No digas nada

Patrick Radden Keefe

Fragmento

cap-3

1

SECUESTRO

Jean McConville tenía treinta y ocho años cuando desapareció, y se había pasado casi media vida embarazada o recuperándose de un parto. Dio a luz catorce hijos y perdió a cuatro de ellos; así pues, le quedaron diez, de edades comprendidas entre los veinte años de Anne, la mayor, y los seis años de los mellizos Billy y Jim. Traer al mundo diez hijos, y no digamos ya criarlos, puede parecer una verdadera hazaña, pero hablamos de Belfast en el año 1972, donde eran habituales las familias ultranumerosas y desorganizadas, así que Jean McConville no aspiraba a conseguir ningún premio. Y ninguno le dieron.

Todo lo contrario, pues la vida le planteó otra dura prueba cuando su marido, Arthur, falleció tras una larga y penosa enfermedad. De repente, se quedó sola, viuda, con una exigua pensión, sin un empleo remunerado y un montón de hijos a su cuidado. Desmoralizada por la magnitud de su desventura, Jean hizo cuanto estuvo en su mano para mantener una cierta estabilidad emocional. No salía apenas de casa, echaba mano de los hijos mayores para controlar a los más pequeños, y mientras tanto buscaba conservar el equilibrio —como quien ha sufrido un acceso de vértigo— a base de encender un pitillo con la colilla del anterior. Plantó cara a su desdicha y se esforzó por hacer planes para el futuro. Pero la verdadera tragedia del clan McConville no había hecho sino empezar.

La familia acababa de dejar el piso donde Arthur pasara sus últimos días y se había mudado a otro ligeramente más amplio en Divis Flats, un complejo de viviendas de protección oficial, húmedas y feas, ubicado en West Belfast. Aquel diciembre fue muy frío, y a media tarde la ciudad quedaba sumida en tinieblas. El hornillo para cocinar, en el piso nuevo, no estaba conectado todavía, así que Jean mandó a su hija Helen, que tenía entonces quince años, a por una bolsa grande de fish and chips. Mientras el resto de la familia esperaba a Helen, Jean llenó la bañera de agua caliente. Cuando se tienen hijos pequeños, a veces el único lugar donde uno puede gozar de cierta intimidad es el cuarto de baño y con el pestillo echado. Jean era una mujer menuda y pálida de rasgos delicados y cabellos oscuros, que solía peinar hacia atrás. Se metió en la bañera y allí se quedó un buen rato. Después, cuando acababa de salir del agua, la piel toda colorada, alguien llamó a la puerta de la vivienda. Eran aproximadamente las siete, y los niños supusieron que sería Helen que regresaba con la cena.

Pero al abrir la puerta, varias personas irrumpieron en el interior. Fue todo tan brusco que ninguno de los McConville pudo decir con exactitud cuántos eran; tal vez ocho, o quizá diez o incluso doce. Una banda de hombres y mujeres. Unos llevaban la cara tapada con pasamontañas, otros con medias de nailon que daban a sus facciones un toque siniestro. Y al menos uno de ellos empuñaba un arma de fuego.

Jean salió del baño vistiéndose sobre la marcha, los niños asustados a su alrededor, y uno de los intrusos dijo de mala manera: «Ponte el abrigo». Jean temblaba sin poder controlarse cuando intentaron sacarla del piso. «Pero ¿qué pasa?», preguntó, aterrorizada. Fue entonces cuando los niños reaccionaron. Michael, que tenía once años, intentó agarrar a su madre. Billy y Jim, entre gemidos, quisieron abrazarla. Los de la banda les dijeron que se calmaran, que la traerían de vuelta; solo querían hablar un rato con ella; serían un par de horas nada más.

Archie, que con dieciséis años era el mayor de los que estaban en casa, preguntó si podía acompañar a su madre a dondequiera que fuesen, y los de la banda accedieron. Jean McConville se puso un abrigo de tweed y un pañuelo de cabeza mientras los más pequeños eran conducidos a una de las habitaciones. Los intrusos procuraron calmarlos con escuetas garantías; al dirigirse a ellos los llamaban por su nombre de pila. Dos no iban enmascarados y Michael McConville se dio cuenta, con horror, de que las personas que se llevaban a su madre no eran gente desconocida: eran vecinos suyos.

Divis Flats era una pesadilla sacada de un dibujo de Escher, una madriguera de escaleras, pasadizos y pisos atestados de gente. Los ascensores estaban siempre averiados. La pequeña melé sacó a Jean de su piso, la condujo hacia un pasillo y escaleras abajo. Normalmente, siempre había alguien rondando de noche por allí, incluso en invierno: chavales jugando a la pelota o gente que volvía del trabajo. Sin embargo, Archie se fijó en que todo parecía misteriosamente desierto, casi como si hubieran hecho despejar toda la zona. No había nadie a quien avisar, y ningún vecino que pudiera dar la alarma.

Iban andando muy juntos, madre e hijo, ella aferrada a Archie, pero al llegar al pie de la escalera había otro grupo de gente, esperándolos. Serían como veinte personas, ropa informal, pasamontañas. Varios de ellos armados. Con el motor al ralentí, una furgoneta Volkswagen esperaba en la calle. De repente, uno de los hombres giró en redondo. Por un momento, el brillo mate del arma que empuñaba se destacó en la oscuridad. El hombre apoyó la punta del cañón en la mejilla de Archie y dijo entre dientes: «Lárgate». Archie se quedó tieso, notando el tacto frío del metal en la piel. Quería proteger a su madre fuera como fuese, pero ¿qué podía hacer? Era solo un muchacho, no iba armado, y ellos eran muchos. De mala gana, giró en redondo y volvió escaleras arriba.

En la segunda planta, una de las paredes no era toda de hormigón sino que tenía una serie de listones verticales que los niños McConville llamaban «casilleros». Atisbando entre los resquicios, Archie pudo ver cómo metían a su madre en la furgoneta y cómo el vehículo se alejaba de Divis Flats hasta perderse de vista. Más tarde comprendió que la banda no había tenido la menor intención de permitir que acompañara a su madre, que solo le habían utilizado para sacar a Jean del piso. Archie se quedó allí de pie, en el espantoso silencio invernal, tratando de asimilar lo ocurrido. Un rato después, volvió a casa. Las últimas palabras que su madre le había dicho eran: «Vigila a los niños hasta que yo vuelva».

cap-4

2

LAS HIJAS DE ALBERT

Cuando Dolours Price era apenas una niña, sus santos preferidos eran mártires. Una tía suya por parte de padre, muy católica ella, solía decir: «Por Dios y por Irlanda». Para el resto de la familia, lo primero era Irlanda. Puesto que vivían en West Belfast y eran los años cincuenta, Dolours iba a misa todos los días. Sin embargo, la niña reparó en que sus padres no asistían a la iglesia a diario. Y cuando tenía catorce años, un buen día proclamó:

—Yo no pienso ir más a misa.

—Pues tendrás que ir —le dijo Chrissie, su madre.

—Ni tengo que ir ni pienso hacerlo —dijo Dolours.

—Tienes que ir —insistió la madre.

—Mira —dijo Dolours—, saldré de casa, me quedaré en la esquina durante media hora y os diré «He ido a misa», pero no será verdad.

Era muy cabezota, ya de niña, y ahí terminó la historia. La familia Price vivía en una p

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