VHS (Mapa de las lenguas)

Alberto Fuguet

Fragmento

De joven uno cree que puede terminar todos los libros posibles, elegir los temas, experimentar y escribir como otros. No es tan así. No es así. Los libros se hacen cargo, creo, de lo que uno puede contar en un período. O de lo que te puedes bancar en un momento dado. Sobre todo quienes no tenemos diarios secretos. Un asunto es escribir, otro es mostrar. Publicar es algo radicalmente distinto. Ese es otro monstruo, con otro pelaje, otras garras. Hablar de un libro propio es lo más complicado; necesitas vencer el pudor y tener cojones y capacidad para rearmarte si es necesario. Cuando sacas un libro es clave estar dispuesto a exponerte, exhibirte. Full frontal para entrar en el lenguaje de estas memorias cinéfilas. O memorias, nomás. Unas memorias. No todo, no todas. Trozos de tiempos que fueron una vez míos y en cierto modo aún lo son. Momentos que viví, instantes en que vi mucho cine. Cada libro es una suerte de postal que se envía desde el momento mismo de la creación. Uno se hace cargo de lo que puede contar en ese instante, no necesariamente de todo lo que ha vivido o sabe.

Con los años he ido entendiendo que un libro propio no es tanto acerca de lo que está impreso en la página sino de aquello que no te importa mostrar. Todos los autores sostienen que quieren ser leídos; yo durante mucho tiempo no quería que me leyeran y menos de manera atenta. Me sentía manoseado al saber que, por ahí o por allá, me estaban incluso estudiando, disectando. Un libro (unas memorias, digamos) es lo que puedes soportar que se venga abajo si el experimento no resulta, si la apuesta no paga: debes estar preparado para sufrir si el libro con el que te expones no gusta o, peor, si confunden la publicación contigo. Puedes ser frágil y vulnerable en tu cuarto, en tu escritorio, pero cuando te expones, debes ser fuerte. Tienes que serlo. Cada uno sabe lo que está dispuesto a entregar. A veces eres fuerte en privado pero socialmente no tienes una columna vertebral que te sostenga. Otras veces al revés: exteriormente estás bien pero por dentro no tanto. No quieres que te miren, que te toquen, menos que te lean. Cierro este libro, estos fragmentos de memorias, y me digo: puedo tolerar lo que sea, que pase lo que pase. Estoy listo —estoy preparado— para VHS.

El cine es memoria, todo lo que las películas captan termina siendo memoria (siempre jóvenes, siempre vivos; todo filme es antes que nada un documental acerca de un ahora). En cambio, en unas memorias escritas, ¿qué es exactamente lo que uno recuerda? ¿Es narrable la memoria? ¿Tiene un orden la remembranza? Si toda mi ficción nace de mi memoria, si todos mis libros son más o menos autobiográficos, lo que quiero ahora es inventar menos y recordar más e intentar captar mi estado mental y mis pulsaciones sexuales y terrores y ansias y toqueteos y experimentaciones de otro tiempo.

Años atrás escribí una novela llamada Las películas de mi vida que, naturalmente, no era exactamente acerca de las películas de mi vida sino de las del personaje principal y narrador del libro, Beltrán Soler. Aún no confiaba en la no ficción, en una voz que pudiera ser creativa y literaria pero no por eso menos real o mía. Primera persona, relato real, confesión. ¿Es necesario arrodillarse para contar lo que has vivido? María Moreno lo dice bien en Blackout: para qué confesar y teñir todo de culpa o por qué escribir buscando la expiación. ¿Tropezar o experimentar o errar es pecado? No lo creo. ¿No es mejor simplemente relatar, recordar, articular, contarlo todo como si fuera una historia? Apostar por la autoficción, la memoria, la autobiografía en fragmentos, algo así. Pocas veces me he ido a negro, quizás dos, máximo tres black outs, por mezclar cocaína con vodka mientras escribía Mala onda; mi problema es, creo, muy distinto: recuerdo mucho, todo sigue adentro, todos los detalles, se me llena el disco duro. Hora entonces de empezar a expulsar recuerdos. Y el cine y los videos serán los gatilladores de la memoria.

Por favor, rebobinar. Pausa. Stop. Rewind.

Por mucho que el sismólogo/narrador hiciera de álter ego mío en Las películas de mi vida, al final ganó la historia (la ficción, la parte inventada) y la opción realista de establecer las cincuenta películas que recordaría en concordancia con la edad del personaje. La idea de la novela era explorar eso de haberme criado en California con el inglés como lengua natal para luego transformarme en un chileno que habla castellano. Quería que Beltrán tuviera unos diecisiete años en 1980, igual que el personaje Matías Vicuña de mi novela Mala onda. Se me ocurrió la idea de que ambos fueran contemporáneos y se cruzaran hacia el final del relato. Al tomar esa opción debía hacerme cargo de películas que se estrenaron durante los sesenta y los setenta. Sobre todo en los setenta, pero claro, durante buena parte de esa década gloriosa para el cine norteamericano, donde se rodaron algunas de mis cintas favoritas, el personaje (como yo) era un chico que no podía acceder a ellas o siquiera entenderlas. Por lo tanto, en la novela, las películas de la vida de Beltrán terminaron siendo aquellas que vio durante esos años en los cines que tuvo cerca. No eran necesariamente sus favoritas (o capaz que sí porque Beltrán era otro tipo de cinéfilo que yo) sino las que lo marcaron. O, dicho de otro modo, no las que eligió sino aquellas que lo eligieron a él.

También había un tema de tono que no me permitió entrar en modo sanguinario/slasher en mí como espero hacerlo ahora en VHS. Creo que Las películas de mi vida es una novela de la memoria, pero de una memoria más grata; es acerca de mirar hacia atrás sin ira, y el libro tiene más una voz infantil que una de adolescente rebelde. Más que ser giallo (las infames y famosas cintas italianas de terror B), creo que esa novela transita por el celeste y está como hecha con uno de esos filtros setenteros nostálgicos de Instagram. Beltrán, claro, crece, pasa por la pubertad, se desarrolla, pero la novela no era acerca de pelos, espinillas, semen, sudor ni menos sangre. No es un tipo desatado y sus gustos cinematográficos están más cerca de lo popular que de las películas de culto o las ofertas provocadoras que en esa época eran para «mayores de 21 años». Las películas de mi vida, ahora lo capto, era para todo espectador. La novela no era acerca del terror de despertar sino acerca, creo, de perdonar o de entender el camino que hizo que alguien se convirtiera en quien es.

Hace unos meses leí el prólogo que Héctor Soto escribió para Totalmente, tiernamente, trágicamente, el precioso libro de ensayos y crítica de cine de Phillip Lopate, traducido con elegancia cinéfila por Alan Pauls. El libro de Lopate lo compré hace muchos años en inglés, pero el primer texto acerca de sus recuerdos de joven en Manhattan anticipando el estreno de La noche de Antonioni lo leí incluso antes, en un ejemplar de la revista American Film a la que estab

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