Diarios

John Cheever

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

por Benjamin H. Cheever

Al morir, el 18 de junio de 1982, John Cheever dejó en sus diarios una obra ingente, sin corregir e inédita. Sobre la base de los veintinueve cuadernos de hojas sueltas en que estaba escrito, Robert Gottlieb ha preparado el libro que sigue.

Casi todos los que leyeron los extractos del diario aparecidos en la revista The New Yorker reaccionaron con entusiasmo, mientras que unos pocos se sintieron ofendidos y desconcertados. Aquellos con los que hablé del tema se planteaban dos interrogantes: ¿le habría gustado a John Cheever ver publicado ese material? Y en caso afirmativo, ¿por qué?

Comprendo esta inquietud. La lectura de algunos pasajes me provocó un dolor intenso. Pero mi padre quería que sus diarios vieran la luz. Lo sé porque me lo dijo. Y creo conocer los motivos.

Cuando empezó a escribir estos diarios no pensaba en publicarlos. Eran material de trabajo para sus obras de ficción. Y eran asimismo material de trabajo para su vida. Compraba un cuaderno pequeño de hojas sueltas, lo llenaba y se compraba otro. El cuaderno en uso lo tenía siempre a mano, en el escritorio o cerca de este. Las hojas rayadas se distinguían fácilmente de los pliegos de papel amarillo en que escribía sus novelas y cuentos.

A pesar de estar mecanografiadas con precipitación —con mayúsculas fuera de sitio, repletas de errores tipográficos y tachaduras—, las hojas eran legibles y constituían una gran tentación. Pero no nos estaba permitido leerlas. No recuerdo textualmente sus instrucciones, pero eran claras y casi amenazantes.

Por eso me sorprendió cuando empezó a insinuar la posibilidad de publicarlas. Fue en diciembre de 1979. Yo acababa de separarme de mi primera esposa y pasaba una temporada en casa de mis padres.

Pensaba que mi regreso sería motivo de júbilo, un acontecimiento poco menos que triunfal. Por sus diarios supe más adelante que los sentimientos de mi padre encerraban cierta ambivalencia. Escribió: «Este sábado por la mañana, después de una semana de retiro espiritual que lo ha jorobado, nuestro hijo Ben ha dejado a su mujer y ha vuelto a casa, al parecer para pasar solo unas horas».

Dos días más tarde se había resignado a una estancia prolongada: «Mi hijo está aquí. Me parece que no nos conocemos; me parece que nuestro destino es no conocernos jamás. En broma le indico que no limpia el retrete. Responde que ronco. Mañana vuelve otro hijo. Me parece que a este lo conozco mejor, pero ya veremos». Y añade, un poco a regañadientes: «Amar a los hijos significa en parte renunciar a ellos».

Me quedé varios meses. Y él parecía disfrutar de mi compañía. (En los diarios volvía a referirse a mí llamándome «querido hijo».)

Hablamos mucho. Quería hablar sobre los diarios. Había enviado los cuadernos, de dos en dos, a importantes bibliotecas. Yo estaba sorprendido y sentía envidia. Lo que quería averiguar era si los bibliotecarios se escandalizaban. No sé si se escandalizaron, pero sí que su respuesta de alguna manera no le convenció, ya que al cabo de un tiempo hizo que le devolvieran todos los cuadernos.

Estando conmigo se preguntaba por el valor documental de los diarios. En varias ocasiones se interesó por mi opinión. Yo le respondía que lo ignoraba. Que daba por sentado que todo lo escrito por él despertaba interés. Añadí que no podía juzgarlos porque no los había leído.

Una noche de enero me entregó un cuaderno y me dijo que le echara un vistazo.

Estábamos en el comedor. Me senté y empecé a leer el diario que me había entregado. Se sentó en otra silla para observarme. Me preguntó qué me parecía. Le dije que me parecía interesante y además muy bien escrito. Me dijo que siguiera leyendo. Al levantar la vista, vi que lloraba. No profería sollozos, pero las lágrimas surcaban sus mejillas. No dije nada. Volví a la lectura. Cuando levanté la vista de nuevo, había recuperado la compostura.

Le dije que me gustaba.

Me dijo que, en su opinión, los diarios no debían publicarse antes de su muerte.

Estuve de acuerdo.

Añadió que la publicación de los diarios podría incomodar a la familia.

Dije que podíamos asimilar el golpe.

Quería saber si realmente creía que despertarían interés.

Respondí que no cabía duda de que a los escritores jóvenes les resultarían interesantes. Le pregunté a mi vez si le gustaba la idea de que se publicaran, a lo que sonrió. La perspectiva parecía alegrarlo.

Durante las semanas siguientes hablamos repetidas veces sobre el asunto. Me preguntaba una y otra vez si de verdad creía que podían despertar interés. Y yo respondía invariablemente que sí.

Después recibí permiso para leer los diarios. Lo hice. No fue agradable. No mostraban al hombre ingenioso y encantador que me alojaba en la habitación de los huéspedes. El texto era deprimente y en ocasiones mezquino. Se hablaba mucho sobre homosexualidad.

No lo comprendí del todo o no quise comprenderlo. Me sorprendió lo poco que yo aparecía en el texto. Me sorprendía lo poco que aparecíamos todos nosotros, excepto tal vez mi madre, pero el trato que recibía no era como para desear la publicidad.

Esto nos lleva al segundo interrogante: ¿quién podría desear la publicación de semejante material?

En 1979, John Cheever era una ilustre personalidad literaria. «Soy una marca registrada —solía decir—, como los cereales para el desayuno.» Parecía gustarle esta condición. Probablemente sospechaba que la publicación de los diarios la modificaría. Su imagen pública era la de un distinguido caballero inglés que vivía en una antigua propiedad rural y criaba perros de caza. Su última producción revelaba un ingenuo interés por otros aspectos de la vida, pero era lícito suponer que se trataba de un interés puramente intelectual. Pocos conocían su bisexualidad. Muy pocos la frecuencia de sus infidelidades.

Y casi nadie habría podido prever la aparente desesperación de su vida interior ni la naturaleza cáustica de su visión. Pero no creo que le preocupara mucho ser como los cereales del desayuno. Antes que desayuno era escritor. Era escritor casi antes que hombre.

Muchos escritores de talento extraordinario bajan la guardia en sus apuntes y cartas, y se los ve buscar torpemente el tópico salvador, como cualquier persona. No era este el caso de mi padre. «Sé que a ciertas personas les asusta escribir cartas comerciales porque se encontrarán y revelarán a sí mismas», solía decir con desdén. Ahora comprendo que ese desdén iba dirigido a sí mismo. Era incapaz de escribir una postal sin encontrarse. Pero no por ello dejaba de escribirla. Se encontraba consigo mismo, se transformaba y el destinatario recibía una postal de miedo.

Para él, la función del escritor serio era excelsa y a la vez práctica. Solía decir que la literatura era uno de los primeros indicios de la civilización. Un bello pasaje en prosa, decía, puede curar no solo la depresión sino también la sinusitis. Como muchos grandes curanderos, quería curarse a sí mismo.

Durante buena parte de su vida padeció una soledad tan aguda que casi no se diferenciaba de un mal físico. «Puedo saborear la soledad —escribía a principios de 1979—. La silla que ocupo, el cuarto, la casa, nada es tangible. Pienso en Hemingway, lo que recordamos de su obra es m

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