Cosas que no quiero saber

Deborah Levy

Fragmento

cap-1

1

PROPÓSITO POLÍTICO

Tú eres tu vida, y nada más.

JEAN-PAUL SARTRE,

A puerta cerrada (1944)

Aquella primavera en que la vida se hacía cuesta arriba y yo andaba peleada con mi suerte y sencillamente no veía hacia dónde ir, lloraba sobre todo en las escaleras mecánicas de las estaciones ferroviarias. Bajando no pasaba nada, pero había algo en el hecho de permanecer quieta y dejarme subir que lo desencadenaba. Las lágrimas brotaban de ninguna parte, y para cuando coronaba las escaleras y notaba el viento entrando a ráfagas tenía que poner todo mi empeño para reprimir el llanto. Era como si el impulso de las escaleras mecánicas que me transportaban adelante y arriba fuera la expresión física de una conversación que mantenía conmigo misma. Las escaleras mecánicas, que en los primeros días de su invención se llamaban «escaleras viajeras» o «escaleras mágicas», se habían convertido misteriosamente en zonas peligrosas.

Me aseguraba de que no me faltara lectura en los viajes en tren. Fue la primera vez en mi vida que disfruté leyendo columnas sobre lo que le pasaba al cortacésped del periodista. Cuando no estaba absorta en cosas así (que para mí eran como si me inyectaran un dardo tranquilizante) el libro que más leía era la novela corta Del amor y otros demonios de Gabriel García Márquez. De todos los personajes con y sin amor que soñaban y maquinaban en hamacas bajo el azul del cielo caribeño, el único que me interesaba de verdad era Bernarda Cabrera, la disoluta esposa de un marqués que había renunciado a la vida y a su matrimonio. Para escapar de la suya, Bernarda Cabrera prueba el «chocolate mágico» de Oaxaca gracias a su amante esclavo y comienza a vivir en estado de delirio. Adicta a las tabletas de cacao y la miel fermentada, pasa la mayor parte del día tirada desnuda en el suelo del dormitorio, «envuelta en el fulgor de sus flatos letales». Para cuando me apeaba del tren y comenzaba a llorar en las escaleras que aparentemente me invitaban a leerme la mente (en un momento de mi vida en que prefería leer otras cosas) empezaba a considerar a Bernarda un ejemplo a seguir.

Comprendí que las cosas tenían que cambiar cuando una semana me descubrí mirando fijamente un póster de mi lavabo titulado «El sistema óseo». Mostraba un esqueleto humano con sus órganos internos y huesos etiquetados en latín y yo siempre me equivocaba y leía «El sistema social». Tomé una decisión. Si las escaleras mecánicas se habían convertido en máquinas de tórrida emotividad, un sistema que me transportaba a lugares a los que no quería ir, ¿por qué no comprar un billete a algún sitio al que sí quisiera ir?

A los tres días, enfundé mi nuevo ordenador portátil y me acomodé en el asiento 22-pasillo rumbo a Palma de Mallorca. Mientras el avión despegaba caí en la cuenta de que estar suspendida entre el cielo y la tierra recordaba un poco a una escalera mecánica. El infeliz que iba sentado al lado de la mujer llorosa tenía aspecto de haber servido en el ejército en el pasado y dedicar ahora la vida a tumbarse a la bartola en la playa. Me alegró que mi compañero de viaje barato fuera un tipo duro de fuertes espaldas cuadradas y cuello grueso y quemado a ronchas por el sol, pero no quería que nadie intentara consolarme. De todos modos, se diría que mis lágrimas le indujeron un coma comprador tántrico porque llamó a la azafata y pidió dos latas de cerveza, un vodka con Coca-Cola, otra Coca-Cola, un tubo de Pringles, un rasca y gana, un oso de peluche relleno de minichocolatinas y un reloj suizo de oferta, y preguntó si la aerolínea disponía de uno de esos formularios para rellenar con los que te regalaban unas vacaciones si te tocaba la rifa. El militar bronceado me plantó el peluche delante de la cara y dijo «Esto la animará, seguro», como si el oso fuera un pañuelo al que le hubieran cosido ojos de cristal.

Cuando el avión aterrizó en Palma a las once de la noche, puede que el único taxista dispuesto a conducirme por las empinadas carreteras de montaña estuviera ciego porque un velo blanco le nublaba los dos ojos. En la cola nadie quería admitir el temor a que estampara el coche y lo esquivaban cuando su taxi se detenía ante ellos. Una vez que acordamos la tarifa, el hombre se las apañó para conducir sin mirar a la carretera y en su defecto fue toqueteando el dial de la radio mientras se miraba los pies. Una hora después enfiló el Mercedes por una carretera estrecha bordeada de pinos que yo sabía que me parecería más larga de lo que era. Alcanzó la mitad del camino y de pronto gritó «NO NO NO» y el coche se paró en seco. Por primera vez en toda la primavera me vinieron ganas de reír. Nos quedamos sentados a oscuras, mientras un conejo correteaba por el campo, sin que ninguno de los dos supiera qué hacer. Al final le di una buena propina por conducción temeraria y eché a andar por el sendero oscuro que según recordaba vagamente conducía al hotel.

El olor a fuego de leña de las casas de piedra de más abajo y los cencerros de las ovejas pastando en las montañas y el extraño silencio que se produce entre sus súbitos tintineos me dieron ganas de fumar. Hacía mucho que había dejado el tabaco, pero en el aeropuerto había comprado un paquete de cigarrillos españoles con la firme intención de volver a fumar. Me senté en una roca húmeda debajo de un árbol un poco apartado del sendero, me puse el portátil entre las piernas y encendí un pitillo bajo las estrellas.

Fumar tabaco español barato con sabor a calcetín sucio debajo de un pino era muchísimo mejor que intentar mantener la compostura en las escaleras mecánicas. Había algo reconfortante en estar literalmente perdida cuando me sentía perdida en todos los demás sentidos y, justo cuando estaba contemplando la posibilidad de tener que pasar la noche al raso, oí que alguien me llamaba. Ocurrieron varias cosas a la vez. Oí a alguien en el sendero y luego vi los pies de una mujer con zapatos de cuero rojo avanzando hacia mí. Volvió a gritar mi nombre, pero por alguna razón fui incapaz de relacionar conmigo el nombre que gritaba. De pronto me enfocaron la cara con una linterna, y cuando la mujer me vio sentada en una roca debajo de un árbol fumándome un pitillo dijo:

—Ah, estás aquí.

Tenía la cara tan pálida que me impresionó y me pregunté si no estaría loca. Pero entonces recordé que la loca era yo porque ella solo intentaba arrancarme de una roca al borde de la montaña, vestida de playa una noche en que la temperatura había caído por debajo de cero.

—Te he visto adentrarte en el bosque. Te has perdido, ¿verdad?

Asentí, pero debí de parecer confusa porque añadió:

—Me llamo Maria.

Maria era la propietaria del hotel y me pareció mucho mayor y más triste que la última vez que nos habíamos visto. Probablemente ella pensó lo mismo de mí.

—Hola, Maria.

Me levanté.

—Gracias por venir a buscarme.

Caminamos en silencio rumbo al hotel y enfocó la linterna hacia el recodo donde me había desviado del camino, como si fuera una policía reuniendo pruebas para algo que ninguna de las dos alcanzaba a imaginar.

La gente que se hospeda en esta pensión quiere cosas concretas: un lugar tranquilo cerca de los campos de cítricos y las cascadas, habitaciones amplias y baratas, calma para descansar y pensar. No hay minibar ni televisor, no hay a

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