya debería haberme dado tiempo a convertirme en influencer, morir y resucitar al tercer día. Pero han pasado más de tres días y no estoy segura de haber resucitado del todo, lo que confirma mi sospecha de que tampoco he muerto del todo. Simplemente, estoy en un limbo entre la vida y la muerte, un limbo en el que llevo un año. Voy tarde, esa es la única verdad que sostengo entre mis dedos. No sé bien para qué, pero sé que voy tarde.

Mi psicóloga me pregunta esta mañana que a dónde se supone que me dirijo, que a qué tanta prisa. Me lo pregunta ella, que tiene una consulta privada y dos hijos. Al sitio en el que estás tú, le digo yo. Ella se ríe con una mueca que yo interpreto como una forma encubierta de confirmarme que estoy loca si lo que deseo es llegar ahí, que ella es mi psicóloga, pero que, de las dos, es la que necesita terapia con más urgencia. Que no soporta a sus hijos y que odia su trabajo. Algo que, desde luego, no me asombra, porque tener que aguantarle a diario el rollo a gente como yo debe de ser una condena.

Debe de ser incluso peor que trabajar arreglando bocas; al menos, el aspirador de saliva mantiene a los pacientes en silencio.

Yo la cabeza la tengo bien puesta porque la conservo encima de los hombros. Por lo demás, es un desastre.

Ella me dice que me ve tranquila, que solo estoy pasando por una época de cambios. Que no tenga tantas ganas de correr.

Sé que no me miente, pero no estoy segura de si sus respuestas las tiene escritas en un manual que guarda en un bolsillo de la chaqueta marrón que lleva puesta en todas las sesiones. Un manual que utiliza con todos los pacientes y que contiene una respuesta aséptica para cada encrucijada.

Me cuesta cuarenta euros a la semana sentarme con ella y contarle lo mismo que les cuento a todas mis amigas. Pero ella no tiene toda la información; de cualquier conflicto solo conoce mi versión. Creo que por eso lo disfruto tanto.

Esta época de cambios ya se me está haciendo pesadita. Por mucho que mi psicóloga odie a sus hijos y su trabajo, un poco sí que la envidio. Hacer todos los días lo mismo, sin excepción. Nada cambia, nada permea. Haberte pasado el juego. ¿Y ahora qué? Ahora nada, solo era esto. Si lo pienso, hasta parece divertido. Pero si lo pienso demasiado, soy capaz de vislumbrar el precipicio por el que querría saltar.

¿La vida es muy corta o es muy larga? ¿En qué quedamos? Desde que tengo treinta y cinco, a veces me siento una niña y a veces me siento mayor para casi todo.

A veces imagino que tengo hijos y se me escapa una sonrisa y a veces me entran ganas de vomitar al pensar que un día pueda ser tan insensata como para embarcarme en ese viaje.

¿A qué tienes miedo?, me pregunta ella.

A todo, le contesto yo. Al cáncer, casi todo el rato. A la muerte no, al menos no a la mía. A la de mi madre sí. A la enfermedad y a la soledad. Sobre todo a la soledad. A tener hijos que enfermen o mueran. A tener una pareja que enferme o muera. A que todos me abandonen cuando se den cuenta de que soy insoportable.

Seguro que no eres tan insoportable, me dice y se cree que me está descubriendo algo que yo no sé.

Porque tú no me conoces, solo me psicoanalizas. Pero no sabes que tengo que tomarme un café nada más abrir los ojos, que no follo por las mañanas o que no soporto el desorden ni los lugares donde no hay luz natural, ni la música tan baja que casi la tienes que intuir, ni el volumen de la televisión muy alto, ni la comida recalentada, ni a la gente que no tiene opinión o que tiene demasiada, ni a los egocéntricos —por eso no me soporto a mí misma—, ni a las amigas que te cortan el rollo pidiéndose un agua cuando tú necesitas beberte una botella entera de Montsant. Tampoco a los que no se tiran al suelo cuando un perro los viene a saludar; a esos los enviaba derechos al infierno.

Pero hay gente que les tiene miedo a los perros, me responde, y yo siento que acabo de perderle el respeto.

¿Tú les tienes miedo a los hombres?, le pregunto, porque ellos matan a las mujeres. No solo nos matan, sino cosas mucho peores.

Arquea una ceja y, aunque sé que la estoy incomodando, no puedo parar.

Los hombres les tienen miedo a las mujeres, por eso las matan. Los perros no les tienen miedo a las personas, pero deberían. No sé en qué mundo delirante seríamos nosotros los que debiéramos tenerles miedo a los perros. Los perros y las mujeres nos parecemos: aunque nos caguen a pedos, ahí seguimos, siempre preocupados por nuestros amos.

No todos los hombres matan a sus mujeres, replica.

No son suyas, replico yo.

No hay quien te soporte, sé que quiere decirme.

Creo que es mejor que lo dejemos aquí, dice finalmente.

Me retiro sintiendo una mezcla de derrota y victoria. Son los cuarenta euros mejor invertidos nunca. Estoy deseando volver la semana que viene.

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Me enciendo un cigarrillo mientras pienso que ya es hora de dejar de fumar. Tengo treinta y cinco años, por el amor de Dios. Esto ya no es ninguna broma. Le doy dos caladas hondas. El lunes lo dejo. No lo voy a dejar hoy, que es viernes y he quedado con las niñas. Ni mañana, que tendré resaca. Ni el domingo, que es el día que me reservo para mí, y el día en el que me suele invadir una tristeza desoladora. Al menos, puedo fumármela.

De camino a casa dudo tantas veces de si debería subir en Bicing o pillar el metro que, para cuando me doy cuenta, ya estoy llegando. Ese es otro tema del que podría hablar con mi psicóloga, la poca capacidad de decisión que poseo.

Elegir es renunciar, y esto no solo se aplica a las cosas importantes, como cambiar a tu pareja por tu amante o saltar de un trabajo a otro. También afecta a qué medio de transporte público deberías utilizar, a si pides pasta o pizza o a si vas a hacerte las uñas hoy o la semana que viene. O quizá es que las cosas importantes son estas y no las otras. Qué más da un trabajo u otro, si en ambos vas a estar consultando la hora constantemente, esperando a que llegue el momento de cerrar el portátil. En cuanto a lo de la novia y la amante, me parece una temeridad; una amante debería ser siempre una amante, no hay necesidad de fastidiarla, de pasarle de pronto el testigo de novia y que le toque irse de excursión con la suegra. A veces no pensamos con detenimiento las cosas que deseamos.

Eso a mí no me ocurriría, claro, porque yo, de tanto pensar, pierdo el objetivo. Yo podría quedarme sin un trabajo y sin el otro, sin la novia y sin la amante, con una tranquilidad pasmosa.

Cuando al fin llego, dejo el bolso encima de la cama y me dejo caer sobre el colchón un segundo, para revisar Instagram. Una hora más tarde despierto de una siesta que no estaba en mis planes —es difícil que yo no incluya una siesta en mis planes— y me sorprendo al comprobar que nadie me ha llamado ni enviado un mísero wasap.

Perro me mira con los ojos aún dormidos, esperando que haga algún movimiento brusco que le indique que, de verdad, me voy a

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