Audrey Hepburn

Donald Spoto

Fragmento

EC a p í t u l o 1

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l sol brillaba cuando abandonaron la costa inglesa; pero, en mitad de la travesía del canal, el cielo se llenó de negras nubes y el viento dejó de ser una ligera brisa para adquirir casi la fuerza de una galerna. En esos momentos, mientras el buque se dirigía al continente, se vieron atrapados de pronto en una tormenta de finales de invierno. Una fría lluvia barrió el puente y les azotó el rostro mientras el ferry cabeceaba y se bamboleaba. Sin embargo, años más tarde, la baronesa no recordaría que la situación le hubiera provocado ansiedad alguna, y, por lo tanto, tampoco se la transmitió a sus dos hijos pequeños que se sujetaban a ella.

Aquel chubasco resultaba mucho menos inquietante que el tifón al que se había enfrentado una vez en el sur del mar de China, y tampoco era tan amenazador como las violentas condiciones que habitualmente zarandeaban los barcos que la llevaron desde Asia hasta Sudamérica o de los Países Bajos a las Indias Orientales holandesas. Gracias a la compostura de la baronesa, sus hijos, de ocho y cuatro años, podían afrontar el mal tiempo con despreocupación. Aun así, si ella no los hubiera tenido firmemente sujetos de la mano, el viento podría haberlos arrastrado fácilmente por la borda.

Lo mejor era llevarlos al interior para que se tomaran un chocolate caliente.

De camino a la cafetería del ferry pasó junto a su esposo, que estaba en el pequeño salón de fumadores del bar y que la miró sin interrumpir la conversación que mantenía con otro pasajero mientras se calentaba con un whisky irlandés. Su marido no era el padre de los chicos; estos eran el fruto de su primer matrimonio. A juzgar por la indiferencia del hombre, nadie habría imaginado que tuviera relación alguna con la aristocrática dama y sus dos dóciles hijos. Ella oyó que le contaba a su compañero de copas que abandonaba Inglaterra para ocupar en Bélgica un cargo que prometía mucho. Por su bien y el de los niños, la baronesa confió en que así fuera y en que pudiera conservarlo más de un par de meses sin sucumbir a la indolencia. Lo cierto era que también ayudaría a afianzar el matrimonio. Él era su segundo marido; llevaban tres años casados, pero en todo ese tiempo no recordaba que hubiera trabajado más de tres meses en total.

Su primer marido se había marchado tras cinco años de matrimonio —de lo cual hacía ya cuatro— y la había dejado con veinticinco años y dos hijos pequeños. En esos momentos, en el horizonte asomaban nuevamente los nubarrones de las tormentas conyugales. Justo cuando estaba embarazada de siete meses.

Como mujer, y puesto que su familia pertenecía a la vieja aristocracia europea, disponía de algunos recursos económicos y era dueña de una parte de las propiedades familiares. Además, tenía un título: era la baronesa Ella van Heemstra, también conocida como señora Ruston. En 1929 una baronesa holandesa no era una rara avis. A los muy demócratas habitantes de los Países Bajos no les importaba lo más mínimo que las clases acomodadas lucieran títulos venerables, siempre que sus portadores no se dieran aires de grandeza ni pretendieran imitar a la familia real holandesa, una dinastía de lo más práctica y realista.

Los cuatro viajeros llegaron a Bruselas sin contratiempos y se instalaron en una casa alquilada. Allí, con la ayuda de un pariente llegado de Holanda, la baronesa se preparó para dar a luz, mientras su esposo tomaba posesión de su cargo como empleado de una compañía de seguros inglesa, donde no iba a tener ninguna tarea relevante y donde se aburrió desde el primer día.

La mañana del sábado 4 de mayo la baronesa se puso de parto, y al mediodía ya tenía en los brazos a su hija recién nacida. «Los nacidos en sábado trabajan para ganarse la vida», decía la tradición.

La baronesa Ella van Heemstra había nacido en la elegante zona de Velp, cerca de Arnhem, el 12 de junio de 1900. Tenía ocho hermanos y sus padres eran el barón Arnoud Jan Adolf van Heemstra (en su época, gobernador de la Guayana Holandesa, más tarde rebautizada como Surinam) y la baronesa Elbrig Wilhelmine Henrietta van Asbeck, ambos de familias de rancio abolengo. Los orígenes exactos de las baronías no están claros, pero los abuelos de Ella pertenecían a familias de respetados juristas y jueces con un largo historial de servicios prestados a la corona y al país. Sus hijos —los padres de Ella— habían heredado los títulos según las costumbres de la época.

La infancia de Ella estuvo rodeada de privilegios: sus padres eran propietarios de una mansión campestre, tenían una casa en la ciudad y un pelotón de sirvientes que los seguían a todas partes para atenderlos. Unas fotos suyas, tomadas cuando tenía unos veinte años, muestran a una mujer sumamente atractiva, de rasgos delicados, cabello oscuro, piel clara y con una sonrisa solemne que no resultaba ni infantil ni tímida ni seductora. En otras palabras, era la clásica imagen de una aristócrata germano-victoriana, y ese era el estilo (recargado en la decoración y formal en los modales) que abundaba por toda Europa, si no entre las familias reales, sí entre la pequeña aristocracia terrateniente.

A los diecinueve años Ella dio por concluida la respetable pero poco exigente educación propia de la clase alta. Destacaba tanto en canto y en aptitudes escénicas, que llegó a manifestar deseos de convertirse en cantante de ópera. Sus padres no le hicieron mucho caso y le pagaron un billete para que fuera a visitar a unos parientes que trabajaban para las compañías coloniales holandesas en Batavia —el nombre latino para Yakarta— en las Indias Orientales holandesas (lo que más adelante se convertiría en Indonesia).

Allí, Ella creció y floreció. Muy solicitada a causa de su magnífica voz —a la que dio buen uso en fiestas y recepciones—, por su inteligente conversación, su aire sofisticado y su elegante coquetería, impresionó a muchos buenos partidos y a los padres de estos en las colonias. El 11 de marzo de 1920 —cinco meses después de su llegada y tres meses antes de su vigésimo cumpleaños—, los padres de Ella se trasladaron a Batavia para asistir al enlace de su hija con Hendrik Gustaaf Adolf Quarles van Ufford, que era seis años mayor que ella y ocupaba un cargo respetable. Aquel año los negocios en las Indias marchaban especialmente bien debido a que en la metrópoli empezaban a notarse los efectos de una grave depresión económica que la hacía depender cada vez más de sus colonias.

La madre de Van Ufford era una baronesa con un respetado linaje franco-holandés, y todo auguraba una unión feliz y provechosa. El 5 de diciembre de ese mismo año, Ella dio a luz un niño al que pusieron el nombre de Arnoud Robert Alexander Quarles van Ufford y al que todos llamarían siempre Alex, y el 27 de agosto de 1924 saludó la llegada de Ian Edgard Bruce Quarles van Ufford. Sin embargo, las cosas no tardaron en torcerse. Cuando Hendrik regresó a los Países Bajos en la Navidad de 1924 para negociar su traslado desde Batavia, Ella y los niños lo acompañaron. A principios de 1925, por razones que nunca se han aclarado, la baronesa y su marido presentaron su solicitud de divorcio en Arnhem.

Van Ufford embarcó de inmediato rumbo a San Francisco, donde, según decía, le habían ofrecido un cargo importante. Allí no tardó en conocer a una emigrante alemana llamada Marie Caroline Rohde, con la que contrajo matrimonio. En ese momento Hendrik Quarles van Ufford desaparece de esta historia. Los archivos solo recogen que unos años más tarde regresó a Holanda, donde murió el 14 de julio de 1955, a los sesenta años.

En consecuencia, aquella primavera de 1925 la baronesa, a sus vein

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