Ciudad sumergida

Marta Barone

Fragmento

cap-2

I

LA PRIMERA KÍTEZH

Esta historia tiene dos inicios: al menos dos, puesto que, como todo lo que tiene que ver con la vida, siempre resulta difícil establecer qué es lo que comienza y cuándo, qué torbellino de casos fortuitos existe detrás de lo que parece acaecer de repente, o qué cara se ha girado hacia otra en un momento del pasado, dando inicio a la cadena accidental de acontecimientos y de criaturas que nos ha llevado a existir. En primer lugar —esto puedo decirlo con moderada certeza—, nací. Era marzo y nevaba, y el año era 1987. Mis padres se habían conocido solo un par de años antes y se acabarían separando definitivamente tres años más tarde.

Me alumbró una mujer con un agujero en la cabeza. Mi madre tuvo un accidente trece años antes. Permanecí una semana bajo observación porque sufría un síndrome de abstinencia de los antiepilépticos que ella se veía obligada a seguir tomando. Del accidente, del coma, de las operaciones, solo le quedó un leve hundimiento en el punto en el que le falta un fragmento de cráneo, sustituido por una malla metálica recubierta con el tiempo por sus finos cabellos, de pluma. Siempre duerme del otro lado, porque le duele todavía la cabeza que no está ahí.

Es posible decir que de ese agujero, bien o mal, surgí yo. Mi propia existencia depende de la herida, puerta abierta hacia la sima de las posibilidades. Cuando mi madre se cayó de una motocicleta que conducía otra persona, a los veintitrés años, viajaba con él para recoger la documentación que iba a necesitar para su boda. Luego las cosas no salieron así. Y por eso en cierto sentido la trayectoria de mi madre que aún no lo era, de esa jovencita con la cara afilada de las fotos de la época, de su cuerpo tendido sobre el asfalto de una carretera provincial, trajo consigo una nueva trayectoria irreversible de la que más adelante surgiría la mía.

El segundo principio de la historia, aunque entonces yo no tenía ni la más remota idea, coincide con el otoño de mis veintiséis años, cuando dejé la casa y la ciudad donde había pasado toda mi vida y me marché a vivir a Milán. Vivía en un estudio en el tercer piso de un edificio de los años veinte. Tenía el suelo de madera y una pequeña cocina blanca encajonada en una esquina, y la luz lo invadía hasta la tarde; algo que más adelante encontraría oprimente, aunque no en ese momento. Era el primer lugar que era solo mío y sentía por él casi un afecto humano.

Durante la semana estaba sola. Salía pronto por la mañana y daba un paseo por la ciudad sin una meta definida. Eran los primeros días de septiembre, y después de un verano frío y lluvioso, una tardía canícula se propagaba por las avenidas todavía silenciosas. Nada más doblar la esquina de mi calle, en otra calle que tenía el etéreo nombre del Beato Angelico, se oía a veces desde un balcón muy alto cantar a un canario en la quietud resonante, y el fragor de ese canto —ese inconfundible canto que se parece al sonido de la palabra «r-o-c-i-a-r» repetida hasta abrirse en un agudo prolongado— todavía sabía reconocer que se trataba de un malinois (y por un instante la sombra tierna de la pajarera donde mi tío y yo comprobábamos los nidos cuando era pequeña se hacía más larga en la acera, con su olor verde y profundo). En el aire inmóvil, los edificios desiertos de las facultades de ciencias del barrio donde vivía parecían abandonados desde hacía milenios. Podía caminar durante todo el día, enfilando las calles al azar, y solo de vez en cuando miraba el móvil para verificar en el mapa adónde había ido a parar. La ciudad me era completamente ajena y yo también lo era para ella, y esto en cierto modo resultaba tranquilizador.

A veces el aire se movía por una repentina apertura de viento. Entonces las sombras de las nubes corrían por las fachadas de los edificios durante un momento, aislando un detalle en un charco de luz: un balcón de hierro forjado, una boca que gritaba desde el capitel de un desván. El color de las fachadas cambiaba, temblaba y luego se detenía de nuevo. Me sentaba a leer en los bancos a la sombra. En los jardines de Porta Venezia, una mujer joven sostenía a la altura del pecho a un niño pequeño con un gorrito de algodón, girado hacia un árbol. El niño, con los pies colgando, examinaba el tronco con interés, las palmas de las manos abiertas apoyadas en la corteza. Ella sonreía un poco, una ceja enarcada, como si supiera un secreto. Cuando se daba la circunstancia de que cogía el metro para regresar de alguna cita vespertina, pasaba por una calle donde las grandes ventanas en arco del Instituto de Estudios Químicos emanaban una luz ambarina en la oscuridad por detrás del follaje oscuro y denso de los olmos. En cierta ocasión, en una callejuela detrás de la gran plaza de Loreto, pasé por delante de una lavandería automática donde había tres jóvenes marineros de aspecto eslavo. Nos miramos a través del escaparate con la misma expresión asombrada, como si mi presencia fuera tan inverosímil como la de ellos. ¡Marineros rusos en una lavandería automática milanesa! Me encogí de hombros —es lo que se prescribe en estos casos— y seguí caminando.

Como rara vez había ocurrido antes de entonces, podía pasarme todo el día sin hablar con nadie. En ese mutismo total y prolongado, del mismo modo que esos ruidos nocturnos que parecen más nítidos en el silencio, las cosas que miraba adquirían una extraña nitidez, pero seguían siendo imágenes dispersas, desconectadas entre sí y carentes de cualquier posible significado que fuera más allá del interés pasajero que me habían suscitado al desfilar por delante de mis ojos. Durante ese breve resplandor, quizás, una parte infinitesimal de mi cabeza se percataba de que en cierta medida se producían en mí; pero esa percepción de una percepción de una percepción era tan pálida, tan leve, que desaparecía de inmediato, y las imágenes seguían fluctuando en una profundidad indiferente, cada vez más exangües. Ni siquiera pensaba que pudiera existir una relación entre aquellas cosas y yo, o de qué naturaleza podía ser.

Todo en verdad me concernía muy poco. Tenía algo de dinero a mi disposición porque había recibido una pequeña herencia, lo que me permitía vivir durante algunos meses sin un sueldo fijo, con mis ingresos mínimos e irregulares, a la espera de que la situación se desbloqueara. Porque tenía que desbloquearse, no podía ser de otra forma. La crisis era una entidad abstracta, vaporosa, irritante sin duda alguna, pero que no podía tener realmente un efecto a largo plazo en mi vida. Bastaba con esperar. De manera que esperaba. Trabajaba leyendo manuscritos en inglés y en francés de narrativa extranjera para una gran editorial. Tenía que valorarlos para su posible publicación en Italia. Era un trabajo tranquilo, y por fin yo también estaba tranquila.

La soledad era una nueva dimensión, como una catedral completamente vacía donde cada paso tenía un eco desproporcionado. Era necesario moverse con cautela, y no prestar demasiada atención a todos esos ecos, a la ampliación de cada susurro subterráneo. Era interesante, pero cansado. Por supuesto, los fines de semana mi compañero, N., que vivía en una ciudad cercana, se reunía conmigo. Yo tenía amigos en Milán y nos veíamos a menudo. Pero resultaba difícil ese gran, repentino despliegue de vacío en los días normales. En cierta ocasión, d

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos