Ante todo no hagas daño

Henry Marsh

Fragmento

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Prólogo

Cuando estamos en el hospital, enfermos, temiendo por nuestra vida y a la espera de una cirugía aterradora, tenemos que confiar en los médicos que nos tratan. Si no lo hacemos así, la vida se vuelve muy complicada.

Muchas veces, para superar nuestros temores, incluso atribuimos a los médicos cualidades sobrehumanas. Si la operación es un éxito, el cirujano es un héroe; si fracasa, es un villano.

La realidad, por supuesto, es completamente distinta. Los médicos son humanos, como el resto de nosotros. Gran parte de lo que ocurre en los hospitales es cuestión de suerte, y la suerte puede ser buena o mala. El médico pocas veces tiene control alguno sobre el éxito y el fracaso. Saber cuándo no hay que operar es tan importante como saber operar, y la experiencia en lo primero es más difícil de adquirir.

La vida de un neurocirujano nunca es aburrida y puede resultar profundamente gratificante, pero se cobra su precio. Es inevitable que uno acabe cometiendo errores, y debe aprender a vivir con las consecuencias, a veces espantosas. Debe aprender a ser objetivo ante lo que ve y, al mismo tiempo, no olvidar que está tratando con personas. Los relatos de este libro versan sobre mis intentos —y ocasionales fracasos— de encontrar el equilibrio que se requiere en la carrera de un cirujano entre el necesario distanciamiento y la compasión, entre la esperanza y el realismo. No pretendo minar la confianza de la gente en los neurocirujanos —ni en la profesión médica, ya puestos—, pero confío en que este libro ayude a comprender las dificultades, tan a menudo más de naturaleza humana que técnica, a las que se enfrentan los médicos.

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Pineocitoma

m. Med. Tumor de la glándula pineal, poco frecuente y de crecimiento lento.

A menudo me veo obligado a hurgar en el cerebro, y eso es algo que detesto hacer. Con unas pinzas bipolares, coagulo los hermosos e intrincados vasos sanguíneos que recorren la brillante superficie del cerebro. Hago una incisión con un bisturí pequeño y abro un orificio por el que introduz­co una fina cánula conectada al aspirador quirúrgico. El cerebro tiene una consistencia gelatinosa, y el aspirador ha acabado siendo la herramienta principal del neurocirujano. Observando a través del microscopio quirúrgico me abro paso poco a poco por la sustancia blanca de la masa cerebral, en busca del tumor. La idea de que mi aspirador avance a través del pensamiento en sí, de la emoción y la razón, de que los recuerdos, los sueños y las reflexiones puedan formar parte de esa gelatina, resulta demasiado extraña como para comprenderla. Mis ojos sólo ven materia. Y, sin embargo, sé que si penetro por equivocación donde no debo, en la zona que los neurocirujanos llamamos el «cerebro elocuente», cuando acuda a la sala de recuperación después de la cirugía para comprobar mis logros, me encontraré con un paciente con secuelas y discapacitado.

La neurocirugía es peligrosa, y la tecnología moderna no ha hecho sino reducir el riesgo hasta cierto punto. Para la cirugía cerebral, por ejemplo, suele utilizarse la llamada «neuronavegación», una especie de GPS del cerebro. Esta téc­nica utiliza unas cámaras de infrarrojos que, como satélites en órbita alrededor de la Tierra, enfocan la cabeza del paciente. Las cámaras pueden «ver» los instrumentos que tengo en las manos, que llevan bolitas fluorescentes sujetas a ellos, y un ordenador conectado a las cámaras me muestra la posición del instrumental que estoy utilizando en ese momento en el cerebro del paciente, gracias a un escáner realizado justo antes de la cirugía. Eso me permite operar con el paciente despierto y con anestesia local, e identificar las zonas elocuentes del cerebro estimulándolo con un electrodo. El anestesista hace que el paciente ejecute una serie de tareas sencillas, y así podemos ver si causo algún daño a medida que avanza la operación. Si se trata de una cirugía de la médula espinal, más vulnerable incluso que el cerebro, puedo utilizar un método de estimulación eléctrica conocido como «potenciales evocados», para que me avise si estoy a punto de provocar una parálisis.

Aun así, pese a toda esa tecnología, la neurocirugía sigue siendo peligrosa. Cuando mi instrumental penetra en el cerebro o la médula espinal son necesarias la destreza y la experiencia, y uno tiene que saber cuándo parar. A menudo, incluso es mejor dejar que la enfermedad del paciente siga su curso natural y no operar siquiera. Y luego está la suerte, tanto la buena como la mala; a medida que adquiero más y más experiencia, me doy cuenta de que la suerte es cada vez más importante.

Tenía que operar a un paciente con un tumor de la glándula pineal. En el siglo XVII, el filósofo dualista Descartes defendía que mente y cerebro eran entidades completamente independientes, y situó el alma humana en la glándula pineal. Según él, era ahí donde el cerebro material, de alguna forma mágica y misteriosa, se comunicaba con la mente y el alma inmateriales. No sé qué habría dicho de haber podido ver a mis pacientes observando su propio cerebro en un monitor de vídeo, como hacen algunos de ellos cuando los opero con anestesia local.

Los tumores pineales son muy poco frecuentes. Algunos son benignos, y otros malignos. Los primeros no suelen precisar tratamiento. Los malignos, en cambio, acostumbran a tratarse con radioterapia y quimioterapia, y aun así pueden resultar letales. En el pasado se consideraban inoperables, pero con la neurocirugía microscópica moderna las cosas han cambiado. Hoy en día, suele plantearse la necesidad de operar al menos para obtener una biopsia y confirmar la clase de tumor, y así poder decidir el mejor tratamiento para el paciente. La glándula pineal está situada en lo más profundo del cerebro, de modo que la operación constituye, como dicen los cirujanos, todo un reto. Los neurocirujanos solemos observar los escáneres cerebrales que muestran tumores pineales con una mezcla de temor y emoción, como si fuéramos montañeros que contemplan un gran pico que esperamos poder escalar.

A aquel paciente en concreto le había resultado duro aceptar que padecía una dolencia muy grave y que ya no tenía control sobre su propia vida. Era director de una empresa de altos vuelos, y había creído que la causa de los dolores de cabeza que habían empezado a despertarlo por las noches era el estrés provocado por haber tenido que despedir a muchos de sus empleados tras el crac financiero de 2008. Sin embargo, resultó que tenía un tumor pineal e hidrocefalia aguda. El tumor obstruía la circulación normal del líquido cefalorraquídeo alrededor del cerebro, y el fluido atrapado incrementaba la presión en su cráneo. Sin tratamiento, se quedaría ciego y moriría en cuestión de semanas.

Mantuve algunas conversaciones difíciles con él en los días previos a la intervención. Le expliqué que los riesgos de la cirugía —que incluían la muerte o un grave derrame cerebral— eran menores, en definitiva, que los de no operarse. Él introducía en su móvil de última generación todo cuanto yo

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