El loro en el limonero

Chris Stewart

Fragmento

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Entre la nieve y el hielo

Era noche cerrada y llevaba seis largas horas conduciendo por una carretera helada que horadaba como un túnel los bosques nevados del norte de Suecia. Iba encorvado sobre el volante para escudriñar la monotonía de pinos y nieve que el mortecino haz de luz iba alumbrando. Uno de los faros había pasado a mejor vida tras una vana lucha contra los azotes del hielo y un frío de veinticinco grados bajo cero. Más allá de la débil claridad que procuraba su compañero y del tenue resplandor verdoso del salpicadero del coche, se extendía una oscuridad interminable. Hacía ya más de una hora que no me adelantaba ningún vehículo y no se vislumbraba una sola luz entre los árboles. Los pueblerinos suecos tienen la agradable costumbre de dejar una lámpara encendida toda la noche ante la ventana para reconfortar al viajero, pero llevaba ya muchos kilómetros sin más compañía que la profunda negrura del cielo estrellado y el frío glacial. Arrebujado en el cargado y cálido ambiente de mi Volvo de alquiler, tuve la sensación de estar más lejos de mis congéneres de lo que jamás habría creído posible.

La radio no contribuía a aliviar la sensación de aislamiento. La única emisora que logré captar daba muestras de un fervor absoluto por las danzas para acordeón y violín, esas melodías simplonas y joviales que uno esperaría oír en el funeral de un perro de sonada popularidad. Me resultaba bastante deprimente. Así que, para mantenerme despierto, me puse a practicar chino mandarín, un idioma que llevaba años intentando aprender. Contar en voz alta —yi, er, san, si, wu— es una buena manera de pillarle el tranquillo a la pronunciación, y me ayudó a no pensar en lo increíblemente solo que me sentía. Cada vez que llegaba más o menos al número cien dejaba que mis pensamientos vagaran hasta mi casa en España —el sol en un bancal de naranjos y limoneros; Ana, mi mujer, y yo tendidos en la hierba, contemplando el cielo entre las hojas con los ojos entornados, mientras nuestra hija Chloé lanzaba palos al perro—, y entonces sentía una punzada casi física de nostalgia. Así que volvía a empezar: yi, er, san, si, wu...

Cuando iba por el sesenta y pico ya por tercera vez, el motor empezó a hacer el tonto. Cada pocos minutos, el rítmico ronroneo se veía interrumpido por una alarmante serie de toses y sacudidas y el coche empezaba a vibrar hasta alcanzar un clímax de temblequeo demente, antes de volver a calmarse y retomar su ruido habitual.

Cada vez que ocurría, me acosaba la vívida imagen de la muerte por congelación. Teniendo en cuenta que en el exterior la temperatura era de veinticinco bajo cero, eso no tardaría mucho en ocurrir. El calor que reinaba dentro del vehículo se disiparía por completo en unos diez minutos, el tiempo justo para sacar la ropa de la maleta y ponérmela toda, incluyendo el enorme abrigo de lona y piel de borrego (veinte libras en la cooperativa del ejército sueco), las gruesas manoplas y el gorro de lana como remate final. Mi cuerpo mantendría calientes todas las prendas durante una media hora, y luego, siguiendo el proceso de intercambio termodinámico, la enorme masa de aire frío invadiría el pequeño reducto de calor (yo) y este último sucumbiría. Dar saltos o correr sin moverse del sitio o esa clase de cosas prolongaría el proceso un rato más, pero en algún sitio había leído que tampoco convenía hacerlo en exceso. Cuánto se consideraba excesivo, no lo recordaba.

De todos modos, cuando el motor dio muestras de reanimación una vez más y el coche siguió avanzando, di unas afectuosas palmaditas en el salpicadero con la esperanza de infundirle ánimos para que olvidara sus problemas y me llevara hasta Norrskog, el pueblo granjero al que me dirigía, que todavía quedaba a varias horas de distancia a través del bosque.

Había conseguido el automóvil la tarde anterior, en el Weekie’s Car Lot, justo a la salida del muelle donde atracaba el barco de Copenhague. Weekie me había mirado desde sus gruesas gafas y a través de una nube de humo de cigarrillo.

—Llévate el que quieras... —me dijo— de esos de ahí.

Señaló con ademán despectivo lo que parecía una chatarrería al aire libre. Salí a aquel frío que helaba los huesos, mientras el viento azotaba la costa de Öresund, y eché un vistazo a las posibilidades que se me ofrecían. Diseminados aquí y allá había viejos cacharros que esperaban con aire taciturno, algunos ladeados debido a una rueda pinchada, otros sin capó, revelando motores embadurnados de grasa y aceite y cubiertos por una fina capa de nieve. Ése era el destino final de los coches de la gente acomodada, pudiente y respetable, donde quedaban relegados a convertirse en transporte de quienes no podían permitirse un vehículo de alquiler decente. Aun así, había un no sé qué de sugestivo en el aparcamiento de Weekie. Era como un santuario para caballos viejos a los que nadie quisiera; por un precio mínimo podías sacarlos de paseo. Escogí un Volvo verde oliva, pagué la pequeña fianza, metí mi equipaje en el maletero y emprendí el camino, a través de aquellas larguísimas carreteras, hacia el norte de Suecia.

Mi intención era pasarme un mes allí esquilando ovejas en la oscuridad del invierno, un trabajo que me proporcionaría dinero suficiente para mantener a mi pequeña familia y el cortijo de Andalucía durante el resto del año. Por lo visto, estaba condenado a aquel purgatorio anual. La vida en nuestra finca en las montañas españolas era barata, y como nos abastecíamos de nuestra propia producción, no incurríamos en grandes gastos o facturas. Sin embargo, como apenas generábamos ganancias, el dinero nunca parecía alcanzar para cubrir las diversas crisis domésticas que nos acosaban, como que se escacharraran el generador y la nevera a gas, que un jabalí destrozara la nueva alambrada o que los perros hicieran trizas uno de los adorados zapatos de flamenco de Chloé. En resumidas cuentas, que esos viajes a Suecia eran imprescindibles.

Mientras conducía hacia Norrskog iba rumiando, como todos los años, en formas alternativas de ganar dinero. Esa vez contaba con una nueva posibilidad, porque había enviado a unos amigos míos de Londres, que trabajaban en el mundo de la edición, unas historias que había escrito sobre la vida en nuestro cortijo. Me pregunté qué opinarían de aquellas páginas manuscritas —probablemente habría demasiadas ovejas y perros para su gusto— y me permití soñar despierto con un contrato y un cheque para escribir un libro. Entretanto, mantenía un soñoliento ojo bien abierto por si aparecía un alce.

Estos animales constituyen el mayor peligro en las carreteras suecas. Ningún seguro cubre esa eventualidad, porque los bosques están literalmente plagados de ellos. Los alces surge entre los árboles para arremeter de frente contra los coches; aparecen sin previo aviso y al cabo de un par de segundos ya los tienes encima. En el peor de los casos,

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