Made in England

Doris Lessing

Fragmento

I

En una época muy temprana de mi vida traté con ingleses, porque resulta que mi padre era un inglés. Lo digo así, sin atribuirme nada ni excusarme por nada, porque hasta después de haber vivido algún tiempo en Inglaterra no comprendí a mi padre.

No voy a decir que su carácter me obsesionara, porque eso sería darle demasiado peso, pero ciertamente pasé buena parte de mi infancia dedicada a aceptarlo. Debo confesar, para dejar de lado las confesiones ya desde el principio, que tendría unos seis años cuando llegué a la conclusión de que mi padre estaba loco. La cosa no me impresionó. Por muy variadas razones, en ninguna de las cuales voy a entrar aquí, la quintaesencia de la excentricidad de la especie humana es una lección que aprendí desde el primer momento. Además de las deducciones que pude hacer por mí misma, del exterior me llegaban confirmaciones verbales, continuamente, y algunas venían de mi propio padre. Tenía por costumbre pasarse muchas horas del día sentado en una desvencijada tumbona en lo alto del monte donde estaba nuestra casa, inspeccionando el desolado paisaje africano que se extendía varias leguas a la redonda. Después de un silencio que muy bien podía durar horas, daba un respingo, majestuosamente malhumorado en su atuendo caqui ajado, profeta en su tierra, y agitando los puños hacia el cielo gritaba: «¡Locos! ¡Locos! ¡Todos! ¡En todas partes! ¡Locos!». Tras lo cual volvía a hundirse, mordiéndose el pulgar y frunciendo el entrecejo, en una sombría contemplación de su porción de universo; porción francamente grande, hay que reconocerlo, si se compara con lo que alcanza a ver, pongamos por caso, un habitante de Luton. Digo Luton porque en una época él vivió allí. A su pesar.

Mi madre no era precisamente inglesa pero sí británica: una mezcla intrínsecamente activa de inglesa, escocesa e irlandesa. A efectos de este libro, del que supongo que se espera un intento de proponer definiciones, ella no cuenta. Se decía escocesa o irlandesa según de qué humor estuviera, pero nunca, que yo recuerde, inglesa. Mi padre, por el contrario, decía ser inglés, o mejor, «un inglés», generalmente con amargura, y cuando leía los periódicos, o sea cuando se sentía traicionado, o herido en su sentido moral. Recuerdo que toda la cuestión me parecía muy teórica, teniendo en cuenta que éramos gente que vivía en plena estepa africana. De todos modos, no tardé en comprender que por muy ambiguo y vidrioso que el término «inglés» resulte en Inglaterra, no pinta nada al lado de la variedad de significados que puede adoptar en una colonia, autónoma o no.

Decidí que mi padre estaba loco basándome en que, en varios períodos y durante un lapso de tiempo variable, creyó que: a) solo se podía beber agua que hubiera estado expuesta directamente al sol bastante tiempo para absorber sus invisibles rayos mágicos; b) solo se podía dormir en una cama colocada de tal modo que las salubres corrientes eléctricas que van y vienen de polo a polo fluyeran a lo largo del cuerpo sin tener que alterar su dirección y perder fuerza; c) solo se podía vivir en una casa de pavimento aislado —y el mejor aislante eran las esteras de paja— contra las invisibles y peligrosas emanaciones de los minerales ocultos en la tierra. Otras razones eran que mi padre escribía, pero no echaba al correo, cartas a los periódicos sobre temas tales como la influencia de la luna en la cordura de los estadistas, la influencia de los abonos bien hechos en la paz mundial y la influencia de las verduras lavadas y cocinadas como es debido en el carácter (civilizado) de una minoría blanca, en contraste con el carácter (incivilizado) de una mayoría negra, indígena y contraria al lavado de las verduras.

Como he dicho ya, hasta pasado algún tiempo en Inglaterra no me di cuenta de que aquel personaje, aquello que me había parecido un portento de patología, podía muy bien confundirse con la tonalidad general del país, sin suscitar el menor sobresalto de asombro.

A causa, pues, de mi temprano y rudimentario conocimiento en asuntos del carácter inglés, me he decidido a poner por escrito mi experiencia de exilio. De todos modos, primero hay que poner en claro el punto de partida, la tierra de la que uno está exiliado. Y desgraciadamente nunca he podido entrar en contacto con otro inglés. Y no porque sea verdad aquello de que es difícil entenderlos, sino porque es difícil encontrarlos.

Una anécdota como ejemplo. Cuando hacía dos años que estaba en Londres, me llamó por teléfono una amiga recién llegada de Ciudad del Cabo.

—Hola, Doris, muchacha —me dijo—, ¿qué tal te va, cómo te llevas con los ingleses?

—La verdad, me parece que no conozco ni uno. Londres está lleno de extranjeros.

—Sí, ya me he dado cuenta. Pero anoche conocí a un inglés. —No me digas.
—Como lo oyes. En una taberna. Y es de verdad, artículo garantizado.

En cuanto lo vi, supe que era de verdad. Alto, asténico, retraído y, sobre todo, con todos los signos externos de la orgullosa melancolía interna, que retuerce los intestinos. Hablamos del tiempo que hacía y del Partido Laborista. Y luego, a la vez y movidos por un mismo estímulo, cuando el inglés declaró que en la taberna hacía mucho calor, mi amiga y yo le pusimos, embelesadas, una mano en cada hombro. Al fin, dijimos, hemos encontrado a un inglés. Él se apartó, y sus tiernos ojos azules se iluminaron.

—No —declaró, con una altanería adusta pero dispuesta a perdonarnos—, no soy inglés. Una de mis abuelas es galesa.

La triste verdad es que los ingleses son la minoría más perseguida de la tierra. Los han aturdido repitiéndoles que su cocina y su calefacción, sus hábitos amorosos, su comportamiento cuando salen al extranjero y sus modales cuando están en su país, no merecen siquiera desprecio, ni, desde luego, comentario alguno; al igual que los bosquimanos de Kalahari, esa raza condenada, los ingleses se esfuman camuflándose en cuanto husmean un extranjero.

Y sin embargo, nos rodean. La prensa, las instituciones estatales, el simple sabor del aire que respiramos, atestiguan su ininterrumpida y vigorosa existencia. De modo que, en cuanto me sale al paso una costumbre nativa, recurro al recuerdo de mi padre.

Por ejemplo. Es costumbre en África quemar franjas de vegetación alrededor de casas y almacenes, como protección contra los incendios de la estepa, que atraviesan con furia el país en la estación cálida. Mi padre quemaba una franja alrededor del establo de las vacas. Era un día sin viento. La hierba estaba poco crecida. El fuego debería arder despacio. Y sin embargo, la fatalidad quiso que en la franja de ciento cincuenta metros de ancho y un par de kilómetros de largo muriera todo animalillo —pájaro en reposo, insecto o reptil— y, probablemente, no sin dolor. Mi padre, de pie y sombrío, contemplaba el avance del frente de pequeñas llamas. A su lado estaba el capataz negro. De pronto, de la hierba que humeaba a sus pies surgió un gran ratón campestre. El capataz rompió con un pesado bastón el espinazo del animal, que quedó agonizando. El hombre cogió el ratón por la cola y, sosteniendo aquel cuerpecillo que todavía se estremecía, volvió al lado de mi padre, que lanzó la mano en una bofetada dura y rotunda contra la cara del capataz. Lo pilló tan desprevenido que cayó al suelo. El negro se levantó con la mano en la mejilla, mirando a mi padre en busca de alguna explicación. Mi padre estaba tenso de inexpresable ira. Señalando al ratón ya muerto, dijo:

—Mátalo inmediatamente.

El capataz lanzó el ratón a las llamas y se fue con mucha dignidad.

—Si hay algo que no puedo soportar es la crueldad por pequeña que sea —dij

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