Yo

Elton John

Fragmento

cap-0

Prólogo

Me encontraba en el escenario del club Latino de South Shields cuando me di cuenta de que ya no podía más. Era uno de esos supper clubs que había por toda Gran Bretaña en los años sesenta y setenta, todos prácticamente idénticos: gente trajeada sentada alrededor de mesas, comiendo pollo servido en cestas y bebiendo vino de botellas enfundadas en mimbre; pantallas de lámpara con flecos y papel pintado con relieve de terciopelo en las paredes; espectáculo de cabaret y presentador con pajarita. Era como retroceder a otra época. Fuera corría el invierno de 1967, y la música rock mutaba y se desplazaba a tal velocidad que me daba vueltas la cabeza solo de pensar en ella: Magical Mystery Tour de The Beatles y The Mothers of Invention, The Who Sell Out y Axis: Bold As Love, Dr. John y John Wesley Harding. Dentro del Latino, el único rastro de los Swinging Sixties era el caftán que yo llevaba, con cascabeles en una cadena alrededor del cuello. No iba mucho conmigo. Parecía el finalista de un concurso para escoger al hippy menos convincente de Gran Bretaña.

El caftán y los cascabeles habían sido idea de Long John Baldry. Yo tocaba el órgano en la banda que lo acompañaba, Bluesology. Él se había fijado en que todos los otros grupos de rhythm and blues se estaban volviendo psicodélicos: ibas a ver a la Big Roll Band de Zoot Money interpretar canciones de James Brown y a la semana siguiente te encontrabas con que se llamaban Dantalian’s Chariot, subían al escenario vestidos con túnicas blancas y cantaban que la Tercera Guerra Mundial había aniquilado todas las flores. John había decidido que debíamos seguir su ejemplo, al menos en lo tocante al vestuario, y a todos se nos dio un caftán. Los más baratos eran para los músicos de apoyo mientras que los que él llevaba habían sido hechos a medida en Take Six de Carnaby Street. O al menos eso creía hasta que vio entre el público a alguien con un caftán clavado al suyo. Se interrumpió en plena canción y se puso a gritar furioso: «¿De dónde lo has sacado? ¡Es mío!». Me pareció que su reacción estaba lejos de las nociones de paz, amor y fraternidad universal asociadas con el caftán.

Yo adoraba a Long John Baldry. Era absolutamente desternillante, profundamente excéntrico, escandalosamente gay y un músico magnífico, tal vez el mejor guitarrista de doce cuerdas que ha dado el Reino Unido. Había sido una de las principales figuras del boom del blues británico de principios de los sesenta, había tocado con Alexis Korner, Cyril Davies y The Rolling Stones, y tenía un conocimiento enciclopédico del blues. Solo estar cerca de él era educativo; me hizo escuchar muchísima música de la que yo nunca había oído hablar.

Pero era, ante todo, un hombre increíblemente amable y generoso. Tenía una habilidad especial para descubrir en los músicos algo que nadie más había visto en ellos y apoyarlos, dándoles tiempo para que tomaran confianza en sí mismos. Lo hizo conmigo como lo había hecho anteriormente con Rod Stewart, que era uno de los cantantes de Steampacket, el grupo que nos precedió: Rod, John, Julie Driscoll y Brian Auger. Eran increíbles, pero al cabo de un tiempo se separaron. La versión que me llegó de lo ocurrido era que una noche, después de una actuación en St-Tropez, Rod y Julie discutieron, y ella le arrojó vino tinto sobre la camisa blanca —es fácil imaginar cómo le sentó a él— y ese fue el final de Steampacket. De modo que Bluesology había pasado a ser la banda de apoyo de John, y tocábamos en clubes de soul y sótanos de blues de todo el país.

Nos divertíamos mucho, aunque John tenía ideas peculiares acerca de la música. Nuestras actuaciones eran de lo más estrafalarias. Empezábamos con blues ambiciosos: «Times Getting Tougher Than Tough», «Hoochie Coochie Man». Y en cuanto nos habíamos metido al público en el bolsillo, John se empeñaba en que tocáramos «The Threshing Machine», que era una especie de novelty song obscena del West Country, la clase de tema que cantan los jugadores de rugby cuando se emborrachan, al estilo de «’Twas On The Good Ship Venus» o «Eskimo Nell». John incluso la cantaba con marcado acento del oeste del país. Y después de eso quería que tocáramos algo del llamado Gran Cancionero Americano —«It Was A Very Good Year» o «Ev’ry Time We Say Goodbye»—, lo que daba pie a que imitara a Della Reese, la cantante de jazz estadounidense. No sé de dónde sacaba la idea de que a la gente le gustaba oírlo cantar «The Threshing Machine» o imitar a Della Reese, pero continuó creyéndolo, bendito sea, frente a pruebas bastante convincentes de lo contrario. Si uno se fijaba en la primera fila, que ocupaban las personas que habían acudido a oír a la leyenda del blues, Long John Baldry, solo veía una hilera de mods, todos mascando chicle y mirándonos totalmente horrorizados: «¿Qué coño está haciendo este tío?». Era muy cómico, aunque yo mismo me hiciera esa misma pregunta.

Y entonces sobrevino la catástrofe: Long John Baldry sacó un single que resultó ser un gran hit. Eso, en circunstancias normales, habría sido motivo de gran alegría, pero «Let The Heartaches Begin» era una canción espantosa, una balada almibarada y facilona propia del programa Housewives’ Choice. Estaba a años luz de la clase de música que John debería haber estado haciendo, y fue durante semanas número uno y sonaba sin cesar en la radio. Diría que no sabía en qué estaba pensando John, pero no es cierto, lo sabía perfectamente, y en realidad no podía reprochárselo. Llevaba años viviendo a trancas y barrancas y esa era la primera vez que ganaba dinero. Los sótanos de blues dejaron de contratarnos y empezamos a tocar en supper clubs, que pagaban mejor. A menudo actuábamos en dos en una noche. A los espectadores no les interesaba el papel fundamental que había tenido John en el boom del blues británico ni su dominio de la guitarra de doce cuerdas. Solo querían ver a alguien que había salido por televisión. Muchas veces yo tenía la impresión de que no les interesaba la música, y punto. En algunos clubes, si tocábamos más tiempo del que nos habían asignado corrían el telón a mitad de canción. Entre las ventajas estaba que al menos el público de los supper clubs disfrutaba con «The Threshing Machine» más que los mods.

Otro problema importante que presentaba «Let The Heartaches Begin» era que Bluesology no podía tocarla en directo. No me refiero a que nos negáramos a hacerlo, sino a que literalmente no podíamos. En el single había una orquesta y un coro femenino; sonaba como Mantovani. Nosotros éramos una banda de rhythm and blues de ocho instrumentos con una sección de vientos. No había forma de que reprodujéramos el sonido. De modo que a John se le ocurrió la idea de grabar el acompañamiento en una cinta. Cuando llegaba el gran momento, arrastraba un enorme magnetófono Revox hasta el escenario, lo ponía en marcha y se ponía a cantar con él. Los demás nos quedábamos ahí de pie, de brazos cruzados, con nuestros caftanes y cascabeles, mientras la gente comía pollo con patatas fritas. Era insoportable.

De hecho, lo único divertido de oír cantar a John «Let The Heartaches Begin» en directo era que, en cuanto empezaba, las mujeres se ponían a chillar. Abrumadas aparentemente de deseo, abandonaban durante un rato su poll

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